El resultado de las distintas encuestas dadas a conocer en los últimos dos meses por la prensa oficial y en las cadenas televisivas, colocan como puntero al candidato del PRI, con veinte puntos arriba de la candidata del derechista Partido Acción Nacional (PAN), la cual está, a su vez, ocho puntos por encima del candidato […]
El resultado de las distintas encuestas dadas a conocer en los últimos dos meses por la prensa oficial y en las cadenas televisivas, colocan como puntero al candidato del PRI, con veinte puntos arriba de la candidata del derechista Partido Acción Nacional (PAN), la cual está, a su vez, ocho puntos por encima del candidato de las autonombradas «izquierdas» integradas por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), el Partido del Trabajo (PT) y el Movimiento Ciudadano (MC). De hecho, tres partidos que se reciclan entre sí y entre sus dirigentes y militantes, y se confunden como si fuera uno solo debido a que tanto su candidato como otros connotados dirigentes de pronto aparecen en las filas de cualquiera de estos partidos, incluso, en las de los adversarios.
Todo indica, pues, que si no ocurren acontecimientos excepcionales o de «última hora», el seguro triunfador será el PRI, lo que restablecerá a este partido en el poder presidencial después de haberlo tenido en sus manos durante 71 años consecutivos, y perdido en las elecciones presidenciales de 2000.
Sin embargo, para valorar la trascendencia de este acontecimiento y sus futuras repercusiones es preciso ubicar la situación de México en la actualidad, a la luz de la profunda crisis estructural del capitalismo global que azota con furia a las clases obreras de Europa (con énfasis en Grecia, España, Portugal e Italia) y de Estados Unidos, por lo menos desde la crisis de 2008-2009, cuando el «modelo» estadounidense del Walfare State se hizo trizas y marcó sus límites estructurales y su agotamiento, cristalizados en el enorme desempleo que ha ocurrido en ese país de alrededor de 9% y del quiebre de las grandes empresas y emporios financieros e inmobiliarios que lideraron el capitalismo mundial desde la época de la Segunda Guerra Mundial.
Obviamente que esto no significa, de ningún modo, «el fin del capitalismo» -como sostienen algunos- sino el fin de su fase progresista (en términos del desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción) y el inicio de un largo periodo de decadencia, junto con el surgimiento de embriones, por todo el mundo, en las regiones y las naciones, de nuevos procesos económicos, culturales, sociales y alternativos de vida y de trabajo en ciernes; es decir, todavía minoritarios pero que, dependiendo de la resistencia y de la lucha de clases, pudieran desenvolverse concomitantemente con la profundización y extensión de la crisis del capitalismo.
Parafraseando a Marx, pudiéramos decir que la política no es nada sin el humus de la economía, porque ella no flota en el aire. Si bien es cierto que en ciertas coyunturas histórico estructurales la política es determinante en el desencadenamiento o bloqueo de ciertos procesos (crisis económicas, regulaciones financieras o monetarias, control de los precios agrícolas), sin embargo, en términos macro-históricos los fenómenos políticos y el poder, así como la estructura y la dinámica del Estado, dependen de la acumulación y reproducción del capital en escala ampliada.
Pudiéramos decir, entonces, que hay una íntima correlación e interrelación entre ambas (economía y política), pero donde lo determinante, en el modo de producción capitalista, es justamente la estructura económica de la sociedad. Por ejemplo, no es lo mismo desplegar una campaña electoral en un territorio en ascenso del capitalismo, que en uno de crisis y de descenso, como es el actual, caracterizado a nivel mundial, nacional, regional y local, por la insuficiencia de los mecanismos subrepticios de la producción de valor y plusvalor en una escala creciente que asegure la reproductibilidad del sistema en condiciones de tasas de ganancia en ascenso, alta explotación del trabajo, bajos salarios y un numeroso y extenso ejército industrial de reserva que, a la par, aumente la explotación del trabajo y la competencia entre los trabajadores.
Este es el escenario global que permea la crisis estructural del capitalismo mundial y que en México se viene reflejando en una creciente caída histórica de las tasas promedio de crecimiento económico del país: de esta manera, por ejemplo, se pasó de una tasa promedio de crecimiento anual de 6,9% entre 1950 y 1982 a otra, disminuida, que arroja un promedio anual de 2,03% durante el llamado patrón neoliberal dependiente de acumulación de capital (1982-2011). Si consideramos el subperíodo 2000-2011, que corresponde a los dos gobiernos panistas, el crecimiento del PIB es todavía más raquítico: de sólo 1,97% y en estas condiciones pretenden «ganar» las elecciones.
Junto a un déficit histórico de la balanza de pagos del país, que entre 1950 y 2011 sólo obtuvo superávit en cinco años (1950, 1983, 1984, 1985 y 1987); un endeudamiento interno y externo crecientes, desempleo abultado en expansión, pobreza extrema y reducción de los mercados internos de bajos salarios y de consumo popular, entre otros, es esta la compleja problemática en que se desenvuelven los partidos y candidatos y la que va a heredar el que resulte ganador en los próximos comicios federales.
Fuera de un recetario cacareado y carcomido de temas y propuestas, los candidatos no proponen absolutamente nada para cambiar esta realidad crítica y del país que se profundiza, particularmente, para las clases populares, los trabajadores, el campesinado-indígena, los estudiantes y, en general, para la mayoría de la población, la cual, eso si, experimenta todos los días una poderosa merma de su poder adquisitivo, y de sus niveles de vida y de trabajo que se van haciendo más precarios y perversos conforme se imponen las políticas neoliberales y se profundiza la crisis.
En estas condiciones es evidente que cualquiera que tome las riendas de la presidencia de la república a partir de diciembre del presente año, y por los próximos seis años, continuará profundizando el patrón capitalista neoliberal dependiente volcado a la exportación, en franca defensa del capital financiero y de los sectores de la burguesía y de la oligarquía del país y en detrimento de los trabajadores y de las masas populares que resentirán los perniciosos efectos de las políticas de ajuste y de austeridad social, la reducción de sus ingresos salariales y un mayor crecimiento del desempleo, del subempleo y de la pobreza que ya padecen extensas franjas de la población mexicana.
Siguiendo el curso de los acontecimientos internacionales de la crisis capitalista, México no será la excepción y continuará imponiendo las políticas neoliberales y desarrollando una franca expansión del capitalismo de los negocios, del capital extranjero y de las empresas trasnacionales, mediante la especialización productiva y segmentada que le permita permanecer, obviamente de manera subordinada y dependiente, en la injusta división internacional del trabajo y del capital comandada por los países hegemónicos del capitalismo avanzado, permitiendo, a la par, que éste deposite todo el peso de la crisis en los hombros de sus propias clases trabajadoras y los países que se mantienen subordinados en su periferia.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.