En un país en el que más de la mitad de los trabajadores no tiene un contrato ni cobertura social, la epidemia de coronavirus está actuando como una terrible revelación, exacerbando las desigualdades del país.
Catalina se apoya en su carrito refrigerado. El jueves 26 de marzo, como todos los días, se puso su traje de vendedora, azul eléctrico, como la hielera cubierta con una sombrilla que arrastra por las calles de Pachuca, un pequeño pueblo a una hora al norte de la capital, Ciudad de México. Está sola, de pie bajo un sol abrasador a finales de marzo, en la desierta Plaza Juárez. « Los helados, son los niños quienes los compran », suspira. Las escuelas de todo el país cerraron cuatro días antes, dejándola sola vagando por la acera.
Cada día, México se acerca un poco más a la cohorte de otros países paralizados. El país entró en « estado de emergencia sanitaria por causa de fuerza mayor » el lunes 30 de marzo, y las autoridades ordenaron a la gente que permaneciera en sus casas y suspendieron todas las actividades no esenciales. Una por una, las tiendas de la capital han echado el cerrojo. Los últimos restaurantes abiertos cerraron sus entradas y colocaron las sillas sobre las mesas, ofreciendo sólo platos para llevar. Las oficinas de las torres de la Avenida Reforma en Ciudad de México, donde desfilan los trajes y las corbatas, se han vaciado.
Pero al quedarse en sus casas, este México moderno, equipado para trabajar a distancia y con una billetera lo suficientemente abultada como para amontonar rollos de papel higiénico y kilos de harina en la despensa, ha visibilizado otro México, que sigue manteniendo en funcionamiento estos barrios adinerados y ahora adormecidos. Un México de porteros, personal de limpieza, barrenderos y vendedores de comida callejera: en total, el 56% de los trabajadores, es decir, treinta millones de mexicanos, para quienes el confinamiento no es una opción.
María Eugenia, con el delantal bordado con escote cuadrado que caracteriza al personal de limpieza del país, pule las ventanas del vestíbulo de una residencia de alta gama en La Condesa, el barrio más aburguesado de la capital. Está deseando tener más trabajo, porque mientras hay trabajo, hay dinero. Otros han sido menos afortunados: muchos empleados domésticos han sido despedidos de la noche a la mañana por sus empleadores desde los primeros contagios.
Porque en México, ser empleado no garantiza ninguna seguridad. « En este país se puede ser empleado y pobre », explica Rogelio Gómez Hermosillo, coordinador de la ONG Acción Ciudadana contra la Pobreza. Cuatro de cada diez empleados no tienen un contrato estable o cobertura social. El resultado de « décadas de violaciones del derecho laboral » frente a un Estado débil, incapaz de hacer cumplir sus leyes, continúa Gómez Hermosillo. « A fin de cuentas, es más barato para las empresas violar el código laboral, incluyendo el costo de una condena judicial, que emplear a la gente siguiendo las normas ».
Desde la puesta en marcha de las medidas sanitarias destinadas a combatir la propagación del coronavirus, que ha causado 94 muertes y 2.143 casos confirmados a fecha del 5 de abril, cada día se salda con nuevas empresas que, ante la crisis, se deshacen de sus empleados. Alsea, un conglomerado que reagrupa una decena de cadenas de restaurantes (Domino’s Pizza, Burger King, Starbucks…), propuso a finales de marzo a sus empleados « tomarse un mes de descanso sin sueldo ». En el sector de la restauración y el turismo, es un baño de sangre: en las playas de la Riviera Maya, la joya del turismo mexicano, la baja ocupación hotelera ha provocado el despido de casi 60.000 empleados del sector en diez días.
Sin embargo, el Gobierno ha sido tajante: todos los trabajadores no esenciales deben permanecer confinados en abril y sus empleadores « están obligados a pagarles un salario en este mes de epidemia ». Una ilusión, se ríe María Eugenia: « ¿Quién no querría estar en casa ahora mismo? Pero esto es México… si me envían a casa, será sin mi paga ». Todos los días reza, cuando atraviesa la puerta de su casa, para no ser portar el virus que podría contaminar a sus hijas.
Desde hace varias semanas, las autoridades sanitarias intentan conciliar los imperativos de la salud con la realidad económica del país, cuyo PIB se contrajo un 0,1% el año pasado. El subsecretario de Salud Hugo López-Gatell, reconocido epidemiólogo y guía de la respuesta gubernamental, lo ha dicho varias veces: « Asfixiar la economía y la sociedad podría tener consecuencias devastadoras, incluso más que la epidemia de coronavirus ». El producto de esta estrategia híbrida es un decreto –por naturaleza, obligatorio- que pide a la población cumplir con la contención voluntaria, sin mencionar sanción alguna. Una declaración dotada de múltiples contorsiones para enviar a casa a aquellos que pueden permitírselo sin forzar a los demás.
Iván Aguilar Ortiz, veinteañero, lustrabotas de Pachuca, no tiene intención de volver a casa. El joven, que sigue esperando a su primer cliente del día, está convencido de que el coronavirus no es una enfermedad, sino una conspiración de China para robar a Estados Unidos su condición de primera potencia mundial. No es el único: a pocos metros, el vendedor de « pastas », los típicos bollos de hojaldre de la ciudad, también cree ser más fuerte que el virus.
Respuestas destinadas a mantener el peligro a distancia porque no pueden protegerse de él, teoriza el investigador Patricio Solís, del Centro de Estudios Sociológicos del Colegio de México. « En México, el concepto de servicio público se fue desmantelando gradualmente bajo los gobiernos anteriores. El Estado está poco presente en la vida de las personas. Así pues, cuando pide a la población que se quede en casa para luchar contra un virus, se enfrenta a un enorme sector que vive sin él, y que responde: “¿Por qué deberíamos creerte? ¿Qué autoridad tienes para venir a alterar el equilibrio?”»
Durante muchas semanas, una personalidad en particular ha mantenido este discurso de desafío vis-à-vis del virus: el propio presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador. Elegido a finales de 2018 gracias a su rechazo a la clase política corrupta, AMLO, como se le conoce en México, basó su legitimidad en su cercanía al pueblo mexicano. El hombre que se jacta de haber visitado « todos los municipios del país » se ha negado a interrumpir sus baños de masas en todos los rincones del país, poniendo alegremente a prueba el mensaje de las autoridades sanitarias, que trataban de infundir en la población la idea de una futura crisis sanitaria. Durante tres semanas, el presidente incitó a los mexicanos a no renunciar a los apretones de manos; blandió amuletos afirmando que le protegerían del virus y animó a la gente a ir a los restaurantes para apoyar una economía «familiar y popular».
Un discurso « atractivo para una parte de esta economía informal, así como para la comprometida clase media que trata de apoyar », descifra Patricio Solís, para quien « el problema de este discurso es que, aunque puede estar del lado de los más débiles, es contraproducente ». Al seguir abandonando sus hogares para ganarse la vida, los trabajadores se exponen más que nunca al virus, aunque son precisamente los que carecen de cobertura social. « El confinamiento debe convertirse en un derecho, y para ello, el presidente debe asumir sus responsabilidades como jefe del Ejecutivo y poner en marcha un programa de compensación para que este sector de la población pueda permanecer en casa ».
El domingo 5 de abril, después de una semana más sobria dedicada a visitar hospitales, López Obrador se dirigió solemnemente a la nación. A contracorriente de los ambiciosos planes de apoyo a la economía local desarrollados por varios países de la región, el presidente pintó un cuadro de México sin cambios por la crisis sanitaria, que calificó de « transitoria », pidiendo una « rápida recuperación » del país. Frente a la crisis económica que se avecina, dio a conocer su programa de austeridad, anunciando nuevos recortes en los salarios de los altos funcionarios y la creación de dos millones de puestos de trabajo para finales de año.
Mientras tanto, Catalina, la vendedora de helados de Pachuca, se desinfecta las manos con una mezcla de agua, jabón y lejía, y se da una larga ducha en cuanto llega a casa. « No puedo hacer más », confiesa. Los servicios de salud del país están trabajando duro para prepararse para lo que viene, pero el sistema hospitalario carece de todo. Hoy en día, sólo hay 1.000 especialistas en cuidados intensivos en el país, cuando se necesitarían diez veces más, reconoció el presidente el pasado sábado, antes lanzar un llamamiento destinado a reclutar 20.000 médicos y enfermeras en tres semanas para que realicen un curso de formación exprés online.
El sistema hospitalario, en un escenario optimista, se prepara para atender durante varias semanas a cerca de 10.000 pacientes en cuidados intensivos. Pero la falta de medidas ambiciosas para ayudar a las PYMES y a los trabajadores precarios a volver a casa y así suavizar la curva de contagios, podría agravar un escenario para el que México ya tiene problemas para prepararse.