Los recientes resultados municipales en la provincia de Mendoza dejaron en claro que la izquierda tiene una oportunidad inédita para crecer en votos y en apoyo social. Sólo el exitismo previo desdibujó parcialmente un resultado a todas luces histórico en una ciudad tradicionalmente «conservadora». Pero los partidos que componen el Frente de Izquierda y de […]
Los recientes resultados municipales en la provincia de Mendoza dejaron en claro que la izquierda tiene una oportunidad inédita para crecer en votos y en apoyo social. Sólo el exitismo previo desdibujó parcialmente un resultado a todas luces histórico en una ciudad tradicionalmente «conservadora». Pero los partidos que componen el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT, trotskista) harían mal en leer los avances que le permitieron armar un bloque de tres diputados nacionales, ganar la primera minoría del Concejo Deliberante en Salta, y avanzar en las urnas en gran parte del país, como una tardía confirmación de la «estrategia correcta» surgida de las profundidades de una historia teleológica.
Los resultados del FIT responden en gran medida al vaciamiento ideológico del centroizquierda, que le permitió al trotskismo levantar casi en soledad las banderas de «la izquierda» (un significante que sigue gozando de gran popularidad). Eso significa que muchos votantes le dieron estrictamente una oportunidad que deberá ser revalidada en la actividad política y parlamentaria. Se trató de un escenario coyuntural propicio que la izquierda supo aprovechar: muchos de los votos fueron por sus virtudes y muchos otros por el hartazgo con la vieja política y las alianzas forzadas (como la de Pino Solanas para ser senador); eso explica que el dogmatismo fuera leído, esta vez, como coherencia, y se haya traducido en votos por el trotskismo de sectores ideológicamente moderados (que no dejaron de serlo). El desafío para la izquierda es, por eso, consolidar votos que no provienen de un proceso de «radicalización de las masas» (aunque digan que el paro docente es una prueba contra esta columna).
Como demostró el Papa Francisco, basta un poco de «humildad» para reconstruir una Iglesia milenaria y desprestigiada. Pero esta a menudo no abunda ni siquiera en las discusiones al interior del FIT.
El problema es que la izquierda ha dado un enorme salto -sindical, estudiantil y político- sin abandonar la «forma secta» (como la denominó Horacio Tarcus). Sólo así puede comprenderse que cada discrepancia -como las posiciones divergentes sobre la conveniencia de armar un bloque único o un interbloque, la huelga policial o la convocatoria a un congreso sindical combativo- acabe en una catarata de acusaciones e insultos cruzados desde la prensa partidaria, que por suerte para el FIT pocos de sus potenciales votantes leen. Ni siquiera el gran éxito del frente ha logrado construir confianza personal y camaradería revolucionaria entre sus integrantes. Cada quien en la alianza se cree en posesión de la verdad en su sentido ontológico y busca crecer a costa de sus aliados.
La radicalidad de los partidos del FIT se confunde a menudo con mero «reivindicativismo» -incluyendo la forma casi mítica con que se recubre a menudo a la huelga general, cargada de resonancias sorelianas. El «salarialismo» es importante para la izquierda, que debe defender las condiciones de vida de los trabajadores, pero no puede impedir pensar proyectos emancipatorios más amplios. De ahí la curiosa dificultad que los candidatos del FIT encuentran cuando son interrogados acerca de qué socialismo quieren. Eso impide sin duda el arraigo cultural más profundo de la izquierda, que en muchos sentidos desprecia la batalla cultural -como se ve con la poca creatividad y las sobreactuación ideológica de un trotskismo universitario que controla gran parte de las facultades de la UBA.
El ethos militante trotskista se construyó en la adversidad, en la que ciertas dosis de soberbia parecían indispensables para enfrentar el entorno hostil, primero el stalinismo y más tarde la hegemonía neoliberal. Hoy la situación es diferente: grandes masas de trabajadores y jóvenes miran con expectativa a la izquierda radical y la ponen en un lugar cuantitativa y cualitativamente diferente. Pero la construcción de un «trotskismo popular» sólo podría cristalizarse si la izquierda logra reinventarse a sí misma, acabando con la cultura vertical, autorreferencial, catastrofista e «iluminada», y habilitando formas organizativas capaces de contener la diversidad de amplios sectores que comenzaron a confiar y a votarla. En síntesis, se trata de construir pensamiento y cultura emancipatoria sin «viento de la historia», confiando en que las nuevas prácticas sociales y políticas comiencen a cambiar al mundo nuevo que deberá surgir en las entrañas del viejo. Una autotransformación de la izquierda conlleva riesgos, pero el esfuerzo por evitarlos con fortalezas (ideológicas y organizativas) sitiadas ya sabemos que es muy efectivo para resistir en soledad pero poco eficaz para «aguantar» el crecimiento.