Finge una dignidad a prueba de llantos. Pero a poco de comenzar a contar su historia, cae en la cuenta de que es un milagro que esté viva, y las lágrimas se van colando en su relato de lo que ya se conoce como la «Masacre de El Porvenir». Esther, como se hace llamar por […]
Finge una dignidad a prueba de llantos. Pero a poco de comenzar a contar su historia, cae en la cuenta de que es un milagro que esté viva, y las lágrimas se van colando en su relato de lo que ya se conoce como la «Masacre de El Porvenir». Esther, como se hace llamar por temor a represalias, se refugió en una casa, debajo de la cama, con otros campesinos, pero sus perseguidores armados la encontraron y amenazaron con «meterle fuego» a la vivienda si no salían.
«Gritaban ‘viva la autonomía, que mueran estos campesinos que no valen nada’… Pero cuando no es su hora, Dios lo protege a uno», dice la mujer, de unos 35 años vestida con blusa fucsia al recordar el fatídico 11 de septiembre pandino.
Ese día, campesinos oficialistas se enfrentaron con huestes autonomistas en el poblado El Porvenir, a menos de una hora de Cobija, capital de este departamento amazónico, poco poblado y aislado del extremo norte boliviano. Hubo unos 20 muertos. A falta de información hay una guerra de interpretaciones.
«El también va a declarar», dice con solemnidad una de las encargadas de la sede campesina de Pando y la entrevista periodística frente a una pequeña mesa de plástico va tomando el tono de una audiencia judicial. «Masacre del cacique», rezan los carteles, apuntando al gobernador opositor Leopoldo Fernández, hoy detenido en una cárcel de La Paz, que se ganó ese apodo por su férreo control de esta región de calor insoportable y activas bandas de narcotraficantes que aprovechan para su «tarea» la cercanía con Brasil (a 15 minutos de taxi del centro).
«A mi me secuestraron en El Porvenir, me trajeron hasta Cobija y me golpearon contra un ataúd mientras me gritaban: ‘¡vamos a exterminarlos, mirá lo que tenemos para ustedes!’, mostrándome una caja de balas calibre 22», «declaró» otro campesino.
La plaza central de Brasiléia, del otro lado de la frontera, cambió radicalmente su fisonomía: allí se reúne cada día el «exilio» pandino. Huyeron después de que el gobierno decretó el estado de sitio y detuvo a Fernández. Ahora son unos 500 que no quieren volver porque «Bolivia vive una dictadura comunista, como en Cuba». Algunos están pidiendo asilo en Brasil, mientras La Paz busca que los deporten.
«Yo voté por Evo con esperanza, pero ahora sólo los indígenas son considerados bolivianos.», dice un ex dirigente local que sólo habla de espaldas con la televisión «porque mi mujer y mis hijos siguen en Cobija». «Engañaron a los campesinos, les pagaron 200 Bolivianos (30 dólares) para venir a un supuesto congreso, pero en realidad querían tomar la prefectura y sacar al prefecto (gobernador)», agrega una mujer entre troncos de palmeras pintadas prolijamente de blanco. Todos recuerdan al pastor evangélico presuntamente asesinado por los militares al ocupar la ciudad el 12 de septiembre.
El ministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana, es sindicado como el artífice de la «dictadura militar» y de la «guerra psicológica» que vive Pando y el ex alcalde de Cobija, Miguel «Chiquitín» Becerra, es acusado de armar en su hacienda a los campesinos. La trayectoria de Becerra dice mucho sobre las forma de hacer política en estas tierras con aires a Far West. Antiguo delfín de Fernández es hoy su principal detractor, con la fuerza que le da su alianza con el gobierno central.
«La violencia comenzó cuando los campesinos mataron a quemarropa al ingeniero (Pedro) Oshiro», frente a una zanja que habían cavado los autonomistas en plena ruta, a la altura de Tres Barracas, para impedir el avance campesino», dice un periodista local también autoexiliado.
Las columnas en camiones que quedaron como carbonizados recuerdos de la jornada trágica incluían a mujeres y niños. Después, admite, los pobladores de El Porvenir se «se asustaron», se defendieron y vino la balacera mortal. La explica con brutal naturalidad: «En el monte la gente no se anda con huevadas, si viene la víbora le disparas, y si viene alguien con un arma le disparas primero».
Los campesinos dicen que la policía fue cómplice de la matanza. La disparidad de víctimas alienta la tesis de la masacre: 16 campesinos y dos pueblerinos, según listas extraoficiales. «La diferencia la habrían hecho ametralladoras Uzi de los narcos», dice un periodista que investigó los hechos.
Militares de la fuerza naval boliviana seguían encontrando restos de ropa ensangrentada, abandonada por campesinos que huyeron nadando el río Tahuamanu esquivando de los disparos. «¿Había sicarios brasileños y peruanos como se denunció?», preguntó Clarín a uno de los jefes militares. «Hay jóvenes siempre dispuestos para actividades ilícitas como tráfico de droga o de madera», responde el uniformado, y no oculta su beneplácito sobre el nuevo rol asignado por Evo Morales a los militares: «Es una oportunidad para que el Estado retome el control en estos territorios, en manos de todo tipo de tráficos».
Las avionetas que sobrevuelan el cielo de esta región casi sin caminos transitables dejan la duda sobre sus pasajeros y cargas. Hace algunos meses fue detenido Mauro, un jefe narco «a la Pablo Escobar» que lideraba una banda de «volteadores» de narcos peruanos que llevan droga hacia Brasil. Les robaban los cargamentos y mataban a los competidores.
«Durante los enfrentamientos del jueves 11 se escuchaban ametralladoras. Había gente de Mauro. Son puros brasileños», corrobora Ana María frente a su casa de madera típicamente amazónica, teñida de tierra roja, que como otras de El Porvenir tiene colgada -como única defensa- una bandera blanca.
Su padre pela sábalos que acababa de pescar y espanta los insufribles zancudos. No duda: «A los campesinos los han masacrado, los cazaban como a chanchos salvajes». Del otro lado de la frontera, los opositores acusan a coro que esta era una sociedad armónica y que Evo Morales instauró el odio racial.
Pero la añorada armonía provinciana de otros tiempos se parecía mucho a la sumisión de los campesinos -muchos de ellos paupérrimos castañeros que aún viven en barracas- a los estancieros que controlaban el poder económico y la política, dos esferas difíciles de diferenciar por estas tierras.
Ana María dice que no tiene miedo de tener un póster del presidente en su casa cuya consigna es «El cambio es imparable», y su evangelismo se cuela en sus palabras: «Tan chiquito como lo ve, en este pueblo hubo una guerra entre hermanos. Ahora están los militares, pero, ¿qué pasará cuando se vayan?»
Pablo Stefanoni es corresponsal en La Paz de diario argentino Clarín y del cotidiano italiano Il Manifesto.