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Los testigos de Putin: munición para una guerra cognitiva

Fuentes: Rebelión

Filmar un documental sobre una temática política o social, implica, indefectiblemente, que el documentalista mostrará su punto de vista y su ubicación ideológica ante un acontecer, unos hechos o unos protagonistas históricos.

El pasado 26 de mayo, Javier Gallego entrevistó en su programa Carne Cruda* al documentalista ruso Vitaly Mansky a propósito de su documental Los testigos de Putin. El documental fue estrenado en 2018 pero hoy recobra actualidad en el contexto de la invasión del ejército ruso en Ucrania.

El documental de Mansky y la entrevista al respecto en Carne Cruda, tienen su interés, fundamentalmente porque, en ambas, el cineasta deja al descubierto algunas cuestiones poco compatibles con cierta integridad intelectual, tanto en relación al discurso cinematográfico como en relación a los fines políticos del trabajo.

Acometer un documental para criticar a un presidente es algo absolutamente legítimo, sea Vladimir Putin o sea Nicolás Maduro, por poner dos casos sospechosamente mediáticos. Conviene, no obstante, establecer algún punto de partida deontológico en relación con el documental político como género peculiar:

filmar un documental sobre una temática política o social, implica, indefectiblemente, que el documentalista mostrará su punto de vista y su ubicación ideológica ante un acontecer, unos hechos o unos protagonistas históricos; la posición ética del documentalista debe ser, sin embargo, humildemente subjetiva y en permanente diálogo consigo mismo y con lo que él filma; la traducción final de todos estos equilibrios se sustanciará en la mesa de edición, auténtico paritorio de las claves argumentales y estéticas de lo filmado, pero será siempre esa subjetividad honesta, humilde y equilibrada, la mejor forma en que el género documental pueda abordar unos hechos con criterios didácticos y esclarecedores. Una última reflexión: el documental político ha podido tener, en ocasiones, pretensiones propagandistas nítidas y convertirse, incluso así, en un referente artístico de primera magnitud: Leni Riefenstahl o Santiago Álvarez fueron, por poner algún ejemplo, dos referentes de signo ideológico muy diferente, que pueden ilustrar esta dimensión vanguardista de la obra documental filmada, destacando además, (independientemente de lo que nos puedan parecer sus compromisos políticos) que ninguno de los dos camuflaban sus intenciones con subterfugios artificiosos.

Me parece importante tener en cuenta todas estas cuestiones antes de realizar una mirada crítica sobre esta cinta que recoge una secuencia político-temporal exacta de un año: desde la Noche Vieja de 1999 hasta la misma fecha del año 2000. Vasily Mansky construyó un documental a partir de todo el material filmado a Vladimir Putin en el transcurso de aquellos 365 días.

Mansky había sido elegido por el entorno presidencial como la persona adecuada para rodar todos aquellos aspectos humanos y cotidianos que pudieran ensalzar y dar a conocer al país, al que, en aquel momento, era un político que nadie conocía: Vladimir Putin, designado por Boris Yeltsin como su sucesor in péctore; el propio Vasily Mansky asegura en la entrevista que concede a Carne Cruda, que en aquel momento (yo) “no le conocía”.

El documental arranca el día de año nuevo del año 2000 en el hogar del cineasta. Vasily, cámara digital en mano, recoge escenas entre simpáticas y cursilonas de sus hijas y su mujer; ésta, sin embargo, en un momento determinado, le recrimina la despreocupación que muestra por el nuevo nombramiento de Putin como presidente el día anterior; una de sus hijas adolescentes compara incluso a Putin con Mao Zedong, y su mujer, muy enfadada, reivindica ante a la cámara la época de Yeltsin como algo que desgraciadamente tocará a su fin con la llegada del ex coronel de la KGB a la presidencia. Esta diatriba ante la cámara es algo más que una anécdota filmada, ya que supone, como luego veremos, el posicionamiento ideológico nada disimulado del propio Vasily Mansky. Cabe hacernos una pregunta de situación y plantear una sospecha cronológica: ¿Cómo es posible que la mujer y la hija adolescente de Mansky tuvieran un criterio tan claro del nuevo presidente, si ni siquiera el autor del documental lo conocía? ¿Están filmadas esas imágenes el primero de enero del año 2000?

En el documental hay tres aspectos formales en los que, como un alfarero, Vitaly Mansky va moldeando su intencionalidad política de manera inteligente, pero de algún modo, poco honesta:

En primer lugar, el uso y abuso de una música de tintes tétricos destinada a sugerir una personalidad sombría y siniestra de Vladimir Putin; un procedimiento cinematográfico más propio de la ficción relacionada con el terror o el thriller psicológico.

En segundo lugar, la voz en off en la que el propio Mansky expresa legítimamente, su criterio sobre las cronologías y los significados políticos de las decisiones que el nuevo presidente de Rusia va tomando; es en la narración que acompaña las imágenes, el espacio en el que Mansky se siente más libre, pero también, en el que más proselitista desarrolla a favor de la época que precede a Putin.

Por último, un inteligente manejo de la cámara que va fijando los detalles que el documentalista quiere resaltar; una cámara que se tornará más impertinente y pegajosa en la medida en que Putin vaya tomando medidas de gobierno que no son del agrado de Mansky; en esos momentos las preguntas incisivas y los debates filmados con Putin ofrecen lo más interesante del documental. Mansky se refiere a estas preguntas de manera arrogante en Carne Cruda: “preguntas en las que éste (Putin) no estaba dispuesto a estar de acuerdo”, de acuerdo, se entiende, con los criterios del documentalista.

Es lógico que Mansky recurra a estos recursos formales, porque de otro modo, no hubiese podido reconvertir un material filmado con funciones apologéticas a favor del heredero de Boris Yeltsin, en una visceral y caprichosa arma arrojadiza.

Hay un aspecto central en el documental que no pasa desapercibido: Vasily Mansky se encuentra muy vinculado ideológica y afectivamente al círculo que acompañó al saliente Boris Yeltsin. Además, la manera en que Mansky filma el entorno familiar de Yeltsin denota cercanía, afecto y sintonía política.

Es precisamente en este aspecto en el que Mansky nos da gato por liebre. En un desliz que lo delata, afirma en Carne Cruda que, su trabajo “no es un film propagandistico”, sin embargo, su documental y sus declaraciones son de principio a fin, una indisimulada defensa de la gestión de Boris Yeltsin y su círculo ultraliberal; “acabaron con las libertades en Rusia”, llega a afirmar en Carne Cruda, refiriéndose a Putin; Mansky olvida, que las formas políticas de Yeltsin eran tan autócratas como las de su delfín, y que habían acarreado, en nombre del libre mercado, un sufrimiento a la población rusa concretado en el deterioro de los servicios sanitarios y educativos y en el saqueo de la propiedad pública, que pasó a manos de una nueva burguesía cleptócrata, especializada en el pillaje de las empresas estatales. El descenso de la esperanza de vida de la población en este periodo fue el dato que mejor verificaba el desastre de una gestión volcada en la transición acelerada a un capitalismo salvaje, que, al parecer, Mansky recuerda como una época de utopía.

De alguna manera, el cineasta va filmando también, la cristalización de su propio odio hacia Putin, al presentir que éste, a modo de un Oliver Cromwell ruso, va a definir nuevas esferas de interés y nuevas reglas de juego, en las que el estado volverá a jugar un papel de mano firme, tanto en lo político como en lo económico. Mansky intuye este giro en la recuperación que Putin hace de elementos estéticos y emocionales que considera centrales para una recuperación de la autoestima nacional: en concreto, la simbología soviética en las fuerzas armadas y la reinstauración del himno de Aleksándrov, con la letra de Serguéi Mijalkov. Mansky filma este contexto de decisiones y arremeterá, como un niño al que le han roto un juguete, contra las intenciones de Vladimir Putin.

En uno de los últimos pasajes del documental, Vitaly Mansky celebra la Noche Vieja con la familia de Boris Yeltsin: después del brindis y los parabienes , el documentalista recaba la opinión de su admirado ex presidente sobre la recuperación por parte de Putin del himno de Aleksándrov-Mijalkov; Yeltsin, no sabemos si ya próximo al delirium tremens, responde al referirse a Putin con un escueto, “es un rojo”. Es una anécdota que Mansky resalta, pero que resulta cómica y patética a su pesar, y no hace más que confirmar la pérdida de papeles del autor del film.

No hay nada en este trabajo que lo acerque a los grandes del género del documental político, no hay auténtica perspectiva histórica, no hay una auténtica crítica contextualizada. No hay nada que equipare a Vitaly Mansky con los Fernando Pino Solanas, con los John Pilger, con los Patricio Guzmán o con los Oliver Stone.

Estamos ante un trabajo que, a buen seguro, cumplirá su función a favor de la narrativa mediática occidental, gozando ya, de gran divulgación mediática.

Siento no estar de acuerdo con mi admirado Javier Gallego: Los testigos de Putin no es un documental “brillante”.

Nota:

* https://www.eldiario.es/carnecruda/programas/vitaly-mansky-hombre-sombra-putin_132_9023690.html

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.