A Ricardo Piglia despedirse de la gente le parece ridículo. «Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver», dice en uno de sus diarios. El escritor pasó sus últimos años trabajando sobre los 327 cuadernos en los que registró su vida. De esa tarea «demencial» surgieron tres libros. El primero, sobre su formación, será publicado en los próximos días. A través de los testigos de su producción literaria, el cronista Hernán Arias traza el perfil de uno de los más importantes escritores vivos de la lengua castellana.
-Estoy muerta de hambre -dice-. Trabajé hasta recién con Ricardo y me olvidé de almorzar.
-¿Piglia vive por acá?-.
-Sí. Acá cerca-.
Luisa Fernández es mexicana, psicóloga de profesión, y está en la Argentina cursando una maestría. Hace casi dos años se deshizo de todo lo que tenía en el DF para venir a estudiar a Buenos Aires. Fue una decisión audaz que alarmó a sus familiares y amigos: Luisa no conocía a nadie en esta ciudad. Como un salvavidas, una de sus amigas le dio el número de teléfono de Beba Eguía, la mujer de Piglia, a quien conocía de Princeton, para que acudiera a ella si necesitaba algo. Sola en Buenos Aires, Luisa la llamó, le habló de su situación y Beba la invitó a su casa. Ahí lo conoció a Piglia. «Cuando la iba a visitar, veía a Ricardo siempre trabajando con una disciplina tremenda», recuerda. Beba y ella pasaban las tardes charlando y, al final del día, Piglia se acercaba y se sumaba a la conversación. Así empezó su amistad, que tomó un cariz diferente el día que Beba le propuso que empezara a trabajar con Piglia, quien había decidido ordenar y transcribir las anotaciones de los cuadernos en los que llevó, durante más de cincuenta años, su Diario.
Luisa confiesa que nunca hubiera imaginado que Piglia la iba a tomar como asistente, porque «siempre estaba solo con su trabajo». Sin embargo, entre ambos hubo una sintonía especial, lo que les permitió llevar adelante juntos una tarea a la que Luisa califica al mismo tiempo como «demencial» y «muy divertida».
-Al principio podíamos llegar hasta las dos o tres de la mañana trabajando -dice-. Pero era un trabajo tan apasionante que no lo veíamos. En algún momento Ricardo me decía: «No sé cómo fue que llegamos a esta hora… ¿Cómo fue que escribimos tanto?»-.
Piglia dictaba y Luisa escribía, y en esa dinámica transcurrían las horas.
-El ya había intentado pasar los cuadernos en limpio -cuenta-, porque el proyecto del Diario siempre estuvo en el horizonte, y eso aparece en algunas anotaciones del mismo Diario. Pero yo creo que no lo hizo porque se sentía muy cerca de los acontecimientos, de la experiencia, y por otro lado porque estaba involucrado en otros proyectos-.
Ese Diario, compuesto de decenas de cuadernos, al que Piglia en sus declaraciones siempre puso en el centro de toda su producción, se remonta al origen del escritor.
El primer recuerdo de Ricardo Piglia es el de su abuelo Emilio sentado en un sillón de cuero, aislado, ausente, con un libro en la mano. Evocando esa imagen, Piglia escribe: «Parecía dormido con los ojos abiertos». Esa misma tarde, ese niño de tres años se sube a una silla y saca de la biblioteca un libro azul. Sale a la calle y se sienta en la vereda con el libro abierto sobre las rodillas.
Vivía en Adrogué, donde había nacido el 24 de noviembre de 1941, cerca del ferrocarril, y cada media hora pasaban frente a su casa los pasajeros que habían llegado en el tren que iba desde Buenos Aires. El niño estuvo sentado ahí, como si leyera, hasta que una larga sombra se reclinó sobre él y le susurró que tenía el libro al revés. Era uno de los pasajeros del tren, y Piglia cree hasta hoy que ese hombre debió haber sido Borges, que en aquel tiempo solía pasar los veranos en el Hotel Las Delicias de Adrogué. «¿A quién, si no a él -se pregunta Piglia-, se le puede ocurrir hacerle esa maliciosa advertencia a un chico de tres años que no sabe leer?».
Aunque era zurdo, su maestra de primer grado lo obligaba a escribir con la mano derecha. Así lo convirtió en un «zurdo contrariado»: alguien que usa la derecha para escribir y la mano izquierda para todo lo demás. Otra maestra de la Escuela N°1, la señorita Yolanda, organizó un concurso en la clase de lectura: los niños debían leer en voz alta y el que se equivocaba quedaba eliminado. Sobre ese recuerdo, Piglia anota: «La competencia de las lecturas desde el principio».
El día que cumplió siete años, una amiga de su abuelo, Natalia, que había llegado de Italia y hablaba sólo en piamontés, le regaló su primer libro: Corazón, de Edmundo de Amicis. Al dárselo, Natalia le dijo algo que él no alcanzó a comprender; de ese instante sólo conservó el recuerdo de sus ardientes labios rojos. Poco tiempo después, empezó a estudiar inglés con Miss Mackenzie, viuda de un empleado del ferrocarril que había publicado en La Prensa unas traducciones de textos del naturalista y escritor William Hudson.
Miss Mackenzie le dio para leer un libro de ese autor sobre los pájaros del Plata, y una tarde lo llevó en bicicleta a conocer Los 25 ombúes, la casa natal de Hudson que quedaba a unos pocos kilómetros de Adrogué.
Tenía dieciséis años cuando empezó a cortejar a Elena, una compañera de la escuela. Y caminaban por una calle arbolada cuando ella le preguntó qué libro estaba leyendo. Piglia, que según sus propias palabras «no había leído nada significativo desde los tiempos del libro al revés», había visto en la vidriera de una librería un ejemplar de La peste de Albert Camus.
«La peste, de Camus», le dijo. Elena le preguntó si se lo podía prestar. Piglia compró el libro, lo arrugó un poco, lo leyó en una noche y al otro día se lo llevó al colegio.
Unos meses más tarde, en marzo de 1957, su padre, que era médico, decidió que se mudarían a Mar del Plata. El año anterior había estado preso por salir a defender a Perón después del golpe de Estado del 55. Ahora, en Mar del Plata, el amigo de un amigo le ofrecía un lugar donde abrir el consultorio.
«Me acuerdo del silencio de los últimos días -escribe Piglia-. De los amigos de mi padre que venían a medianoche a despedirnos. La cara esquiva de los que intentan darse ánimo y no encuentran las palabras». El joven Piglia experimentó ese viaje como un destierro. No quería irse del lugar donde había nacido porque no concebía que se pudiera vivir en otro lado. Por esos días, en una habitación medio vacía durante los preparativos para la mudanza, tomó un cuaderno y empezó a escribir su Diario.
En una de las primeras entradas, anota: «Jueves 3. Nos vamos pasado mañana. Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver».
También en marzo, pero de 1965, Ricardo Piglia se mudó a Buenos Aires, aunque no del todo. Alquiló una pieza en el Hotel Almagro, en Rivadavia y Castro Barros, pero seguía trabajando en la cátedra de Introducción a la Historia en la Universidad de la Plata, donde había estudiado, por lo que también mantenía en esa ciudad una pieza de pensión. Pasaba tres días en La Plata y el resto de la semana en Buenos Aires, donde terminaba de escribir su primer libro, Jaulario, que obtuvo una mención en el Premio Casa de las Américas en 1967, y empezó a colaborar en la editorial de Jorge Álvarez, que lo contrató para que preparara una colección de literatura norteamericana. Esa colección de novelas policiales se llamó Serie Negra, y fue la primera de su tipo hecha en Latinoamérica.
El escritor y sociólogo Horacio González, actual director de la Biblioteca Nacional, recuerda haber encontrado por primera vez el nombre de Piglia a mediados de los años sesenta en publicaciones que circulaban por la Facultad de Filosofía y Letras, en la antigua sede de la calle Viamonte. Primero como director de una revista política que se llamó Literatura y Sociedad, y de la que circuló un solo número. Después como firmante de algunas notas de la revista Los libros, publicación a la que Piglia llegó a dirigir. «Recuerdo especialmente una nota que me impresionó mucho -dice González- que era una crítica de Hombres de a caballo, de David Viñas. Creo que abría el primer número. Me pareció sumamente original. Ahí lo comencé a considerar un crítico fuera de lo común. Como a mí me interesaba el esquema Literatura/Sociedad, consideraba a Piglia la manifestación más evidente». Por esos años el nombre de Piglia también estuvo vinculado a la revista de izquierda Liberación, de la que González recuerda una extensa entrevista a Juan Carlos Portantiero.
En 1976, después del golpe de Estado, Horacio González estuvo seis meses detenido, primero ilegalmente y luego sometido a un Tribunal de Guerra. Una vez liberado se exilió en Brasil, en la ciudad de San Pablo, donde vivió hasta diciembre de 1983. Allí recibió, en 1981, un ejemplar de la novela Respiración artificial, publicada un año antes por la editorial Pomaire.
«Me causó la impresión de que entonces se cerraba un ciclo de escrituras oscuras», recuerda González. Quien junto con un grupo de exilados se propuso llevar a Piglia a Brasil para que diera una conferencia. El propio González viajó a Buenos Aires para hacerle la propuesta. Se encontraron en el bar La Ópera, en la calle Corrientes. Era la primera vez que se veían, y Piglia aceptó el ofrecimiento. Además de la conferencia, en Brasil Piglia fue entrevistado por el diario Folha de Sao Paulo, y Respiración artificial recibió una entusiasta crítica en la revista Leia, firmada por Davi Arrigucci Jr.
-El mundillo literario de Brasil había sido alertado por esta novela que, en la medida en que intentábamos describirla, nos parecía que daba un corte con lo que se venía escribiendo -dice Horacio González, a quien, por otra parte, de Respiración artificial le gusta mucho el personaje de Lazlo Malamüd, el traductor húngaro que había aprendido el español leyendo el Martín Fierro, y sólo lo hablaba citando versos de ese poema. -Preanuncio de discusiones muy actuales, ¿no?-, sonríe.
También el escritor, crítico y editor Luis Chitarroni conoció a Ricardo Piglia a comienzos de aquella década. «Él era ya aliviadamente mítico en los tempranos ochenta -dice Chitarroni-, y lo era de un modo muy sobrio. No me acuerdo si nos encontramos en La Ópera o en el Petit Colón para hablar de El corazón de junio, de Luis Gusmán, con Gusmán. Después tuvimos una relación más cercana, porque Richard es muy amistoso y gentil y de una extrema llaneza, que borra cualquier distancia.»
Por esos años Luis Chitarroni era editor en Sudamericana, y le encargó una nueva colección de novelas policiales, que se llamó Sol Negro. Al mismo tiempo, en 1988 Piglia reedita también en Sudamericana Respiración artificial, y publica además Prisión perpetua, un volumen donde aparece la nouvelle que le da título al libro e incluye el relato «Notas sobre Macedonio en un Diario», texto que preanuncia su trabajo sobre la obra y la figura de Macedonio Fernández en La ciudad ausente, su segunda novela, de 1992.
Durante la primera mitad de esa década, antes de emigrar a los Estados Unidos para trabajar como profesor en la Universidad de Princeton, Piglia se dedica junto con otros académicos al estudio y la revisión de la obra de Macedonio, un autor al que considera central en el desarrollo de nuevas formas de narrar y de leer dentro de nuestra tradición, creador de una nueva poética de la novela.
Año 1995. Como todos los lunes, Mónica espera el colectivo que la llevará hasta el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la UBA. En su bolso tiene un ejemplar del Museo de la novela de la eterna, un cuaderno, lápices y un mapa de la ciudad. A la misma hora, en otros barrios de Buenos Aires, otros diez académicos están en la misma situación, ansiosos por llegar. Saben que, sentado a la mesa de un aula del Instituto, los espera Ricardo Piglia. Desde ese lugar, cuenta Mónica, Piglia imaginaba meticulosamente el recorrido de cada uno de los integrantes de esa comunidad a la que él mismo -y por eso mismo- bautizó Colectivo 12. Veinte años después de aquellos encuentros, Mónica dice:
-Lentamente nos transformamos en una verdadera comunidad macedoniana. Como los personajes del Museo que llegan a la Estancia y dejan de ser quienes son en la ciudad, llegábamos al Instituto para ser otros, integrantes de un proyecto donde discutíamos nuestros trabajos en un pie de igualdad: todos leíamos todo y criticábamos de la misma manera todas las intervenciones.
Mónica Bueno es Doctora en Letras y su tesis sobre la obra de Macedonio fue dirigida por Ricardo Piglia. Juntos, además, organizaron el primer Homenaje a Macedonio Fernández en la ciudad de Mar del Plata, donde los integrantes del Colectivo 12 presentaron un avance de su trabajo, que luego aparecería bajo el título Diccionario de la novela de Macedonio Fernández, un volumen prologado por Piglia y publicado en el año 2000 por el Fondo de Cultura Económica.
Luis Chitarroni también reconoce la influencia que Ricardo Piglia ejerció sobre su comprensión de la obra de Macedonio, a quien él «había leído muy distraídamente, como un forastero.»
-Gracias a los dos Ricardos (Zelarayán y Piglia) pude advertir ‘la operación borgeana’, que acarrea el ninguneo, y que ambos supieron, sutilmente, denunciar. Recuperé así la escritura, el estilo macedoniano, que nunca es macedónico, que está y no está ahí, en un combinado acerbo y austero en cuya fórmula, irrisoria e inapresable, resulta tan importante la acreditación y el descrédito de la ausencia. Macedonio es como el sigilo de un gato que uno teme pisar a sus espaldas, y que en realidad es un fantasma, que hace rato se ha ido al cuarto de al lado, donde alguien tiene la misma sensación.
Sobre el final de la película Macedonio (1995), de Andrés Di Tella, Ricardo Piglia lanza una premonición: «Macedonio está en la ciudad. Él escribió la obra del porvenir. Sus libros transcurren en el futuro. El siglo próximo será macedoniano». Una idea que repitió años más tarde en una conversación con Roberto Bolaño, convencido de que en este siglo los proyectos creativos de los autores van a resultar más importantes que las obras, como sucedió con Macedonio Fernández.
Al preguntarle al escritor, guionista y crítico literario Alan Pauls si piensa que se cumplirá esa premonición, dice: «Es posible. Si el arte conceptual ya infiltra la lógica de la economía, la tecnología y la información, ¿por qué no habría de afectar la de la literatura?» Pauls leyó por primera vez un libro de Piglia estando de vacaciones, enfermo, sin poder ir a la playa. El libro pertenecía a otro huésped de esa casa frente al mar, y el único recuerdo que conserva de aquella experiencia es el deseo de seguir leyendo. Poco tiempo después, Pauls conocería personalmente al autor de ese libro, cuando seguía los cursos privados de teoría literaria que dictaba Josefina Ludmer.
-En ese momento, Josefina y Ricardo vivían juntos en un departamento de la calle Viamonte, yo ya estaba escribiendo ficción, unos cuentos. Había leído Nombre falso en las vacaciones del 75 y había quedado completamente hechizado por el libro, así que vía Josefina conseguí encontrarme con Ricardo y pasarle algunos de esos textos. Muy pronto se organizó una especie de academia familiar: la madre China era la teoría, el padre Ricardo la ficción (y todos los híbridos posibles), yo, el discípulo más privilegiado del mundo.
Piglia, Ludmer y Pauls empezaron a encontrarse una vez por mes en los bares La Ópera o en Los Galgos, y en esos encuentros Piglia le pasaba listas de libros para leer, sobre todo de literatura norteamericana. Pauls cree que lo más importante que aprendió, como escritor, de Piglia: «Es a leer, que es lo que uno aprende siempre de un gran escritor».
Como lo hizo con Macedonio Fernández, Piglia también transformó para siempre la percepción que los lectores tenemos de la obra y la figura de Roberto Arlt. En el prólogo que escribió para sus Cuentos completos, Piglia dice que una tarde el escritor Juan Carlos Martini Real le mostró unas fotos del velorio de Arlt, y que de esas imágenes la que más lo impresionó fue la del féretro colgado en el aire con sogas, suspendido sobre la ciudad. Según Piglia, habían armado el ataúd en la pieza, pero tuvieron que sacarlo por la ventana con aparejos y poleas porque Arlt era demasiado grande para pasar por el pasillo.
«Ese féretro suspendido sobre Buenos Aires -escribe Piglia- es una buena imagen del lugar de Arlt en la literatura argentina.»
Esa foto nunca existió. Tampoco hubo que sacar el cadáver de Arlt por la ventana el día de su muerte, como lo deja en claro Roberto Bolaño en su artículo «Derivas de la pesada». Piglia simplemente inventó esas imágenes para que comprendamos mejor y de manera contundente -en un golpe de vista- la dimensión de esa obra y de su autor.
-Ricardo barajó de nuevo la literatura argentina con un par de golpes maestros -dice Alan Pauls-: puso en el centro de la escena a Borges y a Arlt juntos (cuando antes no se podían ni ver, y los que leían a uno no podían leer al otro, caso «Contorno»), los hizo de algún modo leerse, inventó media docena de ideas sobre ellos que prendieron de una manera asombrosa (quizás ese éxito le haya jugado en contra, en el sentido de que lo ‘oficializó’ demasiado, o demasiado pronto) y después, cuando hasta sus detractores las repetían sin darse cuenta, se puso a leer los márgenes del sistema. No sé si hay en la cultura argentina post peronismo alguien de quien se pueda decir eso. ¿Viñas, tal vez?
El agente literario Guillermo Schavelzon conoció a Ricardo Piglia en los años 60. Tenía 19 años, trabajaba en la editorial Jorge Álvarez y Piglia aparecía de vez en cuando por ahí.
-Álvarez le encargaba trabajos editoriales, colecciones, alguna traducción. Siempre se olvidaba de pagarle y al final le daba cheques para que fuera cobrando en las semanas siguientes -cuenta Schavelzon.
En esa editorial Piglia publicó su primer libro, La invasión -que reunía los cuentos de Jaulario y sumaba uno inédito. Pero fue recién varios años después, cuando Schavelzon vivía exilado en México y llegaron a la librería Gandhi algunos ejemplares de Respiración artificial, que tuvo la certeza de que ese antiguo empleado de Jorge Álvarez «sería un gran escritor.»
En 1997 Ricardo Piglia protagonizó un hecho polémico al recibir el Premio Planeta por su novela Plata quemada. Se lo acusó de haber tenido un contrato vigente con la editorial, y de haber cobrado el dinero del premio -cuarenta mil pesos- en el marco de ese contrato. Guillermo Schavelzon era el editor responsable de aquel concurso. Hubo un fallo judicial que condenó al escritor y a la editorial a pagar una indemnización de diez mil pesos a Gustavo Nielsen, otro novelista que participó de la premiación, por considerar que existían «demostradas muchas circunstancias» que revelaban «la predisposición o predeterminación del premio en favor de la obra de Piglia».
A dieciocho años de aquel episodio, Schavelzon lo recuerda como «un hecho muy triste, intrascendente a nivel internacional, un ataque a Piglia tan absurdo, quedó como un escándalo de la farándula, no afectó su credibilidad ni su calidad. Lo que podría agregar sería penoso hacerlo».
Schavelzon recuerda que el jurado que premió Plata quemada estaba integrado por Tomás Eloy Martínez, Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti y María Esther de Miguel. «Un editor que había trabajado hasta unos meses antes en Planeta aprovechó un reclamo equivocado de un joven escritor confundido para montar esa campaña desde una revista que al poco tiempo dejó de existir. En fin, un episodio para-literario que a Piglia y a mí nos unió mucho más. Atravesar estas situaciones enriquece, aprendí mucho de lo que no era nada nuevo, la desesperación de algunas personas por sus diez minutos de gloria, a cualquier precio», explica.
Sobre la calidad de la obra que quedó envuelta en aquella polémica, Alan Pauls no tiene dudas: «Plata quemada me parece un libro espectacular, poderoso y -para lo que venía haciendo Ricardo entonces- muy audaz.»
También Horacio González la considera una obra valiosa: «Plata quemada me parece una de las mejores novelas de Piglia. Un caso real que él escribe a la manera de una leve gauchesca. Tiene un policía tomado un poco del policial negro, el policía como un crítico literario frustrado, que no percibe su potencialidad para criticar la cultura capitalista. De modo que hace un comisario escéptico sin ningún contacto con la literatura, pero todo lo que dice son frases literarias de condena a su propia experiencia, a su propia vida y a la vida de los demás, y lamentando tener que cumplir ese papel, que revela un destino».
A la socióloga, ensayista y docente María Pía López, actual directora del Museo del Libro y de la Lengua, en cambio, Plata quemada no le gustó tanto. López prefiere algunos cuentos, a los que considera «excepcionales», pero sobre todo rescata el recurso de Piglia de dejar en sus novelas «momentos de cuentos, como en La ciudad ausente. O en su última novela, El camino de ida (2013), que me pareció deslumbrante: es un texto de gran intensidad donde está poniendo un pensamiento en juego, sobre las instituciones, sobre la universidad, sobre los lenguajes culturales, y al mismo tiempo con una trama también de enigma».
López destaca además la importancia de Respiración artificial: «Fue lo primero que leí de Ricardo, hace como veinticinco años, y me pareció un gran texto. Me gustaba mucho la dificultad de clarificar hasta dónde había ideas de ensayos críticos y hasta dónde eso estaba planteado en un plano más ficcional. La debo haber releído hace unos diez años. No tengo lecturas recientes de esa obra, y sin embargo me acuerdo mucho de esa novela. Es uno de esos textos que producen un impacto enorme».
¿Cuál es la marca fundamental de la ficción de Piglia?
«La melancolía y la Historia -dice Alan Pauls-, que quizás sean lo mismo. Todo lo que ha escrito me parece tocado por una congoja perpleja, la de quien constata, una vez más, que algo importante está en ruinas, y a la vez por el entusiasmo del que piensa que siempre hay una manera de que eso resucite. ‘Eso’ pueden ser experiencias, ideas, procesos, pero para Ricardo sobre todo son formas.»
En 1999, Ricardo Piglia publicó Formas breves, un conjunto de textos a los que él mismo definió como «los primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura». Puesto a elegir entre los libros de Piglia, Luis Chitarroni se queda con él: «Me gusta Formas porque es una combinación que demuestra no sólo que Ricardo es un gran escritor sino un formidable editor de su propia obra (la Antología personal es otro ejemplo). En ambas se advierte el nivel de nomadismo y canjeabilidad de muchos de los textos. Ese aspecto modular de la obra de Piglia es el que rectifica y realza la modernidad asombrosa del proyecto, ya que la escritura, sin negarla, permanece modestamente aticista, firme y reticentemente clásica.»
Por otra parte, Chitarroni cree que en la literatura argentina Ricardo Piglia ha economizado y refinado «la expresión».
-La escritura acá tiende a ser un poco desbocada y cerril -dice-, damos por sentado y cierto el valor de lo que tenemos que contar, ‘caramba, tenemos algo que decir’. Ese principio periodístico, por enaltecerlo de algún modo, prevalecía y prevalece aún. Hay quienes incluso denigran ‘la teoría’: una veleidad, un devaneo universitario. Esa franqueza, esa zoncera directa parece facilitar la relación con el lector, identificarlo con la acción (como si fuera necesario). Acá, donde un señor amable y cano, de barba, enseñó a pensar que la posibilidad es una ficción si uno sabe amar cada uno de los detalles; acá, donde Silvio Astier y Remo Erdosain supieron hacer de las suyas sin suplicar los garantes y avales de la realidad, presente siempre, y por añadidura irrenunciable. De buenas a primeras, y perdiendo de vista la literalidad, Ricardo nos enseñó, sin melancolía, a dar un paso atrás-.
De un modo tangencial, Horacio González parece acordar con esta lectura de Chitarroni.
-Piglia es un gran autor de ficciones que las disfraza de observaciones que podría hacer un crítico literario incluso de una universidad norteamericana -dice-. Pero ese personaje, que es un crítico literario, está fuertemente hundido en las formas más profundas de la ficción. Entonces hay una conjugación entre ficción y teoría que es de las más interesantes, y después un distanciamiento de la materia que narra. Eso está en Juan José Saer también, aunque de una manera diferente. Hay una cuestión con el desprendimiento, con el desapego de la materia que se narra, con lo cual ésta parece más sólida y el narrador parece lejano a los acontecimientos.
María Pía López conoció personalmente a Ricardo Piglia cuando éste volvió a vivir a Buenos Aires, después de jubilarse en la Universidad de Princeton en el 2010. A partir de ese momento trabajó a su lado tanto en la preparación de las clases que Piglia dictó en la Televisión Pública, Borges por Piglia y Escenas de la novela argentina, en el 2013, y también formó parte del equipo que adaptó Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, para la serie que se emitió este año por el mismo canal. La idea de adaptar esas novelas para la televisión fue de Piglia, quien volvió de Estados Unidos convencido de que había que hacer ficción para la TV, y esa idea terminó de cuajar durante una cena después de la filmación de la última clase de Piglia sobre Borges.
-Dedicamos el último tramo de la noche a imaginar cómo iba a ser la adaptación de Los siete locos -dice López-, y lo que resultó fue bastante parecido a lo que se charló ahí. Esa noche Ricardo planteó que había que darle mucha importancia al comentador, que en la novela de Arlt es una nota al pie de página, o un par de notas, y convertirlo en un personaje central de la serie. Y que ese comentador tenía que parecerse un poco al Rodolfo Walsh de Operación masacre.
En las reuniones que luego mantuvieron cada quince días para preparar la adaptación, a María Pía López la sorprendió la capacidad de Piglia para trabajar con las imágenes: «Tenía muy pensada la obra literaria, pero también la imagen. Es alguien que piensa todo el tiempo en relación con la imagen, y eso le daba una velocidad interpretativa cuando estábamos discutiendo la serie.»
En los últimos años Ricardo Piglia recibió numerosas distinciones, entre las que se destacan el Premio Rómulo Gallegos en 2011, por su novela Blanco nocturno (2010), el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en 2013, y recientemente el Premio Formentor de las Letras 2015. Pero según su agente literario, Guillermo Schavelzon, lo mejor de su obra está por venir. La editorial Anagrama publicará Los Diarios de Emilio Renzi, una novela en tres tomos -de los que aparecerá uno por año- escrita en base al Diario que Piglia llevó desde aquel día en que su padre decidió que se mudarían de Adrogué. Esta semana, Andrés Di Tella estrenará el documental 327 cuadernos, en el que registra la vuelta de Piglia a la Argentina y el proceso de edición de ese Diario.
Luisa Fernández ya terminó su café con leche y del muffin sólo quedan unas migas en el plato.
-¿Qué fue lo que más la sorprendió de Piglia durante el tiempo que duró el trabajo de transcripción?
-Su tenacidad, y el compromiso que tiene con esa elección que él hizo por la literatura -dice-. Lo más importante que yo he vivido con él es aprender lo que significa para uno, en la vida, comprometerse con sus elecciones. Eso es lo que más me ha marcado-. En el mes de abril, Ediciones de la Flor emitió un comunicado en el que informó que Ricardo Piglia padece Esclerosis Lateral Amiotrófica, y pidió apoyo a través de firmas para acelerar el acceso a un nuevo tratamiento. En el bar, Luisa no habla del tema.
-Para Guillermo Schavelzon, Los Diarios de Emilio Renzi se va a convertir en la obra más importante de Piglia, ¿está de acuerdo con esa opinión?-.
Luisa piensa algo que prefiere callar. Tal vez haya recordado la dedicatoria que aparece en ese libro: «A Luisa Fernández, la musa mexicana.»
-Uno puede ver ahí al escritor -dice después-. Cómo se va construyendo, navegando entre adversidades, cómo va haciéndose escritor. Transformándose a partir de una elección de vida. Y también es el registro de hasta dónde puede llegar un hombre.
*Las imágenes de los diarios pertenecen a «327 cuadernos», el documental de Andrés Di Tella.
Fuente: http://www.revistaanfibia.com/cronica/los-cuadernos-de-piglia/