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«Ley Sinde», la victoria de la mercantilización de la cultura

Fuentes: enlucha.org

El poder que tienen los mercados sobre nuestras vidas no se refleja sólo en la política y la economía; su imperio llega a muchos otros ámbitos de la vida cotidiana. La cultura y las artes pueden entenderse históricamente como formas de expresión que las sucesivas civilizaciones y sociedades han desarrollado con diversas intenciones. Aunque la […]

El poder que tienen los mercados sobre nuestras vidas no se refleja sólo en la política y la economía; su imperio llega a muchos otros ámbitos de la vida cotidiana. La cultura y las artes pueden entenderse históricamente como formas de expresión que las sucesivas civilizaciones y sociedades han desarrollado con diversas intenciones.

Aunque la inmensa mayoría de las obras que se conservan y se valoran actualmente eran exclusividad de las élites sociales de aquellas épocas, se sabe que siempre ha existido una cultura popular de tradición oral, probablemente muy rica, pero de la que a duras penas podemos disfrutar hoy en día. Con la llegada de la industrialización y la posibilidad de imprimir copias masivas de textos grabar sonidos e imágenes (estáticas primero; en movimiento más tarde), el acceso a la «cultura de las élites» se convirtió en algo habitual por cada vez más personas, aunque las clases populares nunca dejaron de cultivar su propia cultura.

Durante la segunda mitad del siglo veinte, la economía de mercado llega a su máximo esplendor, y el capitalismo de consumo extiende sus tentáculos por todas partes, convirtiendo todo lo que toca en mercancía. La cultura no ha sido una excepción.

Algunas empresas comenzaron a alimentarse de artistas que, al tener cierto éxito, podían generar muchos beneficios gracias a la grabación y la copia masiva (y posterior venta) de sus obras en todo el mundo. Este proceso se pervirtió hasta el punto de que la «cultura popular» ha sido casi monopolizada por estas industrias, mayoritariamente por las de origen estadounidense. Ya no es la calidad de los artistas lo que les hace obtener éxito, sino su rentabilidad; el marketing que las empresas hacen de una obra (o, como ya se denomina sin tapujos, «producto cultural») es lo que crea al artista. En pocas palabras, la cultura popular ha muerto. Ahora se llama «pop».

Sin embargo, nunca han desaparecido las iniciativas culturales alternativas al sistema de mercado, y la copia y distribución de obras artísticas (ya sean fotocopias de libros, cassettes de música, cintas de vídeo…) entre amigas y conocidos han estado en el orden del día en las últimas cuatro décadas. Con la aparición de internet los años 90, la grabación casera ha pasado a ser un enlace al que todo el mundo con una conexión a la red puede acceder. La idea de «compartir» ha ampliado su significado: ahora la comunidad va más allá del grupo de amigos y amigas que se copian libros; pueden ser gente de diferentes países que nunca se verán las caras, pero unidos por una misma manera de entender la cultura, y el cable telefónico.

Este fenómeno tiene una explicación muy sencilla y un origen muy claro, por el que ya hemos pasado en el fugaz viaje histórico de este artículo: el arte no se puede encarcelar, las notas de una canción no se pueden adiestrar y hacer dóciles para se queden dentro de un disco de plástico y no se muevan de allí nunca más. La cultura es, en sí misma, libre, porque proviene de un momento y de las personas que participan. El arte no puede ser un producto, y este fue el gran error de planteamiento del sistema: intentar encajarlo en la lógica de mercado originó una contradicción (otra más del capitalismo), que ha podido sostenerse hasta que Internet lo ha deslumbrado de manera flagrante. Desgraciadamente para las grandes «multinacionales de la cultura», muchas veces el arte sí se puede transformar en «bytes». Y los «bytes» suelen ser escurridizos y promiscuos.

Ahora la Ley Sinde quiere acabar, en nombre de la propiedad intelectual, con las webs que facilitan las descargas, batallando desesperadamente para mantener un modelo cultural que se ha mostrado obsoleto, y con una norma que se acerca peligrosamente a la censura y a la violación de la protección de datos personales. A pesar de la «doble intervención judicial», incorporada al pacto entre Gobierno, PP y CiU que finalmente permitirá la aprobación de la ley, la potestad de decidir cuándo un contenido de la red se debe eliminar recae sobre un órgano ejecutivo, la Comisión de Propiedad Intelectual. Aunque un juez debe intervenir en la acusación, sólo podrá aprobarla o denegarla, valorando la forma pero nunca el fondo.

Hemos presenciado una vez más cómo el color político no importa cuando se trata de subordinarse a las leyes del mercado, y además la derecha ha sido lo suficientemente hábil para apuntarse una victoria, haciendo ver que ha «moderado» la ley con un mayor control judicial sobre el cierre de webs, que en la práctica no tiene ningún efecto.

Se puede decir que este es un caso paradigmático de la historia reciente del capitalismo: o bien el mercado se adapta a los cambios transformándolos en beneficios, o utilizará todos los medios a su alcance para detenerlos -incluidos los poderes políticos de los estados.

Aquellos y aquellas que creemos que se ha de poder disfrutar libremente de la cultura no podemos hacer más que felicitarnos por la plataforma que ha supuesto internet, no sólo a la hora de compartir las obras «comerciales», sino sobre todo para dar a conocer proyectos culturales y artísticos que parten con unos medios limitados y sin apoyo de la industria. Seguramente gracias a ello, la «cultura popular» está ahora un poco más cerca del pueblo, guste o no a quienes nos gobiernan.

Diego Garrido es militante de En Lucha.

 

http://enlucha.org/site/?q=node/15661