Indigna, claro, pero no debería sorprendernos que el gobierno de los Estados Unidos se sienta perplejo y sorprendido al enterarse de que, gracias a una acertada decisión de la presidenta, en la Argentina deben cumplirse las leyes argentinas; de la misma forma que dentro de la Unión hay que someterse a las normas que sancionan […]
Indigna, claro, pero no debería sorprendernos que el gobierno de los Estados Unidos se sienta perplejo y sorprendido al enterarse de que, gracias a una acertada decisión de la presidenta, en la Argentina deben cumplirse las leyes argentinas; de la misma forma que dentro de la Unión hay que someterse a las normas que sancionan los representantes y los senadores, y ejecuta el ocupante en turno de la Casa Blanca. Indigna, claro, pero no debería sorprendernos que las corporaciones mediáticas hegemónicas de nuestro país, conducidas por el Grupo Clarín y La Nación sean los voceros de semejante y descarada perplejidad; siempre lo hicieron aunque les ahorraré la tediosa tarea de leer la larga lista posible de antecedentes sobre la materia, incluso avalando acciones mucho mas infames que las de «un olvido» aduanero.
También indigna, aunque tampoco debería sorprendernos, que uno de los figurones de la dizque oposición más activos a la hora de solidarizarse con la causa del Departamento de Estado, criticar al gobierno nacional y echar leña al fuego en el entredicho diplomático haya sido Alfredo Atanasof, ladero arqueológico de Eduardo Duhalde, el fogonero mayor de todas las recientes y no tan recientes operaciones de desestabilización callejera contra las instituciones de la democracia.
Atanasof sabe del tema, y mucho: seis días antes de los asesinatos de Darío y Maxi en Avellaneda, en junio de 2002, se refirió al escenario de protestas sociales como una «suerte de guerra de unos contra los otros»; y ya con la operación masacre en marcha sostuvo que «los piquetes no hacen más que contribuir al caos», y que era necesario «impedir los cortes cueste lo que cueste». Fue el propio Atanasof quien, con otros funcionarios, se reunió entonces con Duhalde en Olivos, para analizar los informes de las fuerzas de seguridad en torno a los hechos que culminaron con la muerte de los dos militantes populares.
Esta historia no comienza con el patético soldadito estadounidense sentado sobre las valijas de sus jefes, en Ezeiza. Su primer capítulo data de fines de la pasada década de 1970, principios de la de 1980, cuando la estrategia de Washington para América Latina lee que, como consecuencia del giro incontenible hacia la concentración económica global y ante los desafíos tecnológicos en el campo de comunicación y de la transmisión de datos, el modelo de dictaduras previsto por la doctrina de Seguridad Nacional debía mutar en el de democracias vigiladas o controladas, programa que contiene su propio paradigma militar, el de la denominada guerra de baja intensidad.
Esa cuestión, con detalles teóricos e informativos (entre ellos documentos de la propia administración estadounidense), fue tratada en el libro Recolonización o independencia: América Latina en el siglo XXI (Norma, Buenos Aires), que con mi amiga y colega Stella Calloni publicáramos a fines de 2004. En esta ocasión sólo quiero referirme, en forma sintética, a dos de los múltiples vectores operativos que contempla el entramado estratégico definido por los marcos democracia vigilada o controlada y guerra de baja intensidad: el de la creación de focos permanentes de desestabilización frente a gobiernos que los Estados Unidos califican de no confiables de cara a sus propios intereses (lo son todos aquellos con programas democráticos inclusivos y de confrontación con las corporaciones, como es el caso de los argentinos desde 2003 a la fecha) y el referido al rol que juegan los medios de comunicación oligopolizados; recordemos que, acerca de este último ítem, el primero en reflexionar desde los centros hegemónicos fue el tan legendario como nefasto Henry Kissinger, tras la derrota político militar que los Estados Unidos sufrieran en Vietnam, a mediados de la década de 1970.
Los considerados focos permanentes de desestabilización están a cargo de grupos de choque y bandas delictivas capaces de crear situaciones de crisis o direccionar los que eventualmente puedan surgir en forma espontánea, hacia escenarios de confrontación con las autoridades gubernamentales. Esos focos operan como verdaderas células, cuentan con jefaturas políticas, entramados de complicidades hacia el interior de las fuerzas de seguridad y del Poder Judicial, y apoyos logísticos proveedores de recursos tecnológicos, financieros y operativos, entre ellos, armas y equipos de comunicación inteligente; las matrices sobre las que actúan son narcotráfico, crimen organizado e – ¡y atención con la categoría que sigue!- inseguridad urbana.
En ese marco, contar con dispositivo mediático afín es prioritario. El mismo tiene a su cargo la exposición permanente de los escenarios preestablecidos, de forma tal que lo que se caracteriza como «opinión pública» sea ordenado y disciplinado en relación con un sistema de sentidos funcional a la estrategia desestabilizadora general. De ahí, por ejemplo, la prioridad que para la agenda de los medios hegemónicos tiene el tema seguridad, a tal punto que sus baterías informativas no reparan en nada si de crear climas se trata, más allá de la veracidad y/o el volumen cierto de la información reproducida hasta el hartazgo.
Toda correspondencia entre el diseño estratégico referido en los párrafos anteriores y el bandolerismo político y las acciones de «inseguridad» reinstaladas en los últimos meses en diferentes territorios del país, nada tienen de casual; como tampoco es casual, sino que obedece a una lógica y a una red de compromisos hace muchos años establecidas, que en cada episodio concreto en el que aparecen algunos de los vectores de la trama democracia vigilada más guerra de baja intensidad, surja el nombre de Duhalde o de algunos de sus operadores de máxima cercanía.
Todo tiene una historia y esta comenzó, por lo menos, en 1988, en la órbita de la causa judicial número 2860, que se tramitó en el Juzgado Federal 1 de Mar del Plata a cargo entonces de Eduardo Julio Petiggiani, caratulada: «Averiguación por Infracción a la ley 23.737 (de estupefacientes)». En una de las escuchas telefónicas ordenadas por el juzgado, un sospechado de narcotráfico le decía a otro que pronto estarían tranquilos porque «el hombre» asumiría como gobernador de Buenos Aires. En Tribunales dedujeron que se trataba de Eduardo Duhalde; la documentación con dichas escuchas desapareció y luego Duhalde designó a Pettigiani secretario de Seguridad de la provincia.
En esa operación actuó la DEA, agencia supuestamente antinarcóticos pero verdadero cártel mayor de América Latina (ver otro libro de mi autoría: El color del dinero, Norma, Buenos Aires, 1999). Negoció con quien debió negociar y reclutó y formó a uno de los mejores exponentes de la estrategia estadounidense para nuestra región, tras el pase a retiro de la doctrina de la Seguridad Nacional. ¡Ahí están, esas son, las valijas que defienden Clarín y La Nación!
Fuente original: http://tiempo.elargentino.com/notas/las-valijas-de-estados-unidos