Una de las acusaciones más infames, torpes y malintencionadas que recibieron los defensores de la gesta de 1982 fue la que afirmaba que la reivindicación de la causa Malvinas convertía a quien la realizaba en enemigo de la democracia, cómplice de la dictadura y, por lógica consecuencia, en sospechoso de avalar el terrorismo de Estado.
Parecería existir un muro infranqueable entre la lucha por los derechos humanos y la defensa de la soberanía nacional a la que remite Malvinas. En estas pocas líneas sostendré la tesis contraria: bien entendida, la causa Malvinas es la antítesis del terrorismo de Estado ejecutado por la dictadura liberal-oligárquica. Me propongo demostrar que fue precisamente por ese motivo que al ocupar Malvinas la dictadura extendió, sin siquiera imaginarlo, su propio certificado de defunción.
¿Qué fue la dictadura que se instaló en la Argentina en 1976?, ¿cuál fue su proyecto político y su naturaleza histórica? ¿en qué marco continental desplegó su accionar? ¿cuál fue el sistema de fuerzas sociales y políticas que la prohijó? Estas preguntas, y otras del mismo tenor, son claves para entender el verdadero significado de la dictadura. De lo contrario, lo acontecido en el período que analizamos se torna inexplicable o, sencillamente, atribuible a un estallido de violencia y locura ininteligible.
Empecemos por lo básico. La dictadura de Videla y Martínez de Hoz fue la expresión local de un conglomerado de dictaduras del mismo cuño que gobernaron la mayor parte de América Latina en los ’70 y ’80. Expresaban todas ellas la reacción de las clases dominantes de cada país al ciclo de alza de masas que sacudió la década del ’60, inaugurado con el triunfo de la Revolución Cubana. Las oligarquías monoproductoras amenazadas por la rebelión popular, completamente subordinadas a la estrategia continental norteamericana, crearon las condiciones políticas y psicológicas para la intervención de los Ejércitos, formados bajo la égida de la Doctrina de la Seguridad Nacional diseñada por EEUU. Se ha escrito una abundante literatura sobre el tema y no es necesario extendernos aquí.
Lo que queremos destacar es el hecho de que la violencia represiva de la época era la reacción contrarrevolucionaria a la situación revolucionaria que la antecedió, que por lo demás tenía un alcance planetario (Asia, África, Europa, etc). Su blanco eran los sectores populares internos que amenazaban con sus luchas el statu quo semicolonial vigente; su propósito de fondo fue iniciar una reconversión profunda de la economía y la sociedad. Los Ejércitos latinoamericanos resignaban sus mejores tradiciones independentistas y su origen popular para convertirse en guardianes de los intereses de los grupos monopólicos nativos, estrechamente ligados al sistema financiero internacional (FMI, Banco Mundial, etc). Con independencia de la crítica que merece el aventurerismo suicida de los grupos armados de la época en nuestro país, es indudable que el alcance y la intensidad del exterminio resultaba a todas luces desproporcionado en relación con el débil apoyo popular de esas organizaciones. Se trataba, en realidad, de disciplinar a la clase trabajadora en su conjunto y asestarle un golpe definitivo a la Argentina industrial forjada durante el peronismo, que se destacaba en el continente por el elevado nivel de sindicalización obrera y las importantes conquistas de derechos sociales y laborales. En la puja irresuelta de las décadas precedentes entre el bloque nacional-popular y el bloque oligárquico imperialista, el golpe de estado que desalojó al gobierno de Isabel Perón en 1976 tenía como misión zanjar definitivamente la disputa en favor de los segundos. Esa era su tarea histórica fundamental, para eso había sido ungido en el poder político y por eso recibió un férreo apoyo de los factores de poder real de la Argentina (Sociedad Rural, Asociación de Bancos, APEGE, la gran prensa comercial, etc). Del mismo modo, con las especificidades propias de cada caso, las demás dictaduras sudamericanas (Chile, Bolivia, Brasil, Perú, Uruguay, etc) cumplían idéntica misión de peones de la CIA y el Pentágono en el marco de la guerra fría.
La ocupación de Malvinas pateó violentamente el tablero local y continental. Sin mediar indicio alguno las FFAA torcieron sus fusiles y apuntaron hacia afuera, nada menos que hacia las potencias hegemónicas de Argentina y América Latina, contradiciendo con ese acto la razón misma de su existencia. Más tarde o más temprano el poder fáctico le pasaría factura, sus días estaban contados. Naturalmente, la camarilla militar de Galtieri lejos estaba de proponerse encabezar una guerra de emancipación nacional. Se objetivo era producir un acto meramente propagandístico y retirarse decorosamente. La propia crisis interna de Margaret Thatcher y la inmensa movilización popular de apoyo a la causa nacional le impidieron retroceder sobre lo andado y consumar el acto de manipulación política. La dictadura, sin quererlo, quedó enredada en su propia madeja. Actuó como el aprendiz de brujo: desató fuerzas que no pudo controlar.
Puede decirse que todo lo sucedido entre abril y junio de 1982 se desenvolvió alrededor de una contradicción insuperable entre el carácter objetivamente anticolonial de la contienda con Gran Bretaña y la OTAN y la conciencia colonizada de los altos mandos de las Fuerzas Armadas argentinas, formateadas para perseguir al enemigo interno. Pero esa contradicción no pudo alterar el significado histórico de la gesta, que superó ampliamente la miopía y la traición final de su conducción político-militar, pues dicho significado se lo otorgó la movilización popular continental que la acompañó.
De lo anterior se desprende que el intento de emparentar la cruel represión contrarrevolucionaria de la dictadura (terrorismo de Estado), realizada en beneficio de la estrategia continental de EEUU, con Malvinas, que fue un enfrentamiento directo con ese mismo imperialismo y su principal socio (Gran Bretaña), no resiste un análisis consistente. Esa asociación fue una maniobra de los centros ideológicos metropolitanos para deslegitimar la patriada malvinera y urdir una trama confusionista y desmovilizadora que nos recolocara nuevamente en el campo de la dependencia semicolonial, ahora bajo la sacrosante ‘institucionalidad democrática’.
Con fundamento en lo dicho hasta acá, sostengo la hipótesis de que la guerra anticolonial de 1982 constituyó una anomalía respecto del carácter oligárquico y proimperialista de la dictadura y, por esa razón, marcó definitivamente su final. La tarea de aniquilamiento físico y político de la generación insumisa para la que había sido llamada ya se había cumplido con creces. Se abrió entonces una etapa de revisión y replanteo de la estrategia norteamericana hacia América Latina que consistió en promover democracias partidocráticas, inermes y fatalmente domesticadas.
Fernando Cangiano fue soldado combatiente de Malvinas e integrante del Espacio de Reflexión La Malvinidad de Argentina
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