Con el cierre de listas efectuado la semana pasada, se dio comienzo al desarrollo de la campaña electoral que ha de culminar en los comicios del mes de octubre. Es importante no perder de vista que, más allá de las apariencias, lo que está en juego, no es una mera composición del cuerpo legislativo. Por […]
Con el cierre de listas efectuado la semana pasada, se dio comienzo al desarrollo de la campaña electoral que ha de culminar en los comicios del mes de octubre. Es importante no perder de vista que, más allá de las apariencias, lo que está en juego, no es una mera composición del cuerpo legislativo. Por el contrario, aunque no se perciba, lo que está en disputa es, ni más ni menos qué, la estructura de poder que ha de modelar la construcción de la sociedad argentina en los años venideros.
A lo largo de esta última década la política gubernamental, con sus aciertos y desaciertos, ha delineado un proyecto de país muy distinto al, hasta entonces, modelo imperante en la Argentina del pasado. Previamente a la llegada de los Kirchner, «la política» era una herramienta vacía, anodina, incapaz no solo de generar cierto atractivo en la ciudadanía, sino de resolver los más elementales reclamos que una población puede demandar.
Fue tal el grado de degradación en que había sido sumergida (la política) que el hombre común llegó a suponer que todo aquello que, de un modo u otro, se encontrare relacionado con ella se hallaba viciado de corrupción y de impurezas. Por ende, se fomentó la creencia de que la mejor postura que podía asumir un «ciudadano», consistía en alejarse la mayor distancia posible del quehacer político local a los efectos de no contaminarse. Claro que éste alejamiento, estimulado por un número significativo de «dirigentes» inescrupulosos y motorizado por los medios de comunicación masiva, permitió que, sin ningún tipo de obstáculos, un sector minoritario de la sociedad se adueñara del poder y, mediante el uso discrecional del mismo, fuera trazando un modelo de país absolutamente despolitizado que les facilitáse acentuar las desigualdades y concentrar la riqueza en pocas manos.
Así se instaló la creencia generalizada de que la política era intrínsecamente mala. Logrando, en consecuencia, que los individuos no se articularan en función de propuestas colectivas; sino que se ahuyentaran de este tipo de iniciativas para replegarse en el más rancio individualismo.
Lo sorprendente fue descubrir, a partir de la llegada de Néstor Kirchner, que «la política» no era intrínsecamente mala, sino que se la había desnaturalizado a los efectos de subordinarla a una «ciencia» que algunos se empeñaron -dolosamente, por cierto- en revestirla de cualidades «casi exactas», con el propósito de hacer creer que en ella se fundamentaban los secretos del saber. Nos referimos concretamente a la «ciencia económica» que, indudablemente, tiene más componentes subjetivos que objetivos; pero que se la quiso presentar casi con la rigurosidad con la que se presenta una teoría matemática.
Y para peor, los fundamentos de ese presunto «rigor científico» -inexistente por cierto- estaban provistos por la conocida teoría neoliberal, que resulto ser -parafraseando a un conocido filósofo- precisamente «la voluntad de la clase dominante elevada a la categoría de ciencia». Ahora bien, no es casual que la economía, desde mediados de los 70 hasta principios de éste siglo, haya ocupado «el trono del saber»; después de todo es, precisamente, en el terreno económico donde se disputa el poder real en una sociedad.
En consecuencia, se «convenció a la gente» -con la complicidad de los grandes medios – que la racionalidad consistía en ajustarse a las necesidades del «Saber Económico» (léase, teoría neoliberal) subalternizando, de ese modo, «la política». Así se logró no solo neutralizar los reclamos; sino instalar la idea generalizada de aceptar resignadamente la implementación de un conjunto de medidas cuyo único propósito fue fortalecer la situación de privilegio de quienes detentaban el poder real. Es obvio que la mayoría de los poseedores del poder actuaron (y actúan) bajo las sombras, sin exponerse al conocimiento público, y ocultando esos inconfesables intereses.
Sin embargo, pese a semejante poderío, el arribo de los Kirchner a la Casa Rosada posibilitó que, a medida que su gobierno fue ganando consenso en la sociedad, «la política» comenzara a resurgir de las cenizas. A tal punto llegó su revitalización que en escaso tiempo desplazó al «saber económico o tecnocrático» del centro de la escena; para ubicarse en esa posición y, desde allí, emprender la fatigosa tarea de disputar el poder real para comenzar a distribuirlo más equitativamente entre amplias franjas de la sociedad.
Puede que algún incauto presuma que ésta tarea tiene una implicancia menor; no obstante, no es así. Pues, si alguno duda al respecto, solo basta con observar cómo desde el advenimiento de la democracia (año 1983) los gobiernos constitucionales fueron sufriendo fuertes condicionamientos durante su ejercicio, hasta llegar a convertirse en meros instrumentadores de la voluntad de los sectores dominantes.
La audacia -y tal vez el logro más significativo- de los Kirchner fue poner al descubierto ésta realidad y a atreverse a enfrentarla ab initio aun partiendo desde una posición de vulnerabilidad; no olvidemos que Néstor llegó a acceder al sillón de Rivadavia, con solo el 22% de los votos. Basta recordar que en plena asunción del nuevo mandatario, el director de un diario como «La Nación», José C. Escribano, preanunciaba en su nota editorial que si el gobierno de Kirchner no instrumentaba las políticas por ellos «sugeridas», su perdurabilidad en el mando difícilmente podría extenderse más allá del año. Éste hecho, por sí solo, revela a las claras cual era (y lo sigue siendo) la arrogancia de los «detentadores del poder» en la Argentina. Recordemos de paso que este mismo señor es, entre otras cosas, pariente del nonagenario ministro de la Corte Suprema de Justicia, el juez Carlos S. Fayt.
Por lo tanto, es precisamente en el marco de éste contexto histórico como debe visualizarse la futura contienda electoral y que es lo que se disputa. Una simple mirada sobre las listas de candidatos o de quienes adhieren a las huestes de los autodenominados referentes «republicanos» nos proporciona, de manera casi instantánea, cual es la estructura de poder que dichos representantes están dispuestos a reivindicar.
Por ejemplo, si uno observa la lista o las adhesiones del flamante Frente Renovador que lidera el intendente de Tigre, Sergio Massa, se encontrará con un conglomerado de miembros -muchos de ellos «conspicuos» representantes de la concepción política predominante con anterioridad al 2003- que van desde referentes del «gran multimedio argentino», del establishment local, de intendentes históricos (Cariglino, Zuccaro, Guzman, etc.), y de políticos que apoyaron en un ciento por ciento las políticas del menemismo. Este espacio político aspira, en apariencias, a ubicarse en «el justo medio» por apelar a esa antigua expresión aristotélica; esto es, situarse más allá de la ciega oposición y del proyecto oficialista. Ahora bien, comenzó haciendo campaña enarbolando las mismas consignas que los grupos mediáticos desplegaron contra el gobierno de Cristina Fernández; así su referente mayor, Sergio Massa, como de memoria recitó los tradicionales títulos de Clarín: «Nos oponemos al acuerdo con Irán ( en referencia al esclarecimiento de la causa AMIA ) , al avance sobre el Poder Judicial y a la reelección». Ya hemos manifestado que la negociación con el gobierno iraní atendía a la necesidad de movilizar una causa absolutamente paralizada, emprendiendo nuevos caminos que, si bien con resultados inciertos, puedan sacarla del estado de inmovilidad permanente en que se encuentra. Ésta última postura, adoptada por el gobierno, fue apoyada directamente por los familiares de las víctimas del trágico suceso, que solo anhelan el esclarecimiento del hecho y, en consecuencia, no están dispuestos a ver condicionadas sus pretensiones en función de la política exterior del gobierno israelí.
Con referencia a los supuestos avances sobre el Poder Judicial, es otra de las muletillas utilizadas por los «grupos mediáticos» que no quieren ver afectados sus intereses por leyes sancionadas por el Congreso.
Lo cierto es que quienes conocen medianamente los pormenores que se suscitan en el interior del mencionado poder, no ignoran que el mismo se ha transformado (y esto desde principios del siglo pasado) en el escudo protector de los sectores del privilegio en la Argentina. Si hasta muchos de sus integrantes, se reputan a sí mismo como integrantes de una clase especial. El reciente fallo de la Corte en referencia a la elección de los miembros del Consejo de la Magistratura (una simple mirada en sus considerandos, nos permite observar cierto resabio peyorativo al aludir al rol que desempeñarían «los académicos y científicos» en la integración del mentado órgano) o la decisión adoptada por sus miembros de interrogar a los funcionarios de la AFIP por «presunta» investigación fiscal a su presidente, el Dr. Ricardo Lorenzetti -como si la investigación fiscal fuese solo aplicable a los ciudadanos de segundo orden- es una muestra irrefutable de los sentimientos de privilegio que anidan en ese poder. Bien lo señalaba Sieyes en su conocido «Essai sur les privileges»: «Penetrad un momento en los nuevos sentimientos del privilegiado. El se considera, con sus colegas, como formando un orden aparte, una nación escogida por la nación. Piensa que se debe ante todo a los de su casta, y si continúa ocupándose de los otros, estos no son ya, en efecto, más que los otros, es decir, ya no son los suyos. Ya no es el país un cuerpo del que él era miembro, sino el pueblo, ese pueblo que muy pronto en su lenguaje y en su corazón no será más que un conjunto de gentes de poca importancia…».
No por casualidad, el arco opositor en pleno ahonda en las mismas críticas y sale a la palestra a desarrollar la defensa incondicional de la mayoría de los miembros de la Corte; pues saben muy bien que el Poder Judicial (en buena parte) es un reducto cooptado por el establishment a los efectos de salvaguardar sus tradicionales intereses. Tal vez, la única posibilidad existente de quebrar ese arraigado espíritu de cuerpo, que se opone a la democratización del poder, se reduzca a promover la reforma constitucional. Claro que en virtud de ello, es el absoluto rechazo de la totalidad de los dirigentes opositores a toda tentativa de reforma de nuestra Carta Magna; si bien, es dable recordar que, muchos de ellos saludaron con beneplácito la reforma instrumentada durante el gobierno menemista.
Así vemos como los distintos candidatos de la oposición -llámese De Narvaéz, Macri, Massa, Stolbizer, Solanas, Binner o Alfonsín Jr.- abrevan en la misma fuente, desplegando un mismo discurso opositor. Ése que suena armoniosamente dulce a los oídos del establishment.
Por otra parte, se podrá aducir que el Kirchnerismo todavía tiene muchas asignaturas pendientes y es sensato reconocerlo; después de todo la perfección en política está condicionada por la imperfección humana. Sin embargo, hace una década que el pueblo argentino no padece las situaciones de angustia y desosiego como a la que estábamos acostumbrados con los gobiernos anteriores, donde la política era sinónimo de deplorable. Hoy la política se visualiza como una herramienta imprescindible para disputar el poder, para conquistar intereses o para no verlos menguados. Y eso se lo debemos, sin ninguna duda, al kirchnerismo que, a diferencia de la oposición, despliega su accionar en función de los requerimientos de las grandes mayorías populares. De ahí que lo que esté en juego sea la profundización de la democracia o la parálisis de la misma.
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