«Y para que Bolivia sepa que no está sola…» 19:15 del 11 de septiembre de 2008. Hugo Chávez dirigía un acto proselitista en un incandescente Puerto Cabello cuando recordó la conversación que tuvo con Evo Morales unos minutos antes. Miró su reloj, anunció la hora y soltó la bomba. Estaba por cumplir su palabra… […]
19:15 del 11 de septiembre de 2008. Hugo Chávez dirigía un acto proselitista en un incandescente Puerto Cabello cuando recordó la conversación que tuvo con Evo Morales unos minutos antes. Miró su reloj, anunció la hora y soltó la bomba. Estaba por cumplir su palabra…
«Tiene 72 horas, a partir de este momento, el embajador yankee en Caracas para salir de Venezuela. En solidaridad con Bolivia, el pueblo de Bolivia y el gobierno de Bolivia. Tiene 72 horas el embajador para abandonar el territorio venezolano. Cuando haya un nuevo gobierno de Estados Unidos que respete a los pueblos de América Latina mandaremos un embajador. Váyanse al carajo, yankees de mierda, que aquí hay un pueblo digno. Váyanse al carajo 100 veces».
En la hora más difícil, cuando en La Paz renunciaban los ministros, se escondían los diputados y las Fuerzas Armadas flaqueaban, a miles de kilómetros, un tipo se jugaba pleno por la continuidad del gobierno de Evo. Y Chávez no se quedó en la expulsión. También amenazó con cortar el suministro de petróleo a los Estados Unidos si se producía cualquier tipo de agresión. «Yankees de mierda, sépanlo: estamos dispuestos a ser libres».
El venezolano sabía bien de los problemas que Bolivia arrastraba y que se acercaban las horas decisivas. Horas parecidas a las que a él le tocó vivir en 2002, cuando sobrevivió y retornó a su cargo después de ser detenido y depuesto. Por eso no dudó en jugar sus cartas en medio de la crisis que atravesaba su amigo: despachó al representante norteamericano y puso en suspenso la salida del crudo. Pronto comenzaría a hacer llamadas a otros presidentes. Llevaba 10 años bregando por la integración latinoamericana y era momento de acudir a ella para ayudar a uno de los suyos.
Esa mañana de 2008, en el Palacio de Gobierno de La Paz, también se había anunciado la expulsión del embajador estadounidense por las acciones políticas que sostuvo con la oposición atrincherada en las regiones del oriente y sur del país. Philip Goldberg se enteró que Evo lo acababa de echar en mitad de una reunión con David Choquehuanca, a la que había sido convocado para dar explicaciones por sus sospechosas reuniones. Abandonó la Cancillería sin explicar nada y se fue para siempre.
Conversador como era, Chávez procuraba comunicarse con Morales cada vez que tenía oportunidad. Mucho más en los momentos parteaguas como el que se vivía en aquel septiembre irreversible. En las buenas y en las malas, llegaba el telefonazo desde Caracas. Y a Evo le alegraba. Le gustaba mucho ponerse a charlar con él, saber su solidaridad. Disfrutaba escuchar a través de su móvil la efusividad y cariño del acento caribeño de su amigo.
Esas comunicaciones entrañables empezaron antes de la llegada del cocalero al Palacio. Cuando todavía Morales era líder de oposición, un «inoportuno» Chávez interrumpía sus almuerzos para contarle de sus proyectos y preguntarle por la situación del país en la agonía de la noche neoliberal. El mandatario venezolano siguió con particular interés los años de rebeldes de Bolivia y fue acusado, en no pocas oportunidades, de estar detrás de las movilizaciones. Muchos años después, Evo contaría cómo abandonaba su plato de chicharrón a medias para atender esos largos llamados mientras caminaba por las calles cochabambinas.
Así como Fidel tomó la iniciativa y acudió por sorpresa al encuentro de un recién excarcelado Chávez en el aeropuerto José Martí de La Habana, en 1994; el presidente venezolano se acercó a Evo cuando éste todavía era diputado. De visita oficial en La Paz, se abrió paso en medio de la recepción ofrecida después de la posesión de Gonzalo Sánchez de Lozada para saludarlo. «Tenemos que hablar, indio. Tenemos que hablar, Evo», fue lo que le dijo cuando se estrecharon la mano por primera vez. Fue en el hall del Palacio donde se reunirían tantas veces en los siguientes años. Era agosto de 2002. Arrancaba su amistad.
Hace apenas unas horas, en el estreno mundial del documental «Mi amigo Hugo», vimos a Morales confesar que no comprendía por qué Chávez le hablaba como le hablaba. El líder bolivariano -contó con nostalgia Evo- siempre se dirigió a él «como hermano y como padre», aún antes de convertirse en mandatario de Estado. En el documental de Oliver Stone, el boliviano relata que en su primera visita a Venezuela como presidente electo quedó tan agotado y reducido por el homenaje marcial que su amigo le había montado que, casi al cierre del acto, escuchó ese acento caribeño con otro de sus consejos: «¡Evo, infla el pecho!». El gesto le pareció tan simpático a Evo que es una de las anécdotas que no olvidará jamás.
Unos meses antes de ganar sus primeras elecciones presidenciales, Evo recibiría otro par de llamados de Chávez. En mayo de 2005, mientras se curaba de una operación en la rodilla (la de siempre) en La Habana, llamó su amigo y tuvo que abandonar la clínica en muletas para acudir al encuentro que se organizó con Fidel. Aquella vez conoció en detalle el proyecto del ALBA. Escuchó a Castro asegurar que el analfabetismo se podía erradicar en menos de tres años y que se podían hacer al menos 100 mil operaciones de vista gratuitas. El precandidato Morales todavía no creía que todo eso era posible mientras veía cómo los dignatarios de Venezuela y Cuba apuntalaban su proyecto regional alternativo a los impuestos desde Washington.
En plena campaña presidencial, Evo estuvo en el Tren del ALBA y junto a Diego Maradona, Néstor Kirchner y el mandatario venezolano lideraron la contraofensiva latinoamericana para derrotar a la iniciativa estadounidense del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). En Mar del Plata le dijo «comandante» a Hugo Chávez y aquello fue utilizado de inmediato por su adversario electoral (Tuto Quiroga) para acusarlo de que se sometería al «castro chavismo». Ese es el primer antecedente del coro de voces que hoy persiste en afirmar que existe subordinación a los gobiernos de Cuba y Venezuela.
La influencia de cubanos y venezolanos en algunas decisiones y tareas específicas es indisimulable, fundamentalmente en la primera gestión de Morales, pero tampoco se puede hablar de tutelaje directo como se insistió tanto en los primeros años del gobierno del MAS. Fidel no estaba de acuerdo en que la Asamblea Constituyente sea convocada con Evo apenas instalado en la silla presidencial y Chávez tuvo que resignarse a que la nacionalización de los hidrocarburos rompa con el buen ambiente que se había establecido entre algunos gobiernos de Sudamérica. Las intenciones y acciones que cubanos y venezolanos tuvieron en los años más difíciles de la Bolivia reciente ameritarían crónicas aparte, lo mismo que su relación y consideraciones particulares sobre algunas autoridades oficialistas.
Mientras la Asamblea Constituyente se tambaleaba y las fuerzas conservadoras operaban entre Sucre y Santa Cruz, Morales visitó a su par venezolano en Ciudad Piar. La noche del 8 de septiembre de 2007 se la pasaron conversando de la situación política y soñando dos proyectos que nunca llegarían a realizarse: un tren que ingrese a Bolivia desde el Orinoco y la creación de una «grannacional» para explotar el hierro del Mutún. Justo en esa región de Venezuela en la que los dos amigos se encontraban en aquella oportunidad, el gobierno bolivariano explotaba ya sus recursos ferrosos. A pesar del interés de Chávez, lo que sucedió (o no sucedió) en el Mutún en los últimos años es historia conocida. Bueno, una parte.
Pese a que el líder bolivariano hizo coro a Evo en la defensa de la Madre Tierra, sus planteamientos para salir del desarrollo extractivo hacia los países del ALBA fueron pocos y relacionados casi exclusivamente con compartir su petróleo. En cambio, incitó muchos planes de exploración y explotación en territorio boliviano, tal como lo recordó Morales hace seis meses en el inicio de las operaciones de perforación en el campo Timboy X2 de Tarija que pactaron ambos. «Teníamos muchos proyectos con Chávez», dijo aquella vez sin disimular un milímetro cuanto lo extraña.
Si bien las ideas que concebían llenaban más y más carpetas y los viajes de emisarios de La Paz y Caracas se multiplicaban, todo estaba condicionado a la sobrevivencia del gobierno de Evo a la ofensiva final del bloque conservador. La preocupación de Chávez rompía con los libretos diplomáticos y en dos ocasiones llegó a amenazar con intervenir directamente en el conflicto de Bolivia si es que Morales sufría un atentado o era derrocado. Lejos de ayudar, aquello sólo causaba más dolores de cabeza en las autoridades bolivianas, como Alfredo Rada y Walker San Miguel, que debían salir a negar cualquier injerencia venezolana y asegurar que el conflicto político se resolvería entre bolivianos. Sin imaginarlo, el presidente bolivariano fortalecía los argumentos de Branco Marinkovic, quien multiplicaba incesante sus comunicaciones con instancias como Naciones Unidas, la Cruz Roja Internacional y autoridades brasileñas para lograr una intervención en Santa Cruz en una situación de potencial guerra civil.
Fue la Policía de élite de Brasil la que detectó algunos de estos planes y Lula alertó de todo a Evo Morales después de mandar un mensaje encriptado y lapidario a las logias cruceñas. A esas alturas, Chávez ya había mandado al carajo 100 veces a los yankees y los países sudamericanos de a poco cerraban filas en una acción consciente para demostrar a los conservadores locales y satélites estadounidenses que esta vez el vecindario no permitiría ningún golpe. Antes de partir rumbo a Santiago de Chile, donde la Unasur condenaría enérgicamente lo sucedido en Porvenir, Chávez mandó un último mensaje a las Fuerzas Armadas de Bolivia. Tenía información de «órdenes extrañas» del Alto Mando y no dudo en denunciarlas frente a todo el mundo desde su programa Aló Presidente. Es momento de reconocer que los venezolanos tenían informantes que les reportaban sobre lo que sucedía en el interior de las FFAA y que tuvieron un papel activo para garantizar la lealtad (o cuando menos neutralidad) de los militares en esos años jodidos donde todos tocaban la puerta de los cuarteles.
Ya en el Palacio de La Moneda, junto a 10 presidentes, Hugo fue la voz más enérgica en su respaldo al gobierno boliviano. Era el espaldarazo que el país necesitaba para avanzar en la recta final del proceso constituyente. Un día después de la cumbre de Unasur, después de que los mandatarios se negaron a escucharlos, los prefectos aceptaron sentarse a negociar. Unas horas después, la temida Unión Juvenil Cruceñista sería derrotada en Tiquipaya (Santa Cruz) y las columnas de organizaciones sociales quedarían a pocos kilómetros de rodear a la ciudad cruceña para recuperar las instituciones que fueron tomadas. Con los embajadores estadounidenses expulsados de La Paz y Caracas y la «media luna» en desarme, el texto constitucional pasaría por dos últimas modificaciones y se sometería a votación el 25 de enero de 2009. Esa noche de victoria, no podía ser de otra manera, Chávez volvió a llamar para felicitar a Evo.
«Esta victoria trasciende a Bolivia», escribiría Chávez un par de días después y así se cerraba ese difícil capítulo. El viejo combatiente del cuartel de La Montaña llegó a poner en peligro hasta la billetera de su país por la venta del petróleo para ayudar a su amigo a llegar hasta ese punto. Es muy posible que nunca sepamos cuántos gastos se habrán hecho en esos años de vértigo en Bolivia y de vacas gordas en Venezuela. O de dónde salían esos bonos de lealtad y otras dádivas que recibían puntualmente los militares en aquellos tiempos. Lo que no podemos dudar es que el amigo de Evo acompañó todo ese camino y aportó con su granito de arena. Tal vez no tan grande como aseguran ahora unos, pero tampoco tan pequeño como para que ahora algunos, desde posiciones de gobierno o cercanas a los círculos oficialistas, sostengan que ha llegado el momento de marcar distancia con el proceso bolivariano. Más bien no son la mayoría y, desde luego, Evo no se encuentra entre ellos.
Por lo menos en reconocimiento a lo que Chávez hizo, ahora que son ellos los que atraviesan el momento difícil, la solidaridad de Bolivia tendría que mantenerse firme hasta el último aliento. Podemos estar enfrentados en infinidad de cosas y tener criterios absolutamente disímiles a estas horas, con los de acá y mucho más con los de allá, pero no creo que sea honesto negar que ese señor que partió hace un año fuera un gran amigo de la Bolivia que se forjó en las luchas populares desde hace 15 años.
El 12 de diciembre de 2012, Evo se encontraba en España y recibió una llamada de teléfono. No era él. Era Maduro para decirle que Hugo estaba obligado a volver a Cuba. Su viejo amigo ni siquiera tuvo la chance de despedirse.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.