La retórica beligerante entre el oficialismo y la oposición pone en evidencia la ausencia de la política entendida como mediación. La situación puede ser analizada, y mejor comprendida, en un escenario marcado por el realismo político de la acción presidencial, dentro del parámetro teórico del populismo y el nacionalismo. Los pronósticos indican que a la […]
Los pronósticos indican que a la economía argentina le irá muy bien en 2006, aunque el crecimiento sea menor y deba convivirse con una inflación relativamente alta. La asechanza del aumento de precios, a la que consideramos (en un artículo escrito en esta revista hace un mes) como la única nube en el cielo del Gobierno, parece disiparse a medida que pasan los días. En verdad, no desapareció el problema «objetivo» de la inflación, y tal vez se acentúe, pero una lectura atenta muestra que si se valora el tiempo político como una sucesión de coyunturas (que bien puede durar un año o más) es probable que la administración Kirchner lleve las de ganar. Más allá de ese horizonte son pocos los que se atreven a pensar. (Y a otros no les interesa hacerlo).
¿Cuál podría ser el fundamento del éxito coyuntural del Gobierno? Para descubrir el fundamento, hay que identificar antes el objetivo. La meta de éste, como el de todo gobierno, es ganar las próximas elecciones y retener el poder. Ése es el eros que lo mueve y la razón de sus afanes. Y no está mal encaminado: numerosos logros lo atestiguan. Ahora bien, ¿bajo qué circunstancias es sustentable el objetivo?
Nuestra hipótesis, que por cierto no agota la cuestión, es que el proyecto de reelección (por ahora negado) se asienta en tres condiciones: 1º) que el crecimiento de la economía continúe y ofrezca a las clases media y baja más incentivos de los que les quita el aumento de los precios; 2º) que el Presidente siga ejerciendo férreamente su rol, con la retórica y la puesta en escena acostumbrada, de modo de ser percibido por aquellas clases (que reúnen a la mayoría de la población) como un defensor de sus intereses; y 3º) que el Presidente conserve credibilidad suficiente para poder echarle la culpa a otros si la situación se desmadra.
Si esas condiciones se mantuvieran, decimos, Kirchner (o su mujer llegado el caso, lo que parece poco probable) marcharía sin dificultades a la reelección. Esta sencilla fórmula (crecimiento/inflación + liderazgo + credibilidad), posee lógica y fuerza interna, más allá de las impugnaciones. Y ello al menos por cuatro razones: 1) el poder presidencial (y los subsidios y enjuagues que permanecen invisibles al ojo mediático) resulta eficaz para contener los precios en el corto plazo; 2) en ese lapso, la economía argentina seguirá creciendo (ni el economista más opositor lo negaría, si es honesto); 3) si el «corto plazo» alcanza para llegar a las elecciones presidenciales (programadas o adelantadas) el objetivo del gobierno se cumplirá; y 4) si antes de llegar a la meta la situación se complica, pero la credibilidad en el líder se mantiene, la culpa recaerá en «los enemigos del pueblo», dejándolo indemne.
Ahora bien, esta ecuación resulta decepcionante para los que contemplan la marcha rumbosa de las instituciones y examinan (no sin fundamentos) la consistencia de la política económica.
La fórmula bienpensante y sus aporías
El Consejo de la Magistratura, un órgano lento y discutido, pero emblemático de la «independencia de los poderes», acaba de caer con pena y sin gloria. El Gobierno, consciente de su poder y de la oportunidad, avanzó sobre él de modo arrollador. Pero sería ingenuo interpretar que sólo se trató de cercenar el Poder Judicial, lo que es cierto. También funcionó como un gran test de lealtades, forzando hasta límites impensados la ya debilitada adhesión partidaria opositora.
Dos máculas entonces para los que miran (o dicen que miran) la política desde los valores institucionales. Una, atribuible a la apetencia insaciable del kirchnerismo, que le quita atribuciones a un órgano que limitaba la injerencia del Gobierno en el nombramiento y la remoción de jueces; la otra, anidada en el propio corazón de la oposición: la quiebra de las lealtades que derivan de la pertenencia a un partido político.
Pero eso no es todo. La votación de la Magistratura volvió a mostrar una diferencia endémica de la política argentina: el peronismo votó casi unificado (ya alcanzará la eficacia de la máquina, cuando los pocos díscolos que quedan vuelvan al redil); en cambio, la oposición se disgregó, permeable a las promesas y amenazas del poder.
No todos, es cierto, actúan en política como los gobiernos. Queremos decir, matizando la afirmación inicial: no todos entran en escena para ganar elecciones y hacerse del poder. O no todos pueden lograrlo y, a veces, asimilan la retórica a su impotencia. En todo caso, y con matices, los opositores al gobierno cumplen hoy su papel: recuerdan la vigencia de los valores y las reglas en la política, en la sociedad y en la economía. En otras palabras: ponen el «deber ser» sobre lo que es. Recalcan la calidad de las instituciones y el consenso, las ventajas de la división de poderes, la consistencia de las políticas públicas, y las mieles de la transparencia.
¿Cuáles son los supuestos de los opositores? Podría describírselos así: 1) la calidad, la transparencia, y la mediación de las instituciones son la base del éxito político y económico de una sociedad; 2) el consenso democrático y «las políticas de Estado» resultan indispensables para el progreso y la equidad; 3) sin consenso y calidad institucional no fluyen las inversiones productivas al país; 4) el populismo y sus derivados (autoritarismo, corrupción, demagogia) son las peores asechanzas de la democracia.
La ecuación calidad institucional + consenso democrático – populismo es impecable. En verdad, resulta imposible no coincidir con ella. Pero algo hace ruido en la fórmula bienpensante. Y para acallarlo tal vez sea necesario no poner la paja en el ojo ajeno, o llegar a la lamentable (y elitista) conclusión de que «la gente no nos entiende».
En ciertas ocasiones la autocrítica es tan útil como el ejercicio físico después de un infarto.
Con ese espíritu, repasemos algunos supuestos. En primer lugar, y perdón por usar jerga, parece haber un mix insatisfactorio entre «idealismo» y «realismo» en la mirada opositora. Definiré en qué sentido uso aquí estos términos (sin compromiso filosófico alguno): «idealismo» es mirar el mundo priorizando cómo quisiéramos que éste fuera; «realismo» es mirarlo (y construirlo) según el pragmatismo y la conveniencia, pero también de acuerdo con las condiciones reales que exhibe, más allá de nuestro deseo o juicio moral.
Las resonancias de estas elementales precisiones son, como en un juego de espejos, inabarcables. Sólo repararé en las más trilladas. En primer lugar, es inevitable mentar la distinción weberiana entre actuar según fines y actuar según valores. Son dos formas teóricas de la acción racional con una diferencia clave: la primera va a los resultados; la otra refiere a una ética de valores. En segundo lugar, y en un plano más crudo y próximo, estas tipologías se han traducido (mal) en la Argentina por medio de una ironía dolorosa: unos (generalmente los peronistas) «roban pero hacen cosas»; los otros (radicales, etcétera) no ensucian (dicho en lengua culta) pero tampoco conducen a ninguna parte. Si ello fuera así, no estaríamos «condenados al éxito» como pontificó Duhalde en medio del descalabro, sino a la alternancia neurótica entre crecimiento sin ética y estancamiento con virtudes.
Por otra parte, los organismos internacionales (pos Consenso de Washington) han dicho también lo suyo. Se trata, hasta donde entiendo, de la idea de que la «gobernabilidad» está en función de la calidad de las instituciones y que ésta es un signo de progreso y accountability, lo que, según las nuevas reglas, constituye la carta de presentación indispensable en el mercado global de símbolos y capitales.
Pero las cosas no son tan sencillas. Sin abundar en argumentos, cabe recordar un factum que posee importante base empírica: muchos países progresaron y, por lo visto, progresarán en este mundo sin calidad institucional. O sin cumplir todas sus prescripciones. Y hablamos de países democráticos, no de dictaduras. Claro, podría discutirse si hay democracia sin «calidad institucional», pero mientras dilucidamos el interesante punto, la vida continúa y es posible que en tanto se desarrolla el Seminario, los pragmáticos estén enfrentando los problemas urgentes con su tosco realismo.
El que esté libre de pecado…
El idealismo es bello, pero resbaloso. No se tome esta frase y las consideraciones anteriores como una apología del pragmatismo inmoral. Pero la corrección política también debe ser sometida a examen. En política, como en muchos órdenes de la vida, buena parte de la acción se desenvuelve a través del discurso. No es novedad. Por eso «res non verba» resulta una prescripción ingenua. Los textos construyen la realidad tanto, y a veces más, que los «hechos». Sin embargo éstos, en última instancia, resultan decisivos.
¿Por qué lo digo? Porque asistimos a un festival de retórica beligerante entre oficialismo y oposición. De una retórica que demuestra lo poco que se ha mediado hasta hoy en la política argentina. El problema no es menor: política, para muchos, es mediación. Ahora bien: ¿qué hacen los actores cuando no hablan, no pelean, o no escriben? ¿Qué, cuando están entre bambalinas? ¿Qué, cuando, como le ocurre a los opositores, se retuercen de frustración porque tuvieron su oportunidad y se les escapó de las manos?
Elisa Carrió, cuya textualidad es paradigmática de los extravíos y aporías que discutimos, ha deslizado, después de perder las últimas elecciones, que la sociedad no está madura para entenderla. Ricardo López Murphy concluyó algo similar. Quizá tengan razón, pero también deberían preguntarse qué hicieron ellos y sus aliados cuando la sociedad sí los entendía. Y más aún: cuando los votaba. ¿Siempre la oposición «republicana» tuvo conductas acordes con la República? ¿Los radicales, acaso, se diferenciaron en los últimos años «radicalmente» del pragmatismo peronista, o practicaron, más de las veces que era conveniente, una mala imitación de los métodos del partido de Perón? Ahora salen a cazar brujas ante el desgarramiento doloroso que les infiere la Magistratura. No convence su moralismo; tampoco su aritmética: si en las actuales condiciones pretenden expulsar correligionarios, el Comité quedará vacío.
Tal vez sea útil reparar en el apotegma bíblico antes de salir a acusar. Emile Zola murió hace mucho y no admite imitadores. Amén de La Biblia, habría que atender también al realismo sanchopanzesco de López Murphy: «La oposición se rindió descalza y en calzoncillos». Parece un sinceramiento clave (¡al fin!).
Un marco teórico
Néstor Kirchner no es una rara avis de la política. Tampoco un innovador, ni un revolucionario. Su eficacia está descripta en los protocolos. El virus de su «enfermedad política» fue descubierto hace ya mucho tiempo. Y su antídoto también.
Por eso creo, y concluyo, que sería útil reconstruir el marco teórico que le cabe. Para confrontarlo con el de otras escuelas y estimar sus alcances y límites. Si no me equivoco, nuestro Presidente es un cultor típico del realismo político. No podemos desarrollar los supuestos de esta escuela aquí, nos limitaremos a mencionar a algunos de sus clásicos: Maquiavelo, que la fundó en la modernidad; Pareto, Sorel, Mosca, Schmitt, sus exponentes autoritarios; y Weber y Schumpeter, sus pilares en la era democrática. Recorrer sus páginas, sin prejuicios, puede ser esclarecedor para entender los tiempos de Kirchner y también, por qué no, los padecimientos de la oposición.
Un marco teórico no es necesariamente justificador, pero las escuelas, como las ideologías, dan que pensar. No se gastan ríos de tinta para fundamentar argumentos insensatos, así en la política como en la vida; no se combate en las guerras para morir sin explicación. No se es feliz ni se sufre sin fundamento. El realismo político, como el populismo y el nacionalismo son marcos que ayudan a entender al Presidente que tenemos. Permiten capturar el sentido de su acción.
Entender no es, necesariamente, aceptar. El realismo no triunfa sobre el idealismo. Resultados y valores seguirán su disputa mientras la racionalidad no sucumba. Y habrá que prestarles oídos. Y será indispensable, tarde o temprano, mediar entre ellos. De lo contrario, sólo veremos crecer patologías, estemos de un lado o del otro. O seguiremos acusándonos indefinidamente de los peores delitos.
El líder plebiscitario es un experimento político de cuño realista que, sabemos, no terminó bien en la democracia de Weimar. Kirchner, en esa línea, está imponiendo una legitimación de facto que arrastra al Parlamento y busca dominar la Justicia, pero sin vulnerar el fundamento aritmético de la democracia, que no es el único, pero es inexcusable. 40 por ciento a nivel nacional y 148 votos en Diputados lo demuestran. Se trata de un forzamiento cuantitativo de final imprevisible.
Ahora, decir que así empezaron muchas dictaduras es hacer trampa. Las condiciones históricas son absolutamente distintas. En lugar de musitar inexactitudes y rasgarse las vestiduras habría que indagar, entre otras cosas, por qué el partido «de las instituciones» se está rindiendo en condiciones humillantes.
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Eduardo Fidanza es Sociólogo, Director de Poliarquía Consultores.