Tenía que ser como fue: en Cochabamba. En el centro de Bolivia, que es el centro de Sudamérica. Fue la VII Cumbre de la ALBA. Siete países signaron el acta. Así se proclamaron los derechos de la Madre Tierra. No se trata del medio ambiente. No es cosa de reducir las emanaciones tóxicas, impedir la […]
Tenía que ser como fue: en Cochabamba. En el centro de Bolivia, que es el centro de Sudamérica. Fue la VII Cumbre de la ALBA. Siete países signaron el acta. Así se proclamaron los derechos de la Madre Tierra.
No se trata del medio ambiente. No es cosa de reducir las emanaciones tóxicas, impedir la contaminación de las aguas, cuidar que no se destruyan los bosques o darle un respiro a las tierras de labranza. No es el simple reconocimiento de que la sociedad humana ha hecho daño a este nuestro hogar universal y, de ahora en adelante, se convierte en protector del mismo. Nada de eso. En realidad, necesitamos casi medio siglo para entender que no somos nosotros, los seres humanos, quienes garantizaremos la supervivencia del planeta. De pronto, la respuesta surgió simple, sencilla, como el hombre que la propuso: se trata de respetar los derechos de la Pachamama; así planteó este tema el presidente Evo Morales. Los presidentes y representantes de los gobiernos que componen la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) estuvieron de acuerdo y reconocieron esa proclama: la Madre Tierra, la Pachamama, tiene derechos inalienables, sus derechos son más trascendentes que los nuestros.
Esto es así porque, si no respetamos los derechos de la Madre Tierra, no tendrán ninguna significación los que proclamamos para nosotros. No podríamos ejercer los derechos humanos, si no respetamos los derechos de la Madre Tierra. Es más: si no los incorporamos en las leyes, si transgredimos esos derechos, si no asumimos seriamente su cumplimiento, simplemente dejaremos de existir y, entonces, ¿qué derechos tendrían quienes no existen?
Esta es la importancia vital de la declaración firmada en Cochabamba, este 17 de octubre de 2009. Es una visión y una concepción totalmente diferente de aquella que aparece en la Declaración de Estocolmo (1972) cuando, con ese irrefrenable espíritu de autosuficiencia, decíamos: «La protección y mejoramiento del medio ambiente es una cuestión fundamental que afecta al bienestar de los pueblos y al desarrollo económico del mundo entero, un deseo urgente de los pueblos de todo el mundo y un deber de todos los gobiernos». Por más urgente que haya sido, se trataba de un deseo y, por lo tanto, dependía de la voluntad de éste o aquel. Y fue así. Todavía hoy, cuando las consecuencias catastróficas que estamos viviendo hacen evidente la urgencia de detener este proceso de depredación, escuchamos decir que el derecho de las industrias que envenenan el planeta está en primer lugar. Las grandes potencias se niegan a participar de cualquier compromiso para reducir las emanaciones del letal monóxido de carbono. Más adelante, en Kyoto, se discutió y aprobó otra declaración que reclamó «un total reconocimiento de la deuda ecológica y la necesidad de incluirla en las futuras negociaciones sobre el cambio climático». Negociar el cambio climático; ¿qué significaba? Ni más ni menos que seguíamos considerando al planeta, a Nuestra Tierra, como un objeto, como una cosa sobre cuyo cuidado, restauración y protección tenemos derechos que podemos ceder o retener.
Pero, cuando se proclaman los Derechos de la Tierra, decimos que, quien los transgrede, se hace reo de lesa globalidad. Porque ya no es solamente la humanidad que se pone en riesgo sino toda vida, toda existencia albergada por nuestro planeta.
Esos derechos son tan evidentes, que pueden describirse de cualquier modo, significando siempre lo mismo. El derecho a la vida, el derecho a la salud, el derecho a la identidad y el derecho a la hermandad. Así de simples y, talvez por eso mismo, inadvertidos por nosotros, que somos sus directos beneficiarios.
9Porque, si no hay vida para el planeta, si no hay vida para la madre tierra, simplemente dejamos de existir. Vida, por supuesto, supone capacidad de desarrollarse y renovarse; significa rebelarse contra los intentos de torturarla, mutilarla y destruirla. Y, sin salud, no puede haber vida, pues no nos sirve un planeta mantenido en base a abonos artificiales, pesticidas, drogas y manipulaciones genéticas.
Este es nuestro planeta, el planeta Tierra, no es uno más de millones de planetas del que podamos deshacernos en cualquier momento y trasladarnos a cualquier otro que elijamos. Esto es algo muy importante. Descubrir agua en otro mundo, principios de vida algo más allá o, incluso, condiciones de habitabilidad en sistemas vecinos, no nos autoriza a desentendernos de la Madre Tierra. Es que, en esa línea de convicción, parece orientarse la búsqueda casi desesperada de otros mundos en la vastedad del universo. ¿Salvaremos a la humanidad, abandonando la Tierra cuando la destruyamos? ¿Esa es la solución por el desastre?
Por eso mismo, porque la Madre Tierra tiene una identidad como tal, es que tenemos que considerarla hermanada con el Sol, con la Luna, con los astros y los espacios, sin los cuales no podría siquiera existir.
Esa es la esencia de la Declaración de Cochabamba que proclamó los derechos de la Pachamama. Ahora, no se trata de mendigar la aceptación de las naciones enriquecidas, de los países derrochadores, de aquellos que gustan llamarse Primer Mundo. Es hora de exigir que, la Organización de Naciones Unidas, adopte esta declaración como Declaración Universal de los Derechos de la Tierra y exija su cumplimiento.
Para eso, por supuesto, se requiere democratizar a la ONU. No puede ser que, cinco gobiernos, tengan el poder de decirle NO al mundo entero cuando defienden sus intereses. Es inconcebible que sigamos bajo la dictadura de esas cinco potencias, cualquiera de las cuales, si las decisiones no son de su agrado, simplemente las ignora y procede según se capricho. Matar personas, destruir países, poseer armas nucleares es su monopolio. Y, mientras subsista esa injusticia, hay un creciente peligro de muerte para la Madre Tierra porque, simplemente, no se respetan sus esenciales derechos.
Por eso, en Cochabamba, se ha dado el primer paso para luchar por los derechos de la tierra.