Las Petacas se llama el exacto escenario de la terraza del segundo estado argentino donde los pibes son usados como señales para fumigar. Chicos que serán rociados con pesticidas mientras trabajan como postes, como banderas humanas y que luego serán reemplazados por otros nadies. «Primero se comienza a fumigar en las esquinas, lo que se […]
Las Petacas se llama el exacto escenario de la terraza del segundo estado argentino donde los pibes son usados como señales para fumigar. Chicos que serán rociados con pesticidas mientras trabajan como postes, como banderas humanas y que luego serán reemplazados por otros nadies.
«Primero se comienza a fumigar en las esquinas, lo que se llama esquinero. Después, hay que contar 24 pasos hacia un costado desde el último lugar donde pasó el mosquito, desde el punto del medio de la máquina y pararse allí», dice uno de los pibes entre los catorce y dieciséis años de edad. El mosquito es una máquina que vuela bajo y riega una nube de plaguicida.
Para que el conductor sepa dónde tiene que fumigar, los productores agropecuarios de la zona encontraron una solución económica: chicos de menos de 16 años se paran con una bandera en el sitio a fumigar. Los rocían con Randap, a veces 2-4 D. Tiran insecticidas y mata yuyos. «Tienen un olor fuertísimo. A veces también ayudamos a cargar el tanque».
«Cuando hay viento en contra nos da la nube y nos moja toda la cara», describe el niño señal, el pibe que será contaminado, el número que apenas alguien tendrá en cuenta para un módico presupuesto de inversiones en el norte santafesino. No hay protección de ningún tipo. Y cuando señalan el campo para que pase el mosquito cobran entre veinte y veinticinco centavos la hectárea y cincuenta centavos «cuando el plaguicida se esparce desde un tractor que va más lerdo», dice uno de los chicos. Con el mosquito hacen 100 o 150 hectáreas por día. Se trabaja con dos banderilleros, uno para la ida y otro para la vuelta.
«Trabajamos desde que sale el sol hasta la nochecita. A veces nos dan de comer ahí y otras nos traen a casa, depende del productor», agregan los entrevistados. Uno de los chicos dice que sabe que esos líquidos le puede hacer mal: «Que tengamos cáncer», ejemplifica.
«Hace tres o cuatro años que trabajamos en esto. En los tiempos de calor hay que aguantárselo al rayo del sol y encima el olor de ese líquido te revienta la cabeza. A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza», dicen las voces de los pibes envenenados.
«Nos buscan dos productores. Cada uno tiene su gente, pero algunos no porque usan banderillero satelital. Hacemos un descanso al mediodía y caminamos 200 hectáreas por día. No nos cansamos mucho porque estamos acostumbrados. A mí me dolía la cabeza y temblaba todo. Fui al médico y me dijo que era por el trabajo que hacía, que estaba enfermo por eso», remarcan los niños.
El padre de los pibes ya no puede acompañar a sus hijos. No soporta más las hinchazones del estómago, contó. «No tenemos otra opción. Necesitamos hacer cualquier trabajo», dice el papá cuando intenta explicar por qué sus hijos se exponen a semejante asesinato en etapas.
La Agrupación de Vecinos Autoconvocados de Las Petacas y la Fundación para la Defensa del Ambiente (Funam) habían emplazado al presidente comunal Miguel Ángel Battistelli para que elabore un programa de erradicación de actividades contaminantes relacionadas con las explotaciones agropecuarias y el uso de agroquímicos. No hubo avances.
Los pibes siguen de banderas. Es en Las Petacas, norte profundo santafesino, donde todavía siguen vivas las garras de los continuadores de La Forestal.
Fuentes de datos: Diario La Capital – Rosario 03-09-06; Agencias de Noticias La Fogata y Red Eco Alternativo 15-09-06