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Legalizar el delito y la ilegalidad como política de estado

Fuentes: Rebelión

En principio seguramente se coincidirá en que una lógica diferente y un nuevo tipo de conductas que respondan a una ética política basada en principios, constituye uno de los primeros requisitos y expectativas que se esperan en la administración gubernamental y el ejercicio público, principalmente en coyunturas de cambio y transformación. Es inimaginable pensar que […]

En principio seguramente se coincidirá en que una lógica diferente y un nuevo tipo de conductas que respondan a una ética política basada en principios, constituye uno de los primeros requisitos y expectativas que se esperan en la administración gubernamental y el ejercicio público, principalmente en coyunturas de cambio y transformación.

Es inimaginable pensar que se produzcan movilizaciones y revueltas sociales que no estén cargadas de la esperanza y un mandato popular para que se corrija, resuelva y encare los diversos problemas, lastres y actos de gobierno que se tuvieron en el pasado, pero bajo la condición de que se cumplan en nuevos términos y pautas que deberían estar en consonancia al ideario, los objetivos de transformación y la Constitución.

Frente a ello, que bien podría cuestionarse y criticar como un criterio ingenuo e idealista, la práctica política nos ha dado innumerables ejemplos como queriendo demostrar que la política y el ejercicio público, muy lejos de lo mencionado anteriormente, en realidad fuese «el arte de lo posible», e inclusive un instrumento totalmente despiadado para conservar y reproducir el poder y el gobierno (sin mencionar otros propósitos mucho menos loables). En consecuencia cabe preguntarse, cuáles son las bases y los límites éticos para reproducir prácticas, lógicas y políticas que corresponden a regímenes pasados de un orden social diferente y antagónico.

No continuaré explorando estas aristas filosóficas del asunto para dejar al lector sus propias reflexiones, pero valga compartir un arranque de estupor, al comprobar que no solo se han transgredido prohibiciones expresas o incumplido normas (que quizás pudieran justificarse bajo el argumento de que responden a una lógica y un modelo que se busca superar y/o corregir), sino que se han aprobado y promulgado leyes y normas que legalizan lo ilegal. Por tanto, al legalizar el delito, se termina premiando la impunidad.

Qué razones justifican y fundamentan semejante situación, todavía es una pregunta que sigue girando en mi mente sin una respuesta razonablemente convincente, sobre todo a la hora de marcar diferencias y encontrar referentes ejemplares respecto de un pasado y un tipo de prácticas políticas que buscamos desterrar… Sin embargo y como podremos constatar más abajo muy lamentablemente, los ejemplos no son pocos, aislados o intrascendentes, tampoco insignificantes. En realidad hacen a aspectos medulares de un proceso que se había propuesto cancelar privilegios e impunidad, restablecer la soberanía nacional sobre los recursos naturales y construir una alternativa al capitalismo depredador. Veamos.

El caso más reciente está relacionado con la ley minera que fue promulgada a pesar de innumerables pronunciamientos de rechazo de diversos sectores sociales y la convalidación de un carácter entreguista y antinacional. Además, esta ley se contrapone a los principios constitucionales de defensa y protección de los derechos de la Madre Tierra, los derechos ambientales y la elemental responsabilidad de evitar el saqueo, la enajenación y las prácticas de un extractivismo salvaje que enfrenta bolivianos hasta la muerte, al mismo tiempo de encubrir intereses privados y transnacionales que hacen de las suyas bajo el amparo de aquella obligación endosada al Estado para proteger e incentivar la inversión de capitales.

Y es que a pesar de nada menos que la «traición a la patria» que fue identificada por el Presidente Evo Morales, cuando constató que se continuaban entregando concesiones mineras y derechos de explotación a espaldas del control legislativo que manda la Constitución; resulta que ahora la nueva ley permite su legalización y funcionamiento, solo con el cumplimiento del eufemismo (requisito denominan) de la readecuación de contratos, cuando decenas y cientos de miles de hectáreas del territorio nacional entregadas en cuadrículas mineras, deberían ser revertidas a patrimonio de la Nación y ser sujetas de juicio y penalización por haber evadido lo que manda la Carta Magna.

Otro caso es el referido a la mal llamada ley de Apoyo a la producción y Restitución de bosques, por la cual se otorga un perdonazo y se legaliza la quema y deforestación ilegal de bosques y biodiversidad que había afectado una superficie superior a los 4 millones de hectáreas. Es más, cuando lo que correspondía era que aquellas grandes extensiones de tierras debían haber sido revertidas al Estado en vista de la flagrante transgresión e incumplimiento de la normativa agraria, y siendo que bien pudieron haber servido para resolver la problemática de los avasallamientos, ocupaciones violentas y la elevada demanda de tierras que aqueja a campesinos y colonizadores en todo el país; se decide regalarlas a propietarios y poseedores ilegales (nada menos que bajo el argumento de «promover» la reforestación), siendo que habían provocado tanto daño, con el único requisito de pagar una multa simbólica de 60 dólares por hectárea deforestada (420 bolivianos!). No hay que olvidar que este tipo de medidas no pudieron ser conseguidas ni siquiera en gobiernos neoliberales muy propensos a cumplir esta aspiración ilegal, y más bien tuvieron que dar marcha atrás en la aplicación de decretos supremos que pretendían favorecer aquellos grandes intereses y prácticas ilegales que se encontraban por detrás.

A ello se suman otras normas y disposiciones conexas como la Ley de Revolución Productiva (qué ironía), que permite y da luz verde al ingreso y uso de transgénicos en la producción agrícola, sabiendo que ello se encuentra en franca oposición a políticas responsables de seguridad y soberanía alimentaria, o de respeto a la Madre Tierra y el medio ambiente.

Otro ejemplo tiene que ver con la ley de Regularización de la propiedad urbana (No. 247 de Junio de 2012), que lejos de promover y lograr el saneamiento de viviendas urbanas y una tenencia que permita desterrar todas aquellas prácticas ilegales que buscaban legitimarse mañosamente; en realidad ha incentivado y agudizado el tráfico, la usurpación y los loteamientos clandestinos, cuya secuela más evidente se expresa por medio de pugnas, avasallamientos violentos y disputas por la propiedad de los inmuebles que enfrenta a ciudadanos, barrios y comunidades periféricas en varias ciudades del país.

También debe mencionarse aquella ley que ha permitido la llamada «nacionalización de vehículos», siendo que en realidad constituyó la legalización del contrabando y la adquisición ilegal de automotores (en muchos casos inclusive robados en otros países), en vista de que esta práctica se había convertido en la forma más común de acceder a un motorizado. El problema inicial estuvo relacionado con la cantidad estimada de vehículos que debían «regularizar» su situación, porque con el transcurrir del proceso se estableció que aquellas cifras estimativas divulgadas oficialmente, fueron inmediatamente desvirtuadas por las decenas de miles de automotores que se habían introducido al país ilegalmente. Desde entonces, la saturación de coches en todo el país no solo se ha traducido en grandes congestiones vehiculares en carreteras y ciudades, sino en una contaminación que se acentuó de forma alarmante. El problema es aún más grave, cuando se toma en cuenta el gran incremento que la circulación de estos vehículos ha supuesto para la subvención en el precio por el uso de carburantes que se ha multiplicado por la circulación de los vehículos chutos, y que se contradice totalmente con la recurrente intención gubernamental para cortar dicha subvención que afecta los ingresos del tesoro general de la nación. Además, debe mencionarse que la ley no parece haber cumplido con su propósito, porque solo en los Yungas de La Paz, ya se ha reportado la presencia y circulación de miles de automóviles que reclaman un nuevo «perdonazo», con amenaza de movilizaciones y bloqueos, para regularizar su situación ilegal.

Bajo esos términos y tomando en cuenta la forma cómo se ha encarado este cúmulo de ilegalidades e irregularidades heredadas del pasado, parece evidente que ha primado un enfoque practicista, acorde a intereses inmediatistas opuestos a la transformación esperada, antes que proponer soluciones de fondo y buscar un nuevo código de conducta, unos principios y nuevas prácticas acordes al mandato que el propio pueblo le había encomendado.

Esta constatación conlleva muchas preguntas, e inclusive la pertinencia de establecer responsabilidades orientadas a descifrar y determinar si este tipo de políticas podrá ser corregida o se mantendrá en el futuro; si la sociedad las ve con buenos ojos y ha tomado conciencia de sus implicaciones, o cuánto tiempo tardará hasta que decida interpelar y reclamar por la adopción de tales medidas.

 

Arturo D. Villanueva Imaña es Sociólogo, boliviano.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.