El mundo tomó conciencia de los usos de Internet, pero avanzó tímidamente. Tribunales y el Congreso norteamericanos declararon «intrusivo» el programa de la NSA y la ONU sostuvo que la vigilancia masiva constituía una violación de los DD.HH.
Desde París
Ni los filósofos ni los sociólogos, ni el más progresista de los analistas o pensadores patentados de izquierda o de derecha habían visto o admitido el abisal agujero que se estaba tragando nuestra intimidad y nuestros derechos. Cuando alguien osaba advertir que el enemigo dormía en casa, que Internet se había convertido en un planetario terreno de expoliación de datos, lo que recibía como respuesta eran calificativos poco amables o descalificaciones semejantes a «usted no entiende la época». Había, incluso entre los más incendiarios antagonistas de los imperios de Occidente, una suerte de pacto silencioso: el juguete de la red bien valía la libertad, los secretos y los datos que le entregábamos. Julian Assange supo entrar con sumo coraje en el cuadrilátero de la denuncia sobre la obscena cruzada contra nuestras vidas que ciertos Estados y los operadores de Internet venían llevando a cabo, pero nadie lo escuchó. La propaganda se puso en marcha y el fundador de Wikileaks pasó a ser un errante que perdía su legitimidad. Hasta ese día milagroso de principios de junio de 2013 cuando, a través del periodista norteamericano Glenn Greenwald y del diario británico The Guardian, la voz del ex analista de la CIA y de la NSA Edward Snowden destapó la sordera globalizada y dejó al descubierto la vigilancia mundial más gigantesca de la historia de la humanidad. Por medio del programa Prism, la NSA norteamericana y sus aliados agrupados en el grupo Five Eyes (Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia, Nueva Zelanda) mantenían a las sociedades humanas bajo un masivo y exhaustivo control.
Y no estaban solos. Google, Apple, Yahoo, Facebook, los operadores de telefonía móvil, las multinacionales especializadas en cables submarinos también contribuían con el suministro de información. Las empresas privadas en quienes depositamos nuestra confianza nos estaban cobrando por la espalda una factura secreta. Transcurrieron exactamente dos años y muchas cosas han cambiado, aunque sea tímidamente. En un texto publicado el 6 de junio por varios diarios de Occidente (Libération, The New York Times, Der Spiegel y El País), Edward Snowden recordaba lo que sintió cuando la aplanadora de sus revelaciones se puso en marcha: «En privado, hubo momentos en los que temí que hubiésemos puesto nuestras confortables existencias en peligro por nada, temí que la opinión pública reaccionara con indiferencia y se mostrara cínica ante las revelaciones. Nunca estuve tan feliz de haberme equivocado». Como se puede saborear, Snowden, a quien Estados Unidos retrató como un «traidor» y las izquierdas mundiales casi como una escoria porque era norteamericano y ex miembro de una agencia de Inteligencia, conserva un sano optimismo. Desde su exilio en Rusia, Snowden piensa que las cosas han realmente cambiado. En su enumeración positiva, este ilustre exiliado moderno destaca el hecho de que el programa de la Agencia de Seguridad Norteamericana (NSA) para rastrear las llamadas telefónicas haya sido declarado «intrusivo» por los tribunales y refutado por el Congreso. Para Snowden, «el fin de la vigilancia de masa de las llamadas telefónicas en virtud del US Patriot AC (legislación ultrapermisiva adoptada en Estados Unidos luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001) es una victoria histórica para los derechos de cada ciudadano y la última consecuencia de una toma de conciencia mundial». Se pueden agregar otros pasos más: la ONU declaró que la vigilancia masiva constituía una violación de los derechos humanos; Brasil irrumpió en la escena organizando una cumbre sobre la gobernabilidad digital al cabo de la cual se adoptó la primera declaración sobre los derechos de Internet (Marco Civil); las compañías como Google, Face- book o Yahoo introdujeron dispositivos de seguridad en sus sistemas para proteger mejor a sus clientes y, un poco en todas partes del mundo, se crearon grupos de acción y de reflexión. Edward Snowden nos forzó a ver lo que nos negábamos a mirar de frente.
Pese al afán de Snowden, se avanzó poco. Las opiniones públicas parecen no haber integrado la profundidad del mal y los autoproclamados progres del mundo siguieron navegando con Google como si nada, intercambiando fotos y secretos por Facebook, en suma, regalándoles a las empresas del imperio que manejan como nadie las tecnologías de la información el mapa completo de sus vidas, la compleja trama de sus amores y relaciones. Todo gratis. Faltan más acción, más ruido, más conciencia y participación. Falta que esos eternos privilegiados que son los intelectuales muevan sus neuronas morales y amplíen las bases de sus principios para incluir Internet en sus reflexiones y sus luchas. Falta que desbloqueen los inamovibles y admitan que la era digital y la relación asidua que mantenemos con ella han creado una suerte de democracia digital que también es preciso defender tanto como el derecho a la expresión, el sindicalismo, la libertad, la justicia, el matrimonio igualitario o la militancia contra la miseria, la violencia y la explotación. Porque en esa democracia digital se violan a cada momento esos principios.
Hoy, la prerrogativa de entender lo que está ocurriendo realmente en el corazón de la red está en manos de muy pocos. Seis o siete autores -todos jóvenes- en el mundo detentan la capacidad de pensar ese mundo virtual y las innumerables formas con que, desde la capitalización de nuestros innumerables clics hasta el uso de algoritmos para controlar nuestras vidas, un volumen consecuente de los derechos adquiridos en el mundo real desaparece en el virtual. El Muro de Berlín se vino abajo hace un cuarto de siglo; Marx es indispensable, pero no existía Internet en su época. Es preciso volver a pensarlo todo porque, para empezar, las empresas que nos ofrecen lazos sociales tienen un contrato exclusivo con los servicios secretos. El terrorismo de corte islamista les dio a las agencias de seguridad un cheque en blanco. En su nombre, nos siguen espiando vergonzosamente. Francia, por ejemplo, acaba de votar una de las leyes más intrusivas y violadoras de la historia moderna (ver recuadro). Nunca como ahora los Estados se habían interpuesto con tantos medios entre nosotros y el mundo. Es pura y moralmente desastroso, un acto de barbarie contra las libertades y la intimidad humana. Internet es una creación fabulosa, una llave genial para explorar los laberintos de la vida, del conocimiento, de los otros. Pero la están corrompiendo. La usan como un arma contra nosotros.
Snowden piensa no obstante que no todo está perdido. Según escribe en su texto, «asistimos al nacimiento de una generación posterror (atentados del 11 de septiembre) que rechaza una visión del mundo definida por una tragedia particular». Los Estados de Occidente, sin embargo, definen sus políticas en relación con esa tragedia. Esto equivale a controlar el planeta porque son esos Estados quienes detentan las claves de la tecnología. No hay ninguna duda de que, en este preciso momento en que usted, lector, llega a estas líneas a través de una página de Internet, alguien, en algún lado, sabe que usted las está leyendo.