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Las modalidades de guerra permanente contra la revolución boliviana

Fuentes: Rebelión

Evo Morales y el proceso de cambio en Bolivia están enfrentando, incluso desde antes que se ganara las elecciones de diciembre de 2005, diversos tipos de guerra en el más amplio sentido del concepto empleado ahora por los estrategas del imperio más poderoso que la humanidad haya conocido jamás. La afirmación del presidente Evo Morales […]

Evo Morales y el proceso de cambio en Bolivia están enfrentando, incluso desde antes que se ganara las elecciones de diciembre de 2005, diversos tipos de guerra en el más amplio sentido del concepto empleado ahora por los estrategas del imperio más poderoso que la humanidad haya conocido jamás.

La afirmación del presidente Evo Morales de que Estados Unidos le ha declarado la guerra al proceso de cambio boliviano es muy tajante y quizá en determinados sectores sociales sea interpretado como una exageración, sobre todo cuando se apela al concepto clásico del uso de la fuerza para derrotar al otro bando.

Pero cuando se hace referencia al concepto de guerra empleado desde los Estados Unidos a partir de la década de los 90, que no es otra cosa que la resignificación del concepto utilizado por Karl von Clausewitz-el jefe militar prusiano que derrotó a Bonaparte en la batalla de Waterloo-, las palabras del jefe del Estado Plurinacional adquieren sentido.

Para los departamentos de Defensa y Estado de EE.UU. la Guerra de Baja Intensidad -una de las tres modalidades de guerra definidas por la administración Reagan para preservar la hegemonía mundial estadounidense y hasta ahora vigentes-, es la combinación de diversas medidas políticas, ideológicas, mediáticas, económicas y militares para derrotar cualquier proceso social que ponga en peligro la dominación imperial en los países del Tercer Mundo, del que América Latina forma parte.

Pero a este concepto, resignificado a la luz de dos experiencias traumáticas para Estados Unidos: el triunfo de la revolución sandinista y la derrota en Vietnam, así como dentro de la llamada revolución conservadora se añade un segundo concepto, también redefinido a la luz de la realidad, en los manuales estadounidenses: el de victoria, que cambia radicalmente respecto del concebido en la clásica Doctrina de la Seguridad Nacional.

En la Doctrina de la Seguridad Nacional, cuyos orígenes se encuentran en la década de los 60, el concepto de victoria implicaba la derrota o aniquilamiento físico del enemigo, lo cual explica el por qué las Fuerzas Armadas locales -utilizadas por el imperio para el desarrollo de sus planes-, provocaran miles de muertos, desaparecidos y heridos en la instalación y defensa de las dictaduras militares o en la detención y asesinato de guerrilleros, como ocurrió con Ernesto Che Guevara y Marcelo Quiroga Santa Cruz en las décadas de los 60 y 80, respectivamente, por solo citar hechos bastante conocidos en Bolivia y el mundo.

En contraste con ese concepto restringido de victoria, la Guerra de Baja Intensidad lo amplía, pues desde inicios de la década de los 80, el triunfo implica lograr la derrota política del enemigo, es decir quitarle base social, minar moralmente sus fuerzas, aislarlo de la mayor parte del pueblo y, si además fuera necesario, golpearlo militarmente. La victoria, por tanto, es privarle a las fuerzas progresistas y revolucionarias de su natural base social, de la misma manera como se quita el agua al pez para que éste muera.

Con la resignificación de ambos conceptos -el de guerra y el de victoria-, el imperialismo puso en marcha en América Latina una nueva ofensiva político-militar destinada a «conquistar el corazón y la mente de las gentes» y eliminar la mínima posibilidad de proyectos contestatarios a su hegemonía.

Una de sus medidas no militares en el sentido clásico para garantizar la reproducción de la hegemonía estadounidense en la región ha sido la democracia controlada , cuya forma política en Bolivia fue la democracia de pactos . Esta implicaba aislar a las fuerzas socialdemócratas de la izquierda política y social más radical, incorporarlas al juego por el gobierno temporal (gobierno como tal) sin modificar lo central del gobierno permanente (el estado). Es decir, no alternativa pero si alternancia dentro del mismo proyecto de dominación.

Pero vayamos bajando en la aplicación de estos conceptos a la realidad boliviana de los últimos diez años, lo cual permitirá constatar que la afirmación de que Estados Unidos le declaró la guerra al proceso boliviano no carece de sentido. Desde una perspectiva más amplia puede decirse que se han desarrollado al menos cuatro tipos de guerra: mediática, económica, política y subversiva.

Si ubicamos los orígenes del proceso de cambio en el año 2000, cuando el bloque de las clases subalternas empieza a jugar un papel de dirección efectiva y real de la sociedad, en contraposición a los centros de poder institucionalizados cada vez más acorralados y deslegitimados, vamos a encontrar que la guerra contrainsurgente alentada por el imperio tuvo en mayo-junio de 2003 su máxima expresión, en un intento fallido de colocar a Hormando Vaca Diez como presidente del país.

Contra la revolución boliviana y su líder se han construido varias matrices de opinión: totalitario, permisible con el narcotráfico, aliado de los países que «promueven» el terrorismo y violador de los derechos humanos. Cada una de estas se han desarrollado en distintos momentos, aunque a veces se han articulado en una misma temporalidad. Es más, la campaña de desprestigio contra Morales se remonta a las elecciones de 2002, cuando el embajador estadounidense Manuel Rocha llamó a votar en su contra.

El instrumento más importante para la creación y difusión de estas matrices de opinión han sido los medios de comunicación, nacionales e internacionales, cuyas narrativas nos conducen a autoridades estadounidenses, a dirigentes políticos nacionales desplazados a un lugar secundario en la escena política, así como a analistas cuya concepción del mundo está reñida con la aspiración emancipadora de los pueblos. Pero sobre todo nos conduce a dos pilares fundamentales de la política exterior estadounidense y de su política doméstica: la guerra como mecanismo de dominación y el temor como dispositivo para la generación de consenso nacional.

En diciembre de 2009, por ejemplo, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, lanzó una advertencia contundente: «Estamos muy conscientes de la intención de Irán de ampliar sus vínculos con algunos países como Venezuela o Bolivia y solo podemos decir que realmente es mala idea para los países involucrados».

Las declaraciones de Clinton obviamente apostaban a crear temor y desinformación en la población de ambos países. EEUU no ha dejado de hacer campaña, como parte de los preparativos de una intervención militar hasta ahora no respaldada por Rusia y China en el Consejo de Seguridad de la ONU, para instalar en la mente de la gente a nivel mundial de que Irán está desarrollando armas nucleares con fines militares.

Lo que ninguna autoridad estadounidense dice, por razones obvias, que el estado iraní mantiene relaciones diplomáticas y comerciales con la mayor parte de los países de América Latina, con la sola excepción de unos cuantos, dentro de los cuales está Panamá.

La Casa Blanca también es la principal responsable de que Bolivia sea permanentemente asediada por el crecimiento de la producción y el tráfico de cocaína, sobre todo desde que el presidente Morales dispusiera la expulsión de la DEA en septiembre de 2008, acusada de llevar adelante tareas de inteligencia con fines políticos.

A partir de ese hecho político, que demostró la recuperación de la soberanía, Bolivia ha sido objeto de ataques permanentes. Estados Unidos ha descertificado al país en materia de lucha contra las drogas, a pesar que, por ejemplo, en 2011 es el país que más ha reducido -sin violencia y concertadamente- sus cultivos excedentarios de coca (12%) frente a Perú y Colombia -que no superaron el 3%- y el que más operativos antidroga ha desarrollado con bastante éxito, según el reporte de Naciones Unidas.

Otro de los hechos utilizados por EEUU para construir en el imaginario colectivo una montaña de sospechas sobre la relación del gobierno boliviano con el narcotráfico es la detención del general René Sanabria en la ciudad de Panamá, en febrero de 2011 en un operativo coordinado con la policía chilena.

Una semana antes de que se realizara el operativo de la DEA en Panamá contra Sanabria -que en el pasado fue un activo colaborador de la DEA-, un agente de apellido Tillery participó en una reunión secreta en la embajada estadounidense en La Paz, donde también estuvo presente el señor Rodney Delano Smith, alto oficial de la CIA en Bolivia, bajo fachada de Primer Secretario de la Misión estadounidense a cargo de asuntos regionales.

En esa reunión secreta en la embajada de Estados Unidos fue precisamente Delano, el que -luego de evaluar la situación- propuso a la oficina central de la CIA en Virginia la pertinencia de la operación detención de Sanabria en Panamá. De acuerdo a la información, Delano fue el encargado de planificar esta operación, que ya en una primera parte contó con la colaboración de agentes de la inteligencia estadounidense en Chile y con los propios organismos de seguridad del vecino país

En la mencionada reunión y a sugerencia de Tillery, se acordó la participación directa del oficial DEA radicado en Paraguay Andy Banks, en el operativo de detención de Sanabria. Banks es un viejo compinche de Tillery. Durante los años de 2007 hasta febrero de 2009 estuvo radicado como oficial de la DEA en Cochabamba, al igual que otros agentes de la DEA se dedicó más a la labor subversiva y de espionaje contra el gobierno popular de Evo Morales que a colaborar con las autoridades bolivianas para combatir el narcotráfico.

Por lo tanto, ya es muy claro que el general Sanabria, a quien la DEA tenía como un cercano colaborador, fue convertido de la noche a la mañana en un narcotraficante por los servicios especiales estadounidenses, con el objetivo de poder presentar un supuesto testigo de este nivel, que le permita a Washington montar una nueva campaña difamatoria contra el gobierno boliviano, alegando la existencia de supuesta corrupción y vínculos con narcotráfico en sus más altas esferas.

El segundo tipo o modalidad de guerra es la política. Le ha correspondido al embajador Philip Golberg, expulsado por el gobierno de Evo en septiembre de 2008, desarrollar una activa agenda con la oposición más violenta y ultraderechista, principalmente asentada en la entonces denominada la «Media Luna», conformada por los departamentos de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija, a la que luego se sumó Chuquisaca.

Golberg -un político con bastante experiencia en temas de desestabilización fue una de las principales figuras en la desarticulación de Yugoslavia y ahora es director de inteligencia en el Departamento de Estado-, mantuvo una estrecha relación con la dirigencia cívica opositora y alentó -según volvió a recordar Morales el 13 de octubre- el intento de golpe de estado, cuya apuesta era la división del país en dos (la Bolivia del occidente y la Bolivia del oriente).

Le ha correspondido al representante estadounidense organizar una entrevista clandestina a diputados de su país con la oposición, instruir a jóvenes ciudadanos norteamericanos el seguimiento de las actividades de los médicos cubanos y venezolanos, así como abrir el trabajo hacia las organizaciones indígenas con menos historia de policiticidad, como es el caso de la CIDOB y Conamaq.

Por tanto, esa guerra política contra el proceso de cambio adquiría a la vez la forma de guerra subversiva. Esta guerra, además de lo anteriormente explicado, ha ido desde el financiamiento directo con fondos de USAID a organizaciones políticas y sociales opositoras, así como ciertos movimientos de cierta naturaleza militar en el sentido amplio.

Si bien todavía no existe información suficiente sobre el grado de participación de los servicios secretos de Estados Unidos en la organización, planificación y ejecución del plan terrorista encabezado por el croata Eduardo Rozsá entre octubre de 2008 y abril de 2010, que consideraba incluso el asesinado de Evo Morales, la huída de muchos de sus protagonistas a territorio estadounidense tras la oportuna desactivación por parte de la seguridad boliviana, es un indicio muy serio de su presencia.

El grupo terrorista, integrado por otros extranjeros y algunos nacionales, mantenía una relación muy estrecha con altos dirigentes del Comité Cívico de Santa Cruz, los cuales a la vez tenían contactos muy frecuentes con la embajada de los Estados Unidos, aún después de la expulsión de Golberg.

Otra de las principales acciones de la embajada de los Estados Unidos dentro de la guerra subversiva ha sido el intento -desactivado por el gobierno boliviano- de traslado de armas, municiones y equipos de telecomunicaciones del departamento del Beni a Santa Cruz, el 27 de mayo de 2012, donde se usó un vehículo diplomático.

Pero a la guerra política hay que añadirle la guerra económica por doble partida. Por un lado, excluyendo a Bolivia de la aplicación de las preferencias arancelarias (Atpdea) y, por otro lado, alentando a principios del gobierno de Evo a que los sectores productores de Santa Cruz generaran un ambiente de desabastecimiento. A la primera se le respondió, desde el gobierno, diversificando mercados para los textiles con Venezuela y otros países del ALBA, pero también con Brasil y Argentina en menor medida. A la segunda se le respondió con la creación de EMAPA, una empresa nacional de alimentos encargada de desarrollar tareas de acopio y distribución.

No es poco entonces lo que el proceso de cambio ha tenido que enfrentar desde mucho antes de que Evo Morales se convirtiera en el primer presidente indígena de Bolivia y sería ingenuo pensar que el principal líder de la revolución boliviana no vaya a seguir siendo sistemáticamente asediado por todo tipo de guerras. En un primer momento se lo hizo para impedir su victoria, ahora se lo hace para evitar la consolidación del proyecto emancipador.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.