Con más de 40 mil desaparecidos, México se debate entre la impunidad promovida por las instituciones y la capacidad de organización de los familiares. En lo alto de los cerros del estado de Guerrero, las familias de los que faltan buscan los restos que las autoridades prefieren olvidar. No hay novatos aquí que la tranquilidad […]
Con más de 40 mil desaparecidos, México se debate entre la impunidad promovida por las instituciones y la capacidad de organización de los familiares. En lo alto de los cerros del estado de Guerrero, las familias de los que faltan buscan los restos que las autoridades prefieren olvidar.
No hay novatos aquí que la tranquilidad del ambiente no los engañe. Claudia, la mujer de pelo recogido en una gorra que está preparando el pozole que nos alimentará a todos, tiene diez años buscando a su esposo, Isaías, que fue desaparecido una noche mientras iba camino al almacén. Sobre una de las mesas de plástico blanco está su hija Danna, quien para controlar su ánimo preadolescente recorta la foto de su padre -la misma de su cartel de búsqueda- y arma un camafeo casero que enseña con orgullo cuando se le pregunta qué tal le fue en el día.
Sentado en un murito tomando el fresco está don Jorge, que en 2015 ubicó el cuerpo de su hijo, Jorge Antonio, en un enterramiento clandestino de la zona rural de su localidad, Potrero de Sataya, tras un año de estar desaparecido; y un poco más allá, rodeada de otras mujeres, está Tita Radilla, hija de Rosendo Radilla, detenido y desa-parecido en 1974 en un retén militar en Atoyac de Álvarez, cuna del guerrillero Lucio Cabañas.
Cada una de las familias que se sumaron a la cuarta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas tiene un periplo personal tortuoso, que se agravó al lidiar con instituciones desangeladas que no supieron estar a la altura de lo que a ellas les pasaba. Y como si siguieran la definición de «movimiento», cada una de esas familias fue dándose cuenta de que sólo junto con las demás podría, tal vez, sacudir la modorra institucional que mantuvo a los suyos desaparecidos por no hacer lo que ellos: buscarlos.
No es el único grupo de familiares en México organizado para la búsqueda de fosas clandestinas, pero es el primero que se articula a nivel nacional. Reunió a 200 personas de toda la república durante 15 días, en enero de este año, para trabajar en tres ciudades violentísimas del estado de Guerrero donde la autoridad se había rehusado a hacerlo. En su mirada se ve el trayecto recorrido. En su determinación, su fuerza.
La noche
Terminada la cena, la Brigada se reúne para conversar sobre el trabajo que le tocó a cada quien durante el día. En esta cuarta edición, realizada a fines de enero pasado (la primera fue en 2016), decidieron dividir el grupo en equipos más pequeños encargados de distintas tareas. Los primeros en hablar en el centro de la ronda esta noche viven extremos opuestos de la experiencia: María es una mujer que supera los 60 años, cuyos padre y esposo fueron desaparecidos en 1974 por el Ejército mexicano durante el período del terrorismo de Estado. Iván es un jovencito de 17 que ahora tiene la edad que tenía su hermano mayor, Brayan de Jesús, cuando fue desaparecido en 2016 al acudir a una entrevista de trabajo. Ellos fueron los encargados de quedarse a vigilar la actuación pericial de los dos hallazgos que hizo su grupo en el día, dentro y fuera de una cueva cerca del pueblo Tlaxmalac, en el municipio de Huitzuco.
Este punto había sido hallado por Mario Vergara (véase entrevista) a comienzos de 2017. Un campesino llegó al bar donde Vergara trabajaba para entregarle un papel, y, sin decirle nada, como entró se fue. El papel traía un mapa dibujado a mano con la ubicación de la cueva y una frase clara: «Aquí vas a encontrar algo de lo que buscas y en la entrada de la cueva lo demás». Vergara lo encontró: a la intemperie, había un cráneo, un fémur y otro hueso, que podía ser un cúbito o un radio. Tres meses después de obtener la pista anónima y habiéndola confirmado con el hallazgo, Vergara lo denunció con pelos y señales ante la representación del Ministerio Público Federal de Guerrero. En su declaración, fechada el 1 de junio de 2017, puede leerse el relato de cómo obtuvo la pista y ubicó el predio: «Son cuatro horas de camino saliendo del pueblo Tlaxmalac, a donde sólo se accede a pie. Allí no excavé, sólo tomé fotos. Por seguridad, destruí el papel con el mapa. Me encuentro en la mejor disposición en caso que así se requiera de acompañar a cualquier autoridad al lugar mencionado», y termina brindando las coordenadas geográficas exactas del punto.
En julio, lo citaron a las seis de la mañana para hacer el levantamiento, pero el equipo oficial llegó casi a las diez y, finalmente, no se hizo la diligencia. Las autoridades le dijeron a Vergara que la zona estaba «caliente» y no podían subir. Se canceló la búsqueda. En agosto logró el compromiso del comisionado nacional de Búsqueda, Roberto Cabrera, de que se levantarían esos restos. «Hasta el día de hoy no sé si ellos hicieron la diligencia. Ahora ya no estaba el cráneo y el fémur que yo había encontrado», explicó el buscador a Brecha, tras ver en la Brigada la posibilidad de hacer subir a la autoridad al punto indicado.
«Al principio, no querían levantar el segundo hallazgo que hicimos dentro de la cueva. Entramos con el niño -dice María y señala a Iván- porque ellos no querían. Al verlo, los peritos primero dijeron que era madera y luego que era un hueso de venado, pero a esa parte no sube un animal», explica esta mujer de origen campesino, frente al grupo reunido en la estancia que les habilitó la congregación religiosa del padre Óscar Prudenciano. «El primer hallazgo estaba pegado a la ladera del cerro, el cuerpo estaba como acostado. Las costillas estaban casi enteras y macizas. Las que hallamos afuera estaban más blanditas».
El segundo grupo no tuvo hallazgos. Visitaron un punto que les señaló un señor mayor que recoge leña para vender. El señor también tiene un hijo desaparecido. «Nos dijo que no le han hecho el análisis de Adn y que le gustaría irse de allí, pero si él se va, ¿quién va a buscar a su hijo? Me dolía tanto el corazón al hablar con él, pensando en las pocas probabilidades que tiene de hallarlo solo», explicó Fabiola, madre de Argenis Yosimar. Argenis ahora tiene 25 años, pero tenía 20 cuando su madre dejó de saber de él, en marzo de 2014. «Nosotras, al menos, podemos ir a la Procuraduría y exigir, gritar, enojarnos. Tenemos una poquita esperanza de que van a cruzar nuestro perfil genético con los hallazgos que hacemos, pero ese señor no tenía nada. Hay tanta desigualdad que lo menos que podemos hacer es que no quede desperdiciado este dolor.»
El día
La jornada comienza temprano y los grupos se dividen según el requerimiento físico que exija la zona donde se buscará. La tarea de hoy será guiada por las familias de Iguala, un lugar que ganó triste notoriedad en la geografía nacional porque allí fueron secuestrados los 43 estudiantes de magisterio de Ayotzinapa, tras ser atacados a balazos por policías locales.
Esas familias tuvieron la responsabilidad involuntaria de desencadenar este movimiento autónomo cuando comprendieron que la autoridad no buscaría como ellos porque le falta la herramienta principal: el interés. Con el grupo que fundaron en 2014, ya habían trabajado este predio, al que bautizaron «el maizal», donde, cuentan, hallaron 20 cuerpos en un sólo día de búsqueda.
En el cerro, los pioneros esperan la llegada de la Brigada. La mayoría son mujeres campesinas, que además de tener el ojo entrenado para identificar las marcas que indican que la tierra fue removida o escarbada, saben las propiedades curativas de la corteza del tronco de un árbol o que la anona (una fruta desconocida en el sur) se madura envolviéndola en papel de diario hasta que agarre un tono amarillito y se pueda comer. Estas conversaciones se alternan unas con otras, pero su cotidianidad está lejos de la «naturalización de la violencia» de la que hablan los intelectuales de escritorio. Han sobrevivido más de lo que se han acostumbrado.
De repente, una de las señoras grita: «¡Aquí hay!», y el resto del grupo se le acerca. El lugar es una especie de punto de vigilancia hacia el cerro de enfrente: hay un caño blanco atado a una rama del árbol que marca el punto, colocado a la altura visual de una persona. Hay piedras apiladas como formando un banquito improvisado y, sobre el piso, hay una bolsa negra con un arma larga dentro.
El revuelo se contagia entre los brigadistas y la expectativa crece hasta que se da contra el muro de las instituciones: los peritos judiciales que acompañan a la Brigada se niegan a levantar y procesar como prueba el arma hallada. Primero, le dicen a la gente que no tienen orden de cateo para la zona y que por eso no pueden hacerlo. Luego, argumentan que el arma no tiene que ver con lo que están buscando y que por eso no van a hacerlo. La tensión sube hasta que proponen una solución que contenta a los funcionarios. Uno de los integrantes de la Brigada se pone guantes de látex para no dejar sus huellas, levanta el arma en su bolsa y la entrega a los peritos en el camino fuera del predio.
Los hallazgos
Dos días más tarde, cuando se trasladen a buscar en Chilpancingo (capital del estado de Guerrero), esta diferencia en las formas de trabajo con las autoridades explotará. Estaba previsto acudir a un cerro llamado «las Terrazas», que fue un asentamiento irregular desalojado años atrás por el Ejército por las muy malas: prendiendo fuego todo el barrio.
Las casitas sencillas, de chapa y madera, se convirtieron en esqueletos fantasmales de la precariedad de antaño. No tenían electricidad ni agua corriente, pero sí pozos sépticos cavados en casi todas, de unos dos metros de profundidad. Las búsquedas se habían iniciado en este cerro un año antes y se hallaron fosas positivas, que contenían restos humanos. Ahora, previendo que la autoridad no haga una búsqueda exhaustiva si las familias no la presionan, decidieron regresar con la potencia de la Brigada. Y volvieron a encontrar.
La primera fosa fue hallada por María, quien se acercó a un punto trabajado anteriormente que aún lucía las cintas amarillas usadas para marcar escenas de crímenes. Pacientemente comenzó a sacar una a una las piedras del pozo hasta pasar el metro de profundidad y encontrar dos vértebras.
La adrenalina se contagió entre los brigadistas como si estuvieran conectados a un hilo invisible, y apareció el segundo. Siguiendo el mismo procedimiento, uno de los integrantes de la Brigada de Paz Marabunta, que colabora con las familias desde el inicio, halló un cuerpo completo. Entonces, lo entendieron: hay que buscar en los pozos sépticos. Aclarado el modus operandi, los hallazgos brotaron. Iván, el adolescente que busca a su hermano, halló 52 huesos de las manos de una persona, una pulsera y ropa interior femenina en otro de los pozos. «Había un hueco donde las autoridades ya habían pasado y simplemente levantaron lo que encontraron a la vista. Yo metí una varilla (de metal, su herramienta básica de búsqueda) y olía a algo ahí. Me puse a buscar y encontré dos manos en forma esquelética, pero estaban como juntas. También varias partes de los pies y de los tobillos», explica el adolescente, el buscador más joven de la Brigada, a quien se le hizo fácil reconocerlos gracias a las clases de servicios paramédicos que le dan en la escuela. «Cuando vi los huesos pequeños, dije: ‘Son falanges’, y le pedí apoyo a don Mario (Vergara)», cuenta.
Los peritos presentes se negaron a levantar los hallazgos con el mismo argumento de antes: que no traían órdenes de cateo para trabajar dentro de una propiedad privada, aunque esté abandonada. Las preguntas brotaron entre los brigadistas, mezcladas con rabia y estupor: ¿la aparición de un cadáver no consigue una orden inmediata? ¿Cómo no las tramitaron previamente si conocían los puntos de búsqueda de la Brigada?
Su respuesta ese día fue que se haga igual que con el arma, que sean las familias quienes procesen las fosas clandestinas. Los peritos les indicarán cómo hacer, mientras miran desde un costado cómo la gente hace un trabajo que les corresponde a ellos. Nunca como en esa escena fue tan gráfica la situación que enfrentan las familias de desaparecidos.
El joven Iván recurre a Vergara: «Simplemente seguí el protocolo que me dijo don Mario: encuentra tus restos, ponlos en un área clara, identifica cuáles son, enlístalos en una bolsa y ponle qué partes son y a qué hora se encontraron. Es el trabajo que tenía que hacer la autoridad, pero terminamos haciéndolo nosotros. ¿De qué les sirve un título si no lo van a ejercer? Las familias, aunque no tengamos título, por saber el dolor que se siente, tenemos que obligarnos a aprender, para que se nos haga más fácil encontrar a nuestros familiares».
Con la caída del sol, por teléfono llega la orden para que los funcionarios empiecen a moverse. Tras un día desgastante para las familias, los peritos se pusieron a hacer lo que les corresponde. Al día siguiente, avisaron que sólo estarían a disposición durante la tarde, porque, según dijeron, habían trabajado hasta las seis de la mañana y necesitaban su descanso.
«Fue difícil», dice Iván, días después del hecho, cuando pudo asimilar un poco lo ocurrido. «Uno no quisiera andar ahí buscando entre huesos a un familiar, fue estresante ese día. A mí me pasó que, después de unos días de búsqueda, se me juntaron varios sentimientos; me acordé de mi hermano y es difícil para uno continuar, pero si eres fuerte, debes seguir», relató el adolescente. Para Juan Carlos Trujillo, coordinador y promotor de la Brigada Nacional que tiene a cuatro de sus hermanos desaparecidos, «México está en un momento excepcional que requiere medidas excepcionales, pero eso no lo entienden las instituciones y se refleja en la negativa de los ministerios públicos (funcionarios judiciales). Las instituciones no entienden lo que esto significa para las familias».
Con Mario Vergara, de la Cuarta Brigada Nacional de Búsqueda
La esperanza que alimenta el caminar
Tomás Vergara es un taxista originario de Huitzuco, en el estado de Guerrero, que fue secuestrado el 5 de julio de 2012 y desde entonces está desaparecido. Sus hermanos, Mario y Mayra, estuvieron en el grupo que inició las búsquedas autónomas de fosas clandestinas en 2014 y se han convertido en referentes de este movimiento nacional. Brecha conversó con Mario Vergara, durante la Cuarta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas.
-¿Por qué es importante que la brigada llegue a Guerrero?
-No es lo mismo decir Mario Vergara, a decir la Cuarta Brigada Nacional de Búsqueda. Sabemos que cuando nos unimos, somos muy fuertes y obligamos al gobierno a hacer lo que nosotros queremos. Cuando estamos solos, el gobierno te obliga a hacer lo que él quiere. Estoy muy contento, me siento soñado de tener tanta gente aquí, respaldándome.
-¿Qué se necesita en Guerrero para que avance la búsqueda de personas desaparecidas?
-Necesitamos sensibilización. Con la brigada se está dando un proceso que no había sucedido aquí en mi pueblo o sus alrededores y que ha hecho que mucha gente tenga el valor de decir: «Mario, revisen en tal cerro, nosotros vimos algo». Tengo muchos mensajes de personas que nunca pensé que nos fueran a decir dónde buscar. La brigada ha hecho eso, abrir un proceso que nunca imaginamos. Vamos a tener trabajo para los próximos meses de andar caminando los cerros, a lo mejor encontramos, a lo mejor, no.
-¿Nunca has sentido temor?
-Me siento más seguro en el campo que aquí en la ciudad de Huitzuco, me siento más seguro ahí arriba… Temor siempre hemos tenido, pero siento que más que el temor es la esperanza la que nos ha hecho caminar solos. Nosotros logramos vencerlo gracias a los padres de los 43, que siempre digo que son mis héroes. Ojalá la historia de México algún día escriba en letra de oro los nombres de los papás de los 43, porque son ellos los que lucharon y enseñaron a nuestro país a no callar, a luchar por una vida digna, por nuestros familiares, a buscarlos, a no rendirse y a enfrentarse a este gobierno corrupto y asesino que tenemos. Son ellos los que están luchando por sus hijos, por mi hermano y por todos los que nos han desaparecido. Gracias a ellos, que me dieron un empujón, yo estoy hoy buscando aquí.