La Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, aprobada en la Asamblea General de la ONU, en septiembre pasado, por 91 % de países, es la piedra angular del vicepresidente Alvaro García y el jesuita catalán Xavier Albó para defender la atomización de Bolivia en la nueva Constitución Política del […]
La Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, aprobada en la Asamblea General de la ONU, en septiembre pasado, por 91 % de países, es la piedra angular del vicepresidente Alvaro García y el jesuita catalán Xavier Albó para defender la atomización de Bolivia en la nueva Constitución Política del Estado en 36 naciones, con autogobierno, territorios con base étnica y la facultad de decidir el destino de los recursos naturales renovables y autorizar o no la explotación de los no renovables.
Se trata de un argumento exógeno, que no proviene de organizaciones representativas de la sociedad boliviana ni recoge la herencia de sus pensadores más importantes, como Montenegro, Céspedes, Quiroga Santa Cruz, Ortiz Mercado, Zavaleta y Almaraz, sino que copia, sin condolerse por la frágil estructura del Estado nacional, postulados que nacen del debilitamiento de la biodiversidad europea, problema que debe resolverse, desde su óptica, mediante el control de la biodiversidad de los países periféricos. Tal objetivo, financiado por los centros de poder mundial, busca ser alcanzado mediante negociaciones con dispersos pueblos indígenas, a fin de sortear la resistencia de estados nacionales.
Lo que el vicepresidente y el jesuita catalán tienen que explicar ahora es el por qué Bolivia es (por lo menos hasta ahora) el único país del mundo que convirtió en ley ese instrumento del Nuevo Orden Mundial (NOM), interesado en controlar, además, el gas, el petróleo y los minerales. Si la mencionada declaración de la ONU es la panacea, ¿por qué el resto de los países que la respaldaron no la convierten en instrumento legal?
Es obvio que Bolivia debe avanzar en eliminar sus ancestrales exclusiones sociales que aún gravitan en la comunidad boliviana. Infelizmente, el planteamiento plurinacional del oficialista Movimiento al Socialismo (MAS) sirvió a algunas oligarquías regionales para elaborar «estatutos autonómicos», cuya intencionalidad separatista es inocultable. Así, por ejemplo, el Estatuto de Santa Cruz incluye las siguientes competencias: Legislativa, organización de instituciones autónomas, régimen electoral propio, administración de la educación, tierra, agricultura y ganadería, asuntos forestales, áreas protegidas, biodiversidad, tributos, hacienda, ordenamiento territorial, transporte terrestre y reconocimiento de personerías jurídicas, entre otras. (DPA 13-XII-07). En caso de controversias, las sentencias departamentales son inapelables.
Estas exigencias buscan conservar latifundios como el del Presidente del Comité Pro-Santa Cruz, Branco Marinkovic, quien cercó con alambre de púas la enorme laguna existente en su propiedad agraria o mantener sistemas de trabajo esclavista en ciertas regiones del país. Desde el fundamentalismo indigenista y del separatismo oligárquico se le da la razón a Mike Falcoff, el asesor del vicepresidente norteamericano Dick Cheney, quien aseguró, el año 2004, que pronto asistiríamos a la desaparición de Bolivia.
La primera obligación de un gobierno popular, como el de Evo Morales, es unir a la ciudadanía y no exacerbar sus diferencias étnicas. El fortalecimiento de esa unidad pasa por aislar a los fundamentalistas del indigenismo y del separatismo cruceño. Pasa por consolidar el mestizaje e incorporar a la comunidad nacional valores de los pueblos indígenas, portadores de culturas milenarias, convencidas, al igual que el resto del país, que ser revolucionario en la Bolivia de hoy, implica defender su integridad territorial, su biodiversidad y sus recursos estratégicos.