La confrontación política es la que crea líderes en estos tiempos, le complementa su capacidad de convocatoria, su arraigo social como adición a una personalidad que se forjó en la contienda y a pesar de triunfos parciales sigue luchando.
Para un líder toda victoria es parcial. No surge en su trayecto a la cima ganando batallas sino perdiéndolas. No reivindica exigencias sociales, las expone. Encabeza luchas que no siempre gana.
Del conflicto surge la imagen y no de la conducción hacia la victoria. Es la fricción con el contrincante lo que fortalece su vanguardia y le otorga permanencia, mientras haya quienes disparen contra ese objetivo, los ataques lo fortalecen como centro de la contienda y no como instrumento de lucha. Así es el liderazgo de este siglo, se crea en la batalla y sigue en campaña, de ahí su fortaleza, pero eso no lo entienden sus contrincantes, no saben que se alimenta del fuego enemigo. Come lumbre y aparenta rezar por el enemigo.
Así, por ejemplo, López Obrador es el líder del despojo, le cometieron fraude electoral en por lo menos dos ocasiones, le quitaron el fuero, en su vida personal perdió una esposa, en su vida política; ya en el poder, lo despojan de los espacios en los medios convencionales, lo despojaron de dos candidatos ganadores en plena campaña, Guerrero y Michoacán, obra pública saboteadas, proyectos bajo amparos, quieren despojarlo de la democracia, etc.
Morena, tiene su secuela de despojos también, que van desde multas inexplicables, candidaturas robadas, curules secuestradas, presidencias municipales arrebatadas, espacios en los foros políticos usurpados, en las preferencias del INE. La similitud entre el despojo del líder y del partido, los hace indisolubles, una sola historia, aunque haya caminos paralelos o diferencias al interior del partido.
Los ataques fortalecen el liderazgo personal pero no dejan de desgastar las acciones, las obras y a su equipo, los cuales son como restos de la batalla ganada, aunque no siempre totalmente triunfantes. Mientras los desgastes constantes, persistan mostrarán que la fuerza no doblega, la que vence es la razón, de ahí el paz y amor, el abrazos no balazos, que, a su vez, provocan críticas cada vez más agresivas, con lo que se fortalece el liderazgo de quien los envuelve en un juego de palabras para revertir los embates que en realidad son el disfraz de la provocación velada pero contundente.
El liderazgo en México se consideró un esfuerzo individual, solitario, un sacrificio personal del tradicional esquema estadounidense del ser que se hace a sí mismo, self-made man, que en un país sin cultura y sin más historia que las de las guerras e invasiones, creó una ideología que persiste aún después de más de 150 años.
Irrumpir en la política con un estilo diferente de liderazgo no es nuevo sino propio de nuestras tierras. Más allá del esfuerzo personal, individual, competitivo que nos impuso la invasión cultural del vecino del norte y anteriormente la española, el liderazgo en México mantiene arraigo y solidez, profundiza en su identidad que muestra su fortalece en la práctica. Las derrotas son aparentes cuando se avanza sobre el terreno enemigo, o se ganan votos que el contrincante no creía perder.
Así, las recetas de la cultura anglosajona no funcionan en los países latinos. El liderazgo no es una actitud sino una serie de actitudes, no es una palabra sino un discurso en la historia personal y social del espacio donde impera.
Estamos también contaminados con el hecho de que el líder es a quien siguen, como si fuera guía de Boy Scouts en el campo o como si la sociedad fuera un grupo de animales que sigue al jefe de la manada.
Otro de los factores es el discurso, que tratan de meter con calzador, lo mismo al cajón del populismo, del liberalismo, del comunismo, del conservadurismo. Cuando en realidad son tiempos de inclusión, hasta voluntaria en el hecho de liderar, y por lo tanto de gobernar.
El lenguaje, o sea el discurso desde su vieja manera de interpretar está definido en la figura, el tono, la voz, y hasta en el contenido. Difícilmente estas conjunciones entran en el cajón de los preceptos del pasado.
La idea de seguir a un líder se convierte ahora en la capacidad de convocatoria. El líder no invita a sus simpatizantes a un objetivo preciso sino a la comunicación directa de la fortaleza común y recíproca. El líder es fortalecido por la sociedad que lo sigue y la que lo rechaza.
La idea es ver el liderazgo desde una perspectiva menos acartonada, que salga de los cursos de liderazgo empresarial que los empresarios en el poder le impusieron, y que ningún líder le tema a la libertad de ir más allá de las reglas imaginarias que el pasado impuso como sus condiciones o fortalezas.
La lucha permanente por la transformación de la realidad es lo que hace un líder, no el afán de mantenerse como tal, a través del discurso, el seguimiento de derroteros sin consenso social, ni el protagonismo individualista que encumbró e hizo sucumbir a la mayoría de los dirigentes políticos.
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