En los debates que componen la esfera pública argentina, algunos grupos están netamente sobrerrepresentados, mientras que otros raramente son aludidos. Esta comprobación, bastante banal por lo demás, no exime al propio oficialismo de alguna contradicción. Tiene su lógica que el discurso de la oposición privilegie la representación discursiva de las clases medias urbanas. Inversamente, es […]
En los debates que componen la esfera pública argentina, algunos grupos están netamente sobrerrepresentados, mientras que otros raramente son aludidos. Esta comprobación, bastante banal por lo demás, no exime al propio oficialismo de alguna contradicción.
Tiene su lógica que el discurso de la oposición privilegie la representación discursiva de las clases medias urbanas. Inversamente, es consistente la permanente apelación del kirchnerismo al «fifty – fifty» -o «miti – miti» -depende del ambiente en que encarne el exabrupto- que debería caracterizar las relaciones entre el movimiento obrero organizado y el empresariado. Francamente, como están las cosas, ¡hasta vestirse de gaucho y subirse a un caballo puede ser consistente con los discursos predominantes!
Pero en ello, precisamente, radica el error: ser consistente con los discursos predominantes socava la posibilidad de superarlos.
Por caso, la insistencia del kirchnerismo en el retorno a una sociedad plenamente -si no completamente- hegemonizada por la relación salarial revela, en cambio, alguna incongruencia entre discurso y realidad -o, al menos, entre discurso y necesidad-. Pues ocluye peligrosamente la presencia de todo un sector de la sociedad -y, en menor medida- de la economía: aquel caracterizado por relaciones laborales informales, situado en posiciones de pobreza estructural o al borde de las mismas, y, por ello mismo, carente de las estructuras organizativas del sindicalismo tradicional.
Esta invisibilidad de los sectores excluidos, que ratifica la continuidad de los mecanismos excluyentes -diría más, la consagra simbólicamente- en el plano del discurso, ha probado ser uno de los límites más rígidos de la perspectiva predominante en el oficialismo, y se refleja en una política social completamente desactualizada respecto de las necesidades de aquellos que menos tienen.
Observemos, por ejemplo, la marea de anuncios económicos de los últimos sesenta días. ¿No falta algo, compañeros de la Mesa Nacional? El gobierno dejó, en estas jornadas, la impresión de preocuparse tanto por demostrarle a la clase media y a la Unión Industrial que puede representarlas mejor que el resto de los actores políticos -algo probable, pero no necesariamente redituable, políticamente hablando-, que parece haber olvidado aquellos componentes básicos de su legitimidad de origen, componentes que tienen, indudablemente, todos los atributos de un voto de clase.
Pues este gobierno, en mayor medida que el anterior, logró su pico electoral, fractura social mediante, en 2007. Y ese 44,9 % de los sufragios positivos reflejó, antes que nada, el voto de los sectores de menos recursos y de las clases medias y bajas del interior. Un voto racional, sin lugar a dudas, alejado de los lugares comunes y de los estereotipos del discurso mediático. Un voto, por qué no decirlo, territorial, ligado a las peripecias de las gestiones provinciales y municipales, y a sus propias bases de apoyo. Pero también, desde luego, un voto marcado a fuego por determinaciones socioculturales de largo aliento, donde el eje peronismo – antiperonismo predominó largamente sobre el eje izquierda – derecha.
Tal vez reconociendo esa característica, el ex presidente Kirchner impulsó – acertadamente, a nuestro juicio- la recuperación del Partido Justicialista. Dotó así al oficialismo de la herramienta política que necesitaba, cuando estaba ya clara la inviabilidad de las concertaciones y transversalidades surgidas de los progresismos realmente existentes. En esa misma línea, puede entenderse la recuperación, por parte de la CGT, de su gravitación tradicional en el entramado político del justicialismo, el único partido político argentino integrado por dirigentes sindicales en ejercicio de su representación gremial.
Pero la mirada tradicional implícita en dicha apuesta, que refleja la obsesión por mantener los niveles de adhesión de los últimos años, conspira precisamente contra dicho propósito al dejar de lado a la mayoría de los trabajadores, asalariados y no asalariados, a los desocupados, y especialmente a los sectores de menores ingresos, un elemento básico del voto territorial «modelo 2005 – 2007″ al que hicimos referencia más arriba.
En suma, el gobierno se equivoca. Se equivoca cuando cree que puede existir un retorno a los esquemas sociales previos al imperio neoliberal. Se equivoca cuando reproduce alianzas políticas basado en la convición de que los trabajadores sindicalizados de mayores ingresos relativos le garantizarán el voto de los fragmentados sectores populares. Se equivoca al priorizar el rescate de los empresarios y la clase media urbana, no porque no sea necesario para la economía, o porque sea socialmente incorrecto, sino porque otros sectores, con menor presencia en las agendas mediáticas, merecen una atención tanto o más urgente. La emergencia social no se compone de heladeras y lavarropas, y si en tiempos de crisis, el gobierno no se pone al frente de la emergencia social, lisa y llanamente no merece gobernar.