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Los sueños de Ana Frank

Fuentes: Página/12

El lunes 27 de marzo el Ministro de Educación, Esteban Bullrich, y el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, firmaron con el titular de la Casa de Ana Frank, Ronald Leopold, un convenio destinado a mantener «una relación de cooperación, coordinación e intercambio recíproco para divulgar el legado de Ana Frank» en las escuelas argentinas […]

El lunes 27 de marzo el Ministro de Educación, Esteban Bullrich, y el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, firmaron con el titular de la Casa de Ana Frank, Ronald Leopold, un convenio destinado a mantener «una relación de cooperación, coordinación e intercambio recíproco para divulgar el legado de Ana Frank» en las escuelas argentinas con el propósito de «afianzar el diálogo y fomentar la tolerancia entre los jóvenes». En aquel momento, el ministro se pronunció de un modo que distintos medios de comunicación y también en redes sociales fue calificado como «increíble», «desafortunado» y «repudiable». El Ministro dijo: «Ana Frank es un símbolo muy importante, especialmente trabajando en Educación. Ella tenía sueños, sabía lo que quería, escribía sobre lo que quería; esos sueños quedaron truncos, en gran parte por una dirigencia que no fue capaz de unir y llevar paz a un mundo que promovía la intolerancia». Mucho se ha dicho y escrito sobre su pronunciamiento frente al nazismo: una dirigencia incapaz de unir y llevar paz a un mundo que promovía la intolerancia. Pero qué hay del modo en que se refiere a Ana Frank.

Pocos años después de finalizada la segunda guerra mundial, Adorno y Horkheimer publican desde el exilio su crítica a la razón instrumental en Dialéctica del iluminismo. La racionalidad técnica, promesa que la modernidad traía consigo en forma de progreso, era la racionalidad del dominio que después de Auschwitz, no quedaban dudas, se extendía del dominio de la naturaleza al de los sujetos. Uno de los conceptos clave que introducen estos autores es el de industria cultural. En singular. No las industrias culturales que hoy en todas las sociedades, al menos en Occidente, tienen sus propias áreas dentro de los ministerios, sino industria cultural a secas. Los autores planteaban que la civilización concedía a todo un aire de semejanza. Su aporte principal era pensar el universo cultural a través del proceso de mercantilización. Sano es aquello que se repite, el ciclo tanto en la naturaleza como en la industria. Pero la repetición no es gratuita para quien la acepta porque es esa constante repetición de lo mismo lo que regula la relación con el pasado. Lo nuevo, aquello que aún no ha sido experimentado, es descartado como riesgo inútil (en aquel tiempo, Adorno y Horkheimer no llegaron a visualizar que en algún momento el riesgo de lo nuevo también tomaría la lógica de la mercantilización, como hoy lo confirman distintos fenómenos culturales). Así, las sociedades contemporáneas nos acostumbramos al ritmo de la producción y reproducción mecánica. Nos sentimos cómodos con aquello que reconocemos. Estereotipo, formato y género nos proporcionan esa cuota cotidiana de tranquilidad.

«Ana Frank es un símbolo muy importante, especialmente trabajando en Educación», dijo el Ministro que junto con el presidente nos han prometido una revolución de la educación que, a la luz del conflicto docente, parece ser solo una promesa de campaña. ¿Símbolo de qué es Ana Frank? ¿Desde dónde abordarlo en los programas educativos si los hechos se han borrado? Si no hay historia ni contexto, Ana Frank más que símbolo del Holocausto es un mito, entendido como un habla despolitizada. Al pasar de la historia a la naturaleza, el mito efectúa una economía: consigue abolir la complejidad de los actos humanos, les otorga la simplicidad de las esencias, suprime la dialéctica, cualquier superación que vaya más allá de lo visible inmediato, organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas, sostenía Barthes. A fines del año pasado, Alejandro Rozitchner, asesor del presidente y coach de talleres de entusiasmo, se preguntaba: «¿Cómo hacemos [para] que la educación les sirva a los chicos? ¿Cómo hacemos para que la educación les dé a los chicos algo que los haga más felices, capaces y productivos?» En aquel video que se viralizó en redes sociales, el asesor presidencial insistía en la «necesidad de dejar de criticar la sociedad y señalar sus defectos sino desarrollar la capacidad creativa, la invención, la comprensión, el deseo, las ganas». Desde su punto de vista, el pensamiento crítico es una locura que aqueja a nuestro país y que si bien es un aspecto del pensamiento, es un aspecto negativo. Hannah Arendt, quien seguramente también pensaba que Ana Frank era un símbolo muy importante, concretamente del genocidio perpetrado por el nazismo, hacía una diferenciación entre conocer y pensar. El conocimiento implica acumular teorías, ideas y saberes, como así también, resolver cuestiones de tipo técnico. Sin embargo, el pensamiento es aquel diálogo continuo y profundo con uno mismo en soledad. Una idea que Arendt toma de Sócrates. Esta reflexión, desde ya, es crítica e implica pensar sobre nuestras acciones y, a la vez, sobre la ejemplaridad de estas acciones, requiere de empatía, esto es, ponerse en el lugar del otro. Este diálogo interior es el que fortalece nuestra conciencia y hace difícil que podamos olvidar. Una relación de ida y vuelta porque al dificultar el olvido de aquello que vemos y hacemos, el diálogo interior fortalece nuestra conciencia. Sin pensamiento, sin diálogo interior, no hay reflexión crítica, por lo tanto, no somos responsables ni de lo que vemos ni mucho menos de lo que hacemos. Entonces, ¿cómo trabajar el legado de Ana Frank en las escuelas?

«Ella tenía sueños, sabía lo que quería, escribía sobre lo que quería y esos sueños quedaron truncos», expresó el Ministro de Educación. Si algo parecen tener en común todos los jóvenes es su condición de incomprendidos, al menos esa es la realidad que nos presenta la industria cultural. Juventud, rebeldía, incomprensión, sueños. Palabras que forman parte de un universo significante. Los motivos que impiden concretarlos pueden ser muchos. Una dirigencia que no sabe unir ni llevar paz a un mundo que promueve la intolerancia. O un cáncer terminal, como le sucede a la protagonista de Bajo una misma estrella, el libro escrito por John Green que encabezó la lista de los más vendidos durante varios meses, que casualmente, o no, pide como último deseo conocer la casa de Ana Frank y con tubo de oxígeno en mano cruza el Atlántico desde EEUU a Amsterdam y con el poco resto que le queda logra subir hasta el altillo donde fue escrito el diario. Porque si hay algo que no pierden los jóvenes es la capacidad de soñar aun en los momentos más difíciles. Al menos, esto lo dicen las reseñas de Bajo una misma estrella. Y el Ministro de Educación. Cuando Ana Frank queda vacía de historia y contexto es posible licuar el nazismo y hacer de él una dirigencia que no es capaz de unir. Cuando se ubica a Ana Frank en su contexto histórico-político es imposible no dar cuenta del nazismo como un genocidio en el que murieron seis millones de personas.

La pregunta que vale hacerse es cómo se trasmite hoy un trauma de la humanidad a las generaciones que nacieron después del Holocausto. ¿Cómo hacerlo sin caer en los estereotipos a los que nos tiene acostumbrados y adormecidos la industria cultural? ¿Cómo hacerlo si no es incentivando desde las aulas ese diálogo interior que fortalece nuestra conciencia y garantiza la memoria?

Débora Mundani, docente e investigadora de FSOC-UBA

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/31255-los-suenos-de-ana-frank