Una madrugada fría como la sangre de los que oprimen, los habitantes de dos centros mineros se encontraban celebrando algo tan antiguo como actual. Alguna vez, han dicho, que cuanto más oscura es la noche, mas cerca se encuentra el amanecer. En la oscuridad de aquella alborada, como cientos de madrugadas del 24 de junio, […]
Una madrugada fría como la sangre de los que oprimen, los habitantes de dos centros mineros se encontraban celebrando algo tan antiguo como actual.
Alguna vez, han dicho, que cuanto más oscura es la noche, mas cerca se encuentra el amanecer. En la oscuridad de aquella alborada, como cientos de madrugadas del 24 de junio, los pueblos andinos esperaban el despertar del «solcito de invierno». Pero como todos los símbolos que tienen un peso real en los pueblos, hay momentos en la historia que, a la par de representar y sintetizar tradiciones ancestrales, cumplen la función de apuntalar el futuro.
Ese 24 de junio de 1967 no solo se encendía el fuego para poder ver el pasado, no solo se bebía para saciar la sed que produce el trabajo propio de miles para aumentar los bolsillos de unos pocos, no solo se comía para olvidar, por un momento, el hambre.
Aquella madrugada el tiempo para los mineros de Siglo XX y Catavi, recomenzaba, como algunos años atrás, a girar hacia delante.
Aquella fogata se encendía también para alumbrar el futuro, que se entremezclaba con el presente como mofándose de los limites que separan a uno y a otro. Esos muñecos no solo quemaban lo que debía morir, también hacían de combustible para lo que debía nacer, o mejor, despertar.
Aquel vino, ya no era tan solo para ahogar los pesares. Ya no se bebía para que los amargos espíritus de aquellos, se alimenten de aquel sabor amargo que el vino ofrece. Esa vez, ese mismo vino milenario se endulzaba de porvenir. Como hacia tiempo no recordaban, era legítimo brindar. Era un derecho la alegría, porque el mañana sería de felicidad para los más.
Y aquella comida ya no solo llenaba los estómagos. No se comía por lo que había faltado en las miles de mesas. También se comía por lo que iba a faltar. Porque todos sabían que la voluntad de reencontrarse con la historia iba a ir acompañada de sacrificios extremos. Pero lo mismo de claro era que esas mesas iban a estar momentáneamente empobrecidas, porque más temprano que tarde los frutos de la naturaleza producto del trabajo, sería para ellos. Y aquel hambre que siglos y siglos se había enquistado en los estómagos, se derramaba por las cabezas y brazos, en las piernas y espaldas. Y como un todo, ya no podría llenarse con un simple bocado.
Pero como en toda lucha que se libra entre la libertad y la opresión, entre la verdad y la mentira, entre la justicia de los miles y la arbitrariedad de unos pocos; el mañana y el ayer se veían una vez más cara a cara. Y como no siempre ocurre, pero si muchas veces ha sucedido en nuestra América profunda, triunfó el pasado.
Bolivia reunía, como la sencillez de una pila, los dos polos. Bolivianos y cubanos, bajo la dirección de Ernesto Guevara, el Che, de un lado. Yanquis y bolivianos, con el gobierno de facto de René Barrientos Ortuño, del otro.
Los mineros, aprovechando la Noche de San Juan, deciden reunir y destinar parte de sus miserables salarios a contribuir con las dificultades que exige la guerra de guerrillas. No es el monto de dinero lo que da valor a tal acto. No es ese el motivo que obliga al ejército boliviano a desplegarse en los trenes como ganado, como zorros. Como al fuego, al miedo no se lo puede extinguir, sin apagar lo que lo aviva. Los pobres son el terror. No solo hay que destruir la acción de unirse en la solidaridad a la guerrilla, hay que matar el ejemplo.
Con las cenizas que dejaban esas fogatas en aquella oscura madrugada de junio, se iban también apagando la vida de decenas de mineros y campesinos que representaban a otros tantos miles y miles, que cometieron la perversidad de soñar, y luchar por ese sueño.
Esa mañana el solcito de invierno se mostró, y brilló tan fuerte y fue tan profunda su luz que ni las balas de los asesinos lo pudo apagar.
Tal vez, era la forma que la naturaleza tenía de despedirse del ser americano hasta el momento en que volvieran a fundirse nuevamente
O tal vez no
La historia lo dirá.
Maximiliano Riesnik. Cátedra Che Guevara – Argentina
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA:
Carlos Soria Galvarro, José Pimentel Castillo y Eduardo García Cárdenas: 1967: San Juan a sangre y fuego. La Paz [Bolivia], Comité Bolivia de Conmemoración del XL Aniversario del asesinato del Che Guevara, 2007.
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