La Anses informó el viernes que no habrá que presentar las pruebas de viudez, una delirante medida que alguien tomó en algún escritorio cuando le dijeron que hay que reducir el rojo fiscal. Me alegra esta marcha atrás, que me confirma un alto funcionario de esa dependencia, ya que el comunicado es bastante confuso. La […]
La Anses informó el viernes que no habrá que presentar las pruebas de viudez, una delirante medida que alguien tomó en algún escritorio cuando le dijeron que hay que reducir el rojo fiscal. Me alegra esta marcha atrás, que me confirma un alto funcionario de esa dependencia, ya que el comunicado es bastante confuso. La marcha atrás era lo único razonable.
Mi mamá Alicia (Lizzi), 103 años, ciega, nunca se enteró de que en su último recibo de cobro de la pensión figuraba la leyenda: «presentarse en Anses a actualizar datos de matrimonio o convivencia con el titular del que deriva la pensión».
Es que con mi hermana Evelyn decidimos no decirle nada porque iba a significar una especie de tsunami. A los 103 años empezaría a pensar, seguramente sin acordarse, dónde tiene guardada la libreta de matrimonio de 1938. O dónde está el certificado de defunción de nuestro padre, muerto en 1968. Y, sobre todo, pensaría que va a perder la pensión, que tendría que depender más de nosotros, los hijos, que no iba a tener plata para mandar a comprar algo rico para invitarnos cuando la vamos a visitar a su casa o darle una propina a escondidas a una enfermera.
Me pregunto: ¿los funcionarios no saben que nuestros padres o abuelos viven al borde del abismo? No digo sólo por motivos económicos, digo porque cualquier cosa que mueve el delicado equilibrio en el que viven se convierte en una catástrofe y ellos -vulnerables por donde se los mire- piensan que no podrán superar ese nuevo obstáculo. Es obvio que mi mamá -por la ceguera hace dos años que no sale de su casa- no hubiera podido ir a Anses. Y ni hablemos de hacer una cola como las que vimos en la tele en los últimos días en medio del frío. Ni siquiera los hijos, que batallamos para que esta larga sobrevida tenga algo de confortabilidad, merecíamos que nos pusieran otra barrera más.
Ya se ha dicho. Para que le den la pensión a mi mamá, ella tuvo que presentar todo lo que le piden ahora: la libreta de matrimonio, el certificado de defunción y seguramente verificaron los aportes que hizo mi papá por su trabajo durante todos y cada uno de los años de su vida. Muchachos, busquen ustedes la documentación, porque en algún lugar la tienen. Si hay una irregularidad, intervengan, pero verifiquen ustedes. Era una locura hacer ir a nuestros padres y abuelos.
Mi mamá nació el 18 de mayo de 1914. Cuando tenía 24, trabajaba en una cafetería de Viena como cajera. Pero Hitler anexó Austria y le notificaron que debían despedirla «por razones raciales». Emprendió la emigración, junto a mi papá, sin saber ni una palabra de castellano y con 20 dólares en el bolsillo. Sus padres quedaron en la tumba del campo de concentración de Auschwitz, adonde llegaron en un tren el 11 de octubre de 1944. Ese mismo día los mandaron a la cámara de gas. Y pese a no tener plata ni idioma ni la protección de sus padres, como muchísimos otros inmigrantes, se hicieron un camino aquí, lograron mandar a sus hijos a la universidad a la que ellos no pudieron ir y, además, construyeron asociaciones, clubes e instituciones hermosas en las que nos criamos. A personas como mi mamá y cientos de miles parecidos, que le pusieron semejante garra a la vida, no se las debe molestar más. Ni con las pensiones ni con los medicamentos ni con recortes en el PAMI ni con aumentos de tarifas.
El gran escritor Petros Markaris, creador de novelas policiales que se dan durante la crisis griega, arranca Liquidación Final con su personaje central, el comisario Kostas Jaritos, encontrando cuatro jubiladas muertas en un departamento. Dejaron una nota. La transcribo, sin comentarios.
«Somos cuatro mujeres jubiladas, solas en el mundo. No tenemos hijos ni perros. Primero nos recortaron la pensión, nuestra única fuente de ingresos. Después tuvimos que buscar a un médico privado para que nos recetara nuestro medicamentos, porque los médicos de la Seguridad Social estaban de huelga. Cuando por fin conseguimos las recetas, en la farmacia nos dijeron que no servían porque la Seguridad Social les debe dinero y que tendríamos que pagar las medicinas de nuestro bolsillo, de nuestra pensión recortada. Nos dimos cuenta de que somos una carga para el Estado, para los médicos, para las farmacias, para la sociedad entera. Nos vamos, así que no tendrán que preocuparse por nosotras. Con cuatro jubiladas menos, mejorarán sus condiciones de vida».