Vivimos tiempos aciagos donde indígenas de la Montaña de Guerrero han fallecido por COVID-19 en Estados Unidos. El sueño de regresar alguna vez al terruño solo se cumple para algunos con el regreso de sus cenizas.
Estamos presenciando una crisis sanitaria a nivel planetario y el colapso de la infraestructura de los servicios de salud. En síntesis, no es más que una crisis profunda de los derechos humanos. En este contexto, Tlachinollan ha dado cuenta de 53 indígenas de la región que han muerto por el virus del SARS-CoV-2. En entrevista el Secretario de los Migrantes y Asuntos Internacionales del estado de Guerrero afirmó que hay más 2.399 mexicanos fallecidos en Estados Unidos. Poco más de 230 personas fallecidas de Guerrero. El 15 de septiembre de 2020, llegan tres urnas con cenizas a la Montaña. Los sueños quedaron truncados.
Es el caso de Luis Alejandro Manuel, de origen Na Savi, de la comunidad de Ixcuinatoyac, municipio de Alcozauca. Nació el 10 de junio de 1984. Sus padres, Aristeo y Catalina tuvieron seis hijos y dos hijas, pero el segundo de sus hijos falleció hace cuatro años después de llegar de Estados Unidos. Luis era el mayor de los hermanos.
Hace 21 años su tío, quien ya trabajaba en Estados Unidos, lo convenció para que se fuera a trabajar y ante la falta de empleo en la región, ante las carencias económicas de la familia, decidió ir por el camino de ese sueño americano. Se fue entre los 14 o 15 años de edad. Al inicio trabajó lavando platos en un restaurante. Sin embargo, “en los últimos años sólo sabíamos que estaba en Nueva York, pero no supimos donde trabajaba”.
Con el dinero que mandaba logró hacer una casa, pero su sueño fue construir un piso más para regresar y hacer su vida en estas montañas. Era soltero. Sólo quedó la casa sin que él la habite. Falleció el 19 de abril de 2020, mientras que su papá dejó este mundo el 11 de abril. El dolor de la familia fue mayor.
“Me siento sola con el dolor por lo que me ha pasado. El mundo se me desmorona, ni siquiera sé dónde meter mano con mi situación económica”, dice Doña Catalina, la mamá de Luis.
Por su parte, Agustín Villanueva Pantaleón, originario de Zalatzala, hablante del Náhuatl, falleció el 4 de mayo de 2020 por Covid-19, pero ingresó al hospital por una enfermedad gastrointestinal. Sin embargo, ya en atención médica el diagnóstico salió positivo por coronavirus. Tardó 40 días entubado, aún pensaba en sus tierras y en su familia.
Sus sueños se desmoronaron en el último suspiro. Era de los que migraba y volvía a su lugar de origen porque la añoranza de su matria le tintineaba a cada segundo. Siempre migró intermitentemente por cuatro años, primero se fue cinco años, volvió a su comunidad y regresó. Los últimos dos años y medio sólo volvieron sus cenizas. A sus 63 años de edad aún tenía la esperanza de “poder terminar una casa que estaba haciendo y vivir dignamente”. Al año mandaba 250 mil pesos para su familia. Trabajó en un restaurante lavando platos y también se dedicaba a la jardinería.
Lo que anhelaba era juntar un poco más de recursos económicos y regresar a su comunidad, disfrutar de la paz y la tranquilidad del campo, de las montañas. Su ombligo lo llamaba a estar donde nació. Su vejez quería pasarla con el canto de las aves cuando el alba despunta y el grito de los grillos al caer la noche.
Sus 5 hijos, tres mujeres y dos hombres lo recuerdan en el trabajo del campo, sembrando maíz, calabaza y frijol.
Esos sueños. Esas esperanzas de mejores condiciones de vida como una alternativa a la pobreza, nos sumergen en el pensamiento concerniente al olvido al que se tiene a las comunidades indígenas por parte de las autoridades mexicanas; por un sistema económico y de poder que oprime a los que menos tienen posibilidades de florecer como humanos. El ejemplo: Miguel González Cásares, fallecido en Nueva York el 3 de abril de 2020, es uno de los que se atrevió desde los 15 años de edad cruzar la frontera para poder vivir dignamente. Hace 7 años sólo vino a visitar a su familia en la comunidad de Igualita, Guerrero. Él nunca tuvo la intención de volver a la Montaña porque temía morir de hambre, además tiene 7 de hijos y una vida que seguir en esos rascacielos. A sus 46 años dejó este mundo. Fue el mayor de 11 hermanos, 8 hermanas y tres hombres. Una de las hermanas más chicas comentó que cuando recibieron la noticia de que había fallecido “fue cómo si nos hubieran derramado agua fría. Ahora estamos tranquilos de saber que sus cenizas están con nosotros”. La pobreza desterritorializa, pero no termina con las identidades ni con el pensamiento, sobre todo con la añoranza de volver en algún momento al terruño. La ruta de las cenizas, es la migración de las y los indígenas de México.