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Los límites de la democracia gobernable en México

Fuentes: Rebelión

En América Latina las dictaduras militares se fueron desgastando y fracasaron para imponer una estabilidad política que, por supuesto, fuera acorde con los intereses norteamericanos en el curso de la década de los ochenta del siglo pasado. De alguna manera, entre las múltiples y complejas causas de este fenómeno -una vez liquidada la izquierda revolucionaria, […]

En América Latina las dictaduras militares se fueron desgastando y fracasaron para imponer una estabilidad política que, por supuesto, fuera acorde con los intereses norteamericanos en el curso de la década de los ochenta del siglo pasado.

De alguna manera, entre las múltiples y complejas causas de este fenómeno -una vez liquidada la izquierda revolucionaria, reprimido y sofocado el movimiento obrero y popular, y cooptada una parte de la intelectualidad por las dictaduras- fue esta imposibilidad geopolítica la que precipitó el advenimiento de la democratización en el continente a partir de mediados de esa década y cuyo ciclo es bien descrito por Agustín Cueva: a partir del retorno constitucional de Ecuador, en agosto de 1979 y de Nicaragua en el mismo año; de Perú, al siguiente año, para continuar con Bolivia en 1982 y, un año después, en Argentina. En 1985 le tocó el turno a Uruguay y Brasil; a Paraguay, en 1989 y, por último, a Chile en diciembre de 1989 (Agustín Cueva, «Posfacio: los años ochenta: una crisis de alta intensidad», en: Entre la ira y la esperanza, CLACSO-Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2008, pp.141-142).

Con esto se cierra el ciclo de las dictaduras militares y da comienzo el actual proceso de democratización que ocurre prácticamente en la mayor parte de los países latinoamericanos y que implica un retorno a la institucionalidad expresada en la restitución, para las naciones y el Estado, del juego liberal de los tres poderes que lo constituyen: legislativo, ejecutivo y judicial y que, grosso modo, opera de manera regular en nuestros países (véase: James Petras y Morris Morley, «Los ciclos políticos neoliberales: América Latina se «ajusta» a la pobreza y a la riqueza en la era de los mercados libres», en: Globaloney, Coedición Revista Herramienta-Editorial Antídoto, Buenos Aires, 2000, pp. 215-246).

Se puede establecer, entonces, una correlación histórica entre estos procesos políticos y sus correspondientes procesos económicos que transcurren durante todo ese periodo. Es así como el ciclo de las dictaduras militares surge de la crisis de los populismos latinoamericanos -que florecieron entre 1930 y 1950- y concluyen con el golpe de Estado militar de 1964 en Brasil.

El primer proceso populista (1930-1945) impulsó la primera fase de la industrialización latinoamericana con los gobiernos de Lázaro Cárdenas en México, de Getulio Vargas en Brasil y de Juan Domingo Perón en Argentina y Luis Batlle en Uruguay marcando, de este modo, el agotamiento de la vieja economía primario-exportadora que se había desarrollado a partir de mediados del siglo XIX prácticamente en todos los países.

El ciclo de las dictaduras militares va a comprender la segunda fase de la industrialización, conocida como fase compleja que arranca desde los años cincuenta, y que tendrá su mejor expresión en Brasil con el Plan de Metas del gobierno de Juscelino Kubitschek y, posteriormente, con el milagro brasileño – caracterizado por Maria da Conceição Tavares como «revolución conservadora»- que ocurrió entre 1968 y 1973 y donde el PIB creció, en promedio, por encima del 10% anual.

En México, el equivalente del Plan de Metas fue el Desarrollo Estabilizador (1954-1970) impulsado por el gobierno de Ruiz Cortines ( 1952-1958) y que continuó durante los dos siguientes gobiernos, el de Adolfo López Mateos (1958-1964) y de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). También conocido como «milagro mexicano», este desarrollo generó un crecimiento económico promedio anual de 6,5%; estabilidad cambiaria, control de la inflación y crecimiento relativo de los salarios reales de los trabajadores.

Si bien durante ese período México no experimentó formalmente una dictadura militar similar a las sudamericanas o andinas, sin embargo, se caracterizó por ser un Estado profundamente autoritario -incluso con rasgos fascistas- que tuvo su más alta expresión con la represión y la masacre del movimiento estudiantil-popular de 1968 perpetrada por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.

A pesar de las diferencias que encierran ambos procesos de desarrollo económico -desde el punto de vista metodológico- lo común a ambos (México y Brasil) es que discurren bajo la tónica de un patrón de acumulación y reproducción de capital que denominamos de diversificación industrial para el mercado interno que, en el caso de México, entrará en crisis estructural a mediados de la década de los años sesenta del siglo pasado para agotarse finalmente en 1982. En el caso de Brasil, dicho patrón se extiende hasta 1990 con el gobierno de José Sarney. Y es a partir de los siguientes gobiernos -Fernando Collor de Mello (1990-1992), Itamar Franco (1992-1994) y F.H. Cardoso (1995-2003)- cuando comienza a operar en el país un nuevo patrón de acumulación sustentado en las políticas neoliberales, pero que va a inclinarse hacia el neo-desarrollismo con los dos siguientes gobiernos (el de Luiz Inácio Lula da Silva y de Dilma Rousseff).

Consideramos, entonces, en términos generales, que la última fase de la industrialización compleja entró en crisis y se agotó en América Latina a comienzos de los años ochenta y es a partir de entonces que comienza a operar cada vez con mayor fuerza -y a extenderse- un nuevo patrón de acumulación y reproducción de capital que denominamos de especialización productiva volcado al mercado mundial.

A esa transición coadyuvaron una serie de factores y procesos en el plano internacional entre los que destacan: la profunda crisis internacional del capitalismo que se desencadena desde 1974-1975 (cf. Ernest Mandel, El capitalismo tardío, ERA México, 1979) y que origina una larga crisis y depresión de la economía mundial que, a nuestro juicio, perdura hasta la actualidad; el surgimiento, en los países imperialistas -con particular énfasis en Inglaterra y Estados Unidos- de una corriente denominada neoliberal que se va a imponer progresivamente hasta llegar a ser hegemónica en el mundo y que va a sustentar el desarrollo del capitalismo en función de las fuerzas del mercado, de la desregulación económica y la privatización del sector público, así como en la apertura de las naciones al comercio mundial en lo que más tarde se difundirá bajo el ambiguo concepto de «globalización».

Desde el punto de vista político-ideológico, esta transición epocal tendrá su correlato conceptual en autores de la derecha conservadora norteamericana que van a captar agudamente estas mutaciones y cambios de la economía mundial y de las naciones en el curso de la década de los setenta del siglo pasado. Por su importancia e influencia internacional en los círculos ideológicos, intelectuales, políticos y en el mundo académico, destaca la publicación, en 1975, de la obra escrita por Samuel Huntington, Michel J. Crozier y Joji Watanuki intitulada: La Crisis de la Democracia. Reporte sobre la Gobernabilidad de las democracias, que los autores elaboraron para la Comisión Trilateral de Estados Unidos -fundada por David Rockefeller y Zbigniew Brzezinski en 1973 -donde expresan, entre otros conceptos ideológicos, que el de «gobernabilidad» -que relacionan con la «crisis de las democracias» de occidente- refleja la incapacidad del gobierno para satisfacer las crecientes «demandas ciudadanas» en Estados Unidos, situación que podría provocar fuertes convulsiones sociales en ese país y en otros del mundo desarrollado.

Por su parte, Ruy Mauro Marini llama la atención acerca de esta idea de gobernabilidad y la relaciona directamente con la realidad de América Latina y al respecto dice: «La preocupación norteamericana -que, por lo demás, trascendía a América Latina para extenderse a los mismos países avanzados- se traducía en la búsqueda de principios y mecanismos que proporcionaran gobernabilidad a las democracias, según la fórmula de uno de los ideólogos en boga, Samuel Huntington. En la versión que le dio el Departamento de Estado, el concepto de ‘democracia gobernable’ dio lugar a la consigna de ‘democracia viable’, entendida como un régimen de corte democrático-representativo tutelado por las Fuerzas Armadas. Observemos que ese modelo no constituía una verdadera ruptura con la doctrina de la contrainsurgencia, la cual establecía que, tras las fases de aniquilamiento del enemigo interno y de reconquista de bases sociales por las Fuerzas Armadas, debería seguirse una tercera fase, destinada a la reconstrucción democrática (Ruy Mauro Marini, «La lucha por la democracia en América Latina», Cuadernos Políticos número 44, Ediciones Era, México, julio-diciembre de 1985, pp. 3-11. Disponible en: http://www.marini-escritos.unam.mx/018_democracia_es.htm.

Y es en este punto de inflexión que establecemos una íntima relación entre democracia y neoliberalismo, que corresponderá a ese nuevo patrón de acumulación que, en general, está vigente en nuestros días.

Recapitulando: al ciclo dictatorial -al que antecedió el oligárquico-terrateniente y el populista- le sucederá el democrático que ya dibuja tres oleadas desde mediados de la década de los ochenta.

La primera oleada -de la transición de las dictaduras a los gobiernos civiles- incluye gobiernos tan heterogéneos como el de Alan García, en Perú; el de Raúl Alfonsín, en Argentina; de Miguel De la Madrid, en México; de Julio María Sanguinetti, en Uruguay y José Sarney Costa, en Brasil.

La segunda oleada – finales de los ochenta y mitad de los noventa- incluye al presidente Carlos Andrés Pérez, de Venezuela; Carlos Saúl Menem, de Argentina; Paz Zamora, de Bolivia; Luis Alberto Lacalle, de Uruguay; Carlos Salinas de Gortari, de México y Collor de Mello, de Brasil.

La tercera oleada -se da a partir de la segunda mitad de la década de los noventa- incluye los gobiernos de Alberto Fujimori, en Perú; de Carlos Saúl Menem, en Argentina; de Ernesto Zedillo, en México; de Rafael Caldera, en Venezuela; de Gonzalo Sánchez de Lozada, en Bolivia y de Fernando Henrique Cardoso, en Brasil (cf. James Petras y Morley Morris, op. cit.).

Nosotros introducimos una cuarta oleada que nos parece surgiría de gobiernos como el de Hugo Chávez, en Venezuela (2 de febrero de 1999) y de Evo Morales en Bolivia (diciembre de 2005), particularmente, por el énfasis puesto en su carácter «centro-izquierdista» en el espectro político, pero que nosotros preferimos caracterizar simplemente como gobiernos progresistas, aunque en esencia los dos se desenvuelven dentro del paradigma del capitalismo dependiente y subdesarrollado, con un despliegue de políticas desarrollistas con marcado carácter nacional.

Tal vez acentúen ese carácter popular y nacionalista que los coloca por encima de los neoliberales y de la derecha ortodoxa y heterodoxa a la luz de su estrecha ligazón con movimientos populares y sociales tales como indígenas, campesinos, trabajadores, estudiantes y clases medias. Sin embargo, no descartan la alianza con el gran capital nacional y extranjero y, aún, con las empresas trasnacionales, pero quizás con un mayor control del que resulta del dominio espacio temporal del paradigma neoliberal que deja el proceso económico al juego de las fuerzas del mercado reduciendo al Estado al desempeño de simple garante de esas políticas.

Consideramos que en la actualidad compiten encarnizadamente las últimas dos fuerzas políticas, ideológicas y gubernamentales -como fiel expresión de la lucha de clases y de la conflictividad social en la región y en México- y que básicamente ambas lo hacen a través de los canales preferenciales de la vía electoral, la cual se caracteriza por ser el «eje» privilegiado de la democracia burguesa por parte de los ideólogos oficiales, de la socialdemocracia, los partidos políticos y de la derecha. Fuera de esta vía, se dice, cualquier otra movilización o alternativa es «inviable» y está condenada de antemano al «fracaso» o, finalmente, es víctima de la represión por parte del Estado que ejerce, así, una de sus funciones consubstanciales en tanto órgano representante de los intereses generales de las clases dominantes.

Con el triunfo electoral de Peña Nieto en México se reafirma la tercera oleada o vertiente y se posterga, no se sabe por cuánto tiempo, la que hubiera sido la cuarta oleada por vez primera en México encabezada por el denominado «movimiento progresista», cuyo candidato quedó situado en un no muy cercano segundo lugar en el reciente proceso electoral que arrojó una diferencia, en contra, de 3 millones 329 mil 785 votos equivalente a 6,62% a favor del puntero.

Para no generar ilusiones, ni prospectivas escatológicas en la población, es preciso tener conciencia de que quien o quienes deciden intervenir y participar dentro -y con las reglas- del juego de la democracia burguesa representativa que prevalece en nuestros países -y que es el caso de las llamadas «izquierdas» en México- al mismo tiempo tienen que percatarse de que lo hacen en un contorno sumamente limitado derivado de las implicaciones estructurales, políticas, ideológicas y culturales de un proceso electoral que se desenvuelve bajo las prerrogativas de una democracia, con adjetivos, que es al mismo tiempo gobernable, es decir que no se sale de los cánones y de las normas que estipula el sistema de dominación (que, por cierto, incluye los medios de comunicación y otros de naturaleza informática); viable, o sea, que corresponde a la legalidad y normatividad vigente desde el punto de vista jurídico-electoral y, de manera particular y enfática, restringida, es decir, sujeta a la «representación» por parte de quienes son elegidos para ocupar los escaños (de diputados y senadores) en el Congreso de la Unión; pero de ninguna manera para garantizar una efectiva participación por parte de los trabajadores y de las masas populares en una suerte de democracia directa que atentara, eventualmente, contra los valores y los principios del sistema capitalista y de la sociedad burguesa.

Un eventual triunfo de un partido que asiente su gobierno en el marco estratégico de la cuarta oleada que hemos identificado no asegura, per se, la realización de las demandas de las clases subalternas que eventualmente lo hubieran apoyado, como tampoco una ruptura radical con las oligarquías y las políticas prevalecientes dentro del patrón de reproducción del capital y del sistema de dominación.

Y allí tenemos, por ejemplo, las grandes contradicciones que hoy se viven en Bolivia, donde los trabajadores aglutinados en la COB demandan del gobierno aumentos salariales y la reducción de la jornada de trabajo que aumentó por decreto gubernamental o los indígenas que se han enfrentado al gobierno para impedir la operación del capital en proyectos de deterioro ecológico y que se han levantado contra el gobierno mediante la Marcha de la Amazonía contra la construcción de una carretera promovida por el presidente Evo Morales y financiada por Brasil, proyectada para atravesar la reserva natural de Tipnis que es un área protegida por Decreto por el gobierno y que fue creada como Parque Nacional con una extensión territorial de alrededor de 12.363 km² .

También destaca la lucha popular e indígena en Perú, en la región norteña de Cajamarca, contra un gigantesco proyecto de mina de oro al aire libre (llamado Conga) que, según los pobladores y los voceros del movimiento, afecta a las cuencas que abastecen de agua a la ciudad y ya cobra la vida de seis personas con un saldo de casi un centenar de heridos en jornadas de protestas desde que Ollanta Humala -también situado en la «centro-izquierda- accedió al poder gubernamental el 28 de julio de 2011.

Obviamente que no se puede acusar a estos movimientos de las clases sociales subalternas y oprimidas, que luchan por la defensa de sus intereses comunales, territoriales, ambientales, culturales, sociales y económicos frente a la voracidad del capital, de «atentar» contra los sacrosantos principios de la democracia y del progresismo de los gobiernos en turno, que se reivindican de «centro-izquierda» y, en algunos casos, se proclaman abiertamente anti-imperialistas, pero sin romper, como dijimos, con los principios del capitalismo sustentado en la propiedad privada, en el derecho del capital a explotar el trabajo ajeno y en la dinámica perversa que genera el desarrollo de las economías de mercado articuladas con las políticas del Estado.

Por eso pensamos que la negativa del candidato del «movimiento progresista» a reconocer la designación oficial como triunfador de las elecciones presidenciales del candidato priísta, en virtud de que presuntamente operó un «fraude electoral» -muy similar al de 2006 que, por cierto nunca se demostró- y la solicitud a las autoridades de la anulación de la elecciones presidenciales, están muy lejos de concretarse debido a que, aún en el caso de que se recurra a la movilización en las calles, a la toma de carreteras y casetas de cobro, a la paralización de actividades gubernamentales y a otras acciones y medidas de presión por parte de fuerzas y organizaciones (sindicales, estudiantiles o magisteriales) afines a ese movimiento (como el colectivo llamado #YoSoy132), al final tendrán que asumir la resolución oficial tal cual y el dictamen del IFE que avala el Estado a través de sus instituciones burocráticas como los tribunales electorales y, en última instancia, la Suprema Corte de Justicia de la Nación; todo ello, dentro de las normativas y vicisitudes jurídico legales que marca el Estado mexicano y que corresponde fielmente a los gobiernos de la tercera ola fielmente estructurados dentro de las políticas neoliberales.

El no hacerlo, es decir, desoír y desacatar las resoluciones supremas de los tribunales colocaría al movimiento encabezado por AMLO frente a tres escenarios: la resignación; la proclamación, como en 2006, del candidato como «presidente legítimo» para volver a incursionar en el 2018 en las elecciones presidenciales o, bien finalmente, desencadenar la «insurrección popular» y rebasar los límites de la democracia burguesa en su vertiente de gobernable, viable y restringida. Pensamos que esta última alternativa está muy lejos de concretarse en la realidad entre otras cosas, porque los intereses de clase del «movimiento progresista» y de su candidato son incompatibles con una alternativa anticapitalista que trascienda la mera lucha electoral contra el neoliberalismo que se desarrolla en el marco incuestionable del capitalismo y de su sistema de dominación.

La cuarta oleada identificada es la de los caudillos y líderes carismáticos (Lula, Evo, Chávez, Kirchner, AMLO) que tienen como característica central sustituir a las masas populares y «representarlas» corporativamente ante la burocracia política del Estado y el capital pero sin remover los límites estructurales señalados. Por eso, de allí, no puede surgir otra cosa que un (neo)desarrollismo rampante que asegure algunas migajas para la población, pero sin resolver los problemas y las contradicciones estructurales del sistema.

De aquí la imperante necesidad de avanzar en la construcción de una quinta oleada rupturista con las anteriores que ya no sea la de los líderes y de los partidos burgueses y socialdemócratas -reciclados de la derecha o del viejo reformismo tipo Partido Comunista-que operan en el ámbito oficial del Estado (como ocurre en la cuarta oleada y en las anteriores); sino de las masas populares, de sus organizaciones de clase: de los trabajadores, campesinos, indígenas y de todos los segmentos y fracciones de clase que están bajo el dominio político e ideológico del Estado y del capital.

Para diferenciarla de la anterior, a esta nueva fase -provisionalmente- habría que denominarla de socialista-democrática, con una fuerte acción y espacio que garanticen la democracia directa y participativa de las grandes mayorías de la población y con un fuerte carácter anti-imperialista y anticapitalista, que verdaderamente sea capaz de construir una nueva sociedad que opere como antípoda -y contrapoder- del capitalismo y de la desigualdad social.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.