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Los recursos y la dignidad

Fuentes: Ojarasca

Bolivia se despedaza en luchas por defender sus recursos. La fuente de este ardor popular se remonta a la guerra en defensa del agua, entre enero y abril de 2000. En la resaca de la movilización de Seattle de diciembre de 1999, se dio la batalla contra Bechtel Corporation (odiada transnacional) y el robo global […]

Bolivia se despedaza en luchas por defender sus recursos. La fuente de este ardor popular se remonta a la guerra en defensa del agua, entre enero y abril de 2000. En la resaca de la movilización de Seattle de diciembre de 1999, se dio la batalla contra Bechtel Corporation (odiada transnacional) y el robo global de un recurso vital. Cochabamba es un símbolo de la lucha anti globalización.

La guerra por el agua se incubó en los valles montañosos, secos como yesca, de la parte alta de Cochabamba, la tercera ciudad más grande de Bolivia. Ahí, en los ochenta, los campesinos y los rancheros de la meseta –Los Rogantes– se organizaron en defensa de su frágil cuenca y exigieron una distribución justa del agua municipal, recuerda Omar Fernández, dirigente de entonces. «Después de la ley de privatización de 1985, notamos que las corporaciones privadas extraían más y más agua. Luego vimos una lista con 32 proyectos. Uno era el de Aguas de Tunari, concesión a una compañía controlada mayormente por Bechtel Corporation, de San Francisco, California, que habría vaciado el agua de Cochabamba triplicando las cuotas para los campesinos de la meseta».

Las marchas comenzaron en el campo y lentamente rodearon Cochabamba, hasta tomarla en marzo y abril, ocupando oficinas municipales y estaciones de policía. Tras el encarcelamiento de 30 líderes, se organizó un campamento que durante una semana colmó la plaza arbolada, con decenas de miles de activistas. Fue un clímax en la radical historia reciente de Bolivia.

Hace poco, durante una challa, la bendición de una casa, en que se quema el feto de una llama junto con semillas, granos y hojas de coca en ofrenda a la Pachamama, la Tierra, cinco trabajadores urbanos del agua y un viejo chamán se animaron a contar historias de esa guerra mientras apuraban vasos de chicha. «Los militares nos disparaban balas de verdad y aprendimos a bailar para evitarlas», recuerda Leopoldo. «Algunos compañeros cayeron, pero la mayoría de los muertos eran transeúntes. Finalmente logramos que se modificara la ley y hubo gran fiesta…» Los jóvenes hicieron pintas, como esa en la plaza que decía: un pueblo sin miedo es capaz de lograr lo imposible.

Oscar Oliviera fue la bujía que encendió el Comité en Defensa del Agua. «Es larga la memoria de un pueblo. Bolivia ha sido saqueada en sus recursos naturales y sus materias primas por 500 años. Tristemente, esa es nuestra historia. Pero llega el momento en que tenemos que decir ¡basta ya!, como dicen los zapatistas de México», informa al reportero.

«Hubo cuatro pilares que mantuvieron la lucha en defensa del agua. El primero eran Los Rogantes, campesinos como Omar, que defendieron sus manantiales y las fuentes de agua por años. Los trabajadores urbanos del agua fueron la columna vertebral del Comité en Defensa del Agua –ellos saben cómo funciona el sistema. No habríamos podido resistir a los militares sin Evo Morales y los cocaleros, y sin la Confederación de Obreros de Cochabamba, con su ejemplar organización y convocatoria. Juntos, forjamos una unidad en defensa de los derechos colectivos del pueblo boliviano y le dimos un viraje al país, diciendo no a la dominación de las transnacionales y el Banco Mundial, que financiaban el proyecto Tunari. Aquí en Cochabamba demostramos que otro mundo es posible.»

Los levantamientos surgidos de la lucha en defensa del agua en 2000, fueron cotidianos durante la primavera de 2004. Las masivas movilizaciones tomarían La Paz y las ciudades provinciales agitando cargas de dinamita ante la policía conforme el país se hundía en un caos atento. Si no eran los transportistas en paro que inmovilizaban los autobuses urbanos y suburbanos, eran los universitarios que bloqueaban la autopista central hacia la capital. Así lo vi un día por cinco horas en Caracola, mientras se diluía el duelo de miradas entre 150 jóvenes enmascarados de rojo y unos 500 pasajeros iracundos –separados por un puñado de policías en camuflaje de cebra.

El referendo convocado por el presidente Meza para julio quiere revivir «la ley de hidrocarburos», inflamando una fórmula muy volátil. El núcleo de la oposición a esta ley son las regalías y los recortes fiscales que permitirán a los conglomerados transnacionales de la energía llevarse 80 por ciento de las ganancias de expropiar billones de pies cúbicos de gas boliviano, que el Movimiento al Socialismo (MAS) insiste en que se usen para impulsar la industria nacional.

La venta de gas a Argentina fue recibida con amenazas no tan veladas de un nuevo levantamiento, en nombre de los mártires de El Alto. Y ahí, en sus calles, la ley fue quemada por estudiantes enmascarados. A fines de abril, corrían rumores de un golpe de Estado, y se insiste en que quien instiga es la embajada estadunidense.

Bolivia tiene récord de golpes de Estado: van más de 400 gobiernos que intentan manejar un país inmanejable, desde que con Simón Bolívar ganó su independencia.

El 22 de abril el tráfico fue pesado en el centro de La Paz. Los campesinos aymaras procedentes de sus ayllus, sus comunidades, y de las markas, uniones de comunidades, bloqueaban las calles frente al ministerio de asuntos indígenas, donde un funcionario designado por Meza, demasiado cercano al MAS para el gusto de Felipe Quispe (El Mallku) y su movimiento Pachakuti, no pudo entrar a su oficina por tres días.

Cerca de ahí, los Sin Tierra, eco del movimiento brasileño del mismo nombre, coparon el ministerio de reforma agraria. Los universitarios y la policía antimotines intercambiaban piedras por gases lacrimógenos en la plaza Murillo. Los maestros rurales y los pensionados marchaban hacia La Paz. En las lejanas selvas orientales de Beni, los guaraníes amenazaban cerrar las válvulas de los gasoductos.

El sábado 24, tres mineros forzados a jubilarse –Julio Sarabio, de 53 años, Francisco Franco, de 54, y Ana Bazagoitia, de 58– se enfilaron a la sede de su sindicato en Prado, en el corazón de La Paz, se amarraron dinamita a las costillas, y durante 22 horas fumaron, mascaron hojas de coca y bebieron cocacolas mientras negociaban. La amenaza de volarse en pedazos trajo el mal recuerdo del finado Eustacio Pizacuri Chanaku, de 47, minero despedido de la histórica mina Siglo XX, de Potosí, que el 30 de marzo entró al congreso boliviano con cargas explosivas semejantes, que se dice detonaron por accidente mientras esperaba que el gobierno de Meza respondiera a sus demandas, haciendo añicos junto con él a dos oficiales de policía de alto rango. Su viuda no recogió sino ropa.

Según la Confederación de Obreros Bolivianos, más de 2 mil mineros vieron esfumarse sus pensiones con la ley de privatización de 1985, y en estos días la dinamita es moneda común en las calles bolivianas. Muchos explosivos siguen almacenados en El Alto que, cual cóndor, sobrevuela la capital aguardando.

En las horas oscuras de la madrugada, cuando los obreros se apilan en los atascados autobuses, las ondas radiales de su ciudad india fluyen con la puntillosa lengua aymara: la lenta y deliberada voz de El Mallku se cuela en la plática y los pasajeros hacen pausa para considerar sus palabras. No sé qué dijo pero me recordó La batalla de Argel.

Para el padre Sorria, el mensaje de Pachakuti y El Mallku es uno preocupante en este «Soweto» montañoso donde el trabajo es más escaso que antes de la insurrección de octubre y el detonador parece encendido todo el tiempo. «La gente no olvida que corrieron a un presidente y están orgullosos, pero lo que quieren ahora es dignidad, no más matanza».

«Los aymara tienen una estructura militar en cada comunidad, que invocarán llegado el momento», me explica un colega mientras me lleva a un hotel en las afueras de El Alto. «Tienen su propio ritmo, sus propios tiempos. No confían. Se dice que no usan radio comunicación porque saben que todas las frecuencias están intervenidas. Así que recurren al viejo modo, como en los ayllus, y prenden fuegos en los cerros para conversar».

De noche, desde la ventana de un hotel astroso, miro flamear luces en los negros cerros.

26 de mayo, 2004