La realidad de México parece siempre indescifrable. Al menos a destiempo o con saltos brutales -muchas veces hacia el abismo-. Por muchos años vivió la «dictadura perfecta»: sin gobiernos militares al estilo sudamericano instaló un genocidio silencioso al interior del país, que lograba su maquillaje ideal a través de una diplomacia externa que se mostraba […]
La realidad de México parece siempre indescifrable. Al menos a destiempo o con saltos brutales -muchas veces hacia el abismo-. Por muchos años vivió la «dictadura perfecta»: sin gobiernos militares al estilo sudamericano instaló un genocidio silencioso al interior del país, que lograba su maquillaje ideal a través de una diplomacia externa que se mostraba solidaria a las luchas de otros pueblos y alojó en su seno el exilio político de miles de militantes de todas partes.
Luego y gracias a este mismo sigilo con que se montaba todo, se instaló con firmeza uno de los neoliberalismos más salvajes. Mientras en la región se hacían gobierno diversas expresiones de izquierdas populares o progresistas, en México se desmontaba encarnizadamente los pilares básicos de la diezmada soberanía nacional y se pasaba por encima cualquier resquicio de democracia representativa que pudiese existir.
Hace apenas un año llegó al gobierno un personaje de izquierda opositor -al menos en el discurso- a aquel modelo neoliberal. Una vez más, el destiempo: México parecía erigirse como la posibilidad de un futuro nuevamente progresista para el resto de América Latina. Por entonces, se recrudecía en la región un sistema de agobio y miseria para los pueblos, barriendo profundamente con las conquistas sociales del pasado «ciclo progresista» (Piñera en Chile, Bolsonaro en Brasil, Moreno en Ecuador, Macri en Argentina, Duque en Colombia).
Sin embargo, mientras las grandes movilizaciones populares de los últimos días se convierten en los focos principales de la movilización anti capitalista en Haití, Ecuador y Chile, en México el narcotráfico encabeza ejercicios insurreccionales para enfrentar las detenciones del Ejército, y, por otro lado, el nuevo presidente acusa a los movimientos sociales auténticos de «conservadores radicales de izquierda» y «corruptos». Entonces, aunque parezca que México fue un faro, vuelve a presentarse como el maquillaje perfecto de una política económica, política y militar que busca acabar con cualquier posibilidad de expresividad social y contener el descontento que la situación de violencia y miseria pueda abrir.
Sin duda alguna el triunfo de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en las elecciones presidenciales de 2018 constituye un suceso trascendente que rompió con una cadena de fraudes electorales. Tuvo un respaldo popular aplastante, cuyo simbolismo principal se centró en ser un rotundo y eficaz rechazo mayoritario a quienes ejecutaron una de las formas más voraces y criminales de dominio del capital en el mundo.
A lo largo de su campaña, pero sobre todo desde el día en que se anunció su triunfo, AMLO habló de que su gobierno realizaría una Cuarta Transformación en México (4T). Esto en alusión explícita y como continuidad de 1. las luchas por la Independencia, 2. la Guerra de Reforma y 3. la Revolución mexicana, procesos históricos que tuvieron como actores principales a sectores populares con proyecciones políticas radicales de liberación social y nacional. Siempre se esforzó por dejar en claro varias cosas: que la 4T respetaría el marco legal existente y a diferencia de las otras 3 revoluciones, no sería de carácter violento; que no llamaría a Asambleas Constituyentes, a diferencia nuevamente de la síntesis que adquirió los otros 3 procesos; y que tampoco buscaría transformar el marco de la «democracia» instituida, ni prolongaría su mandato más de los seis años establecidos. Prometió concentrarse en la reducción de los salarios de los altos funcionarios, la austeridad del Estado, el despido de la burocracia, para así mejorar la distribución de la riqueza a través de programas sociales. Promover una Cartilla Moral para acabar con la corrupción y restituir los valores a la ciudadanía. Aquella Cartilla, que se presenta como la posibilidad de una reconstrucción social profunda, es un documento redactado por un intelectual (Alfonso Reyes) en la década del 40 que no tuvo mayor trascendencia en su momento de publicación. Ya Carlos Salinas de Gortari había intentado, sin éxito tampoco, retomarla para reconstruir el sistema de valores liberales, y ahora los encargados de repartir y predicar con aquel son los sectores de iglesias evangélicas con apoyo económico del Estado. Por su parte, en relación al crimen organizado AMLO prometió llevar adelante una estrategia contraria a la llamada «guerra contra el narcotráfico» (impulsada principalmente por Felipe Calderón) cuyos resultados fueron desastrosos para la sociedad mexicana, aunque nunca aclaró los pormenores de esa estrategia ni los alcances verdaderos. Mientras tanto, en cuanto a números de víctimas se trata, la situación de emergencia y desastre continúa en ascenso.
A diez meses de su asunción, López Obrador sigue con un enorme apoyo popular. Sus programas sociales avanzan, aunque torpemente, por todo el territorio nacional. A donde llegan son bien recibidos. Prometió separar el poder económico del poder político, decretó el «fin del periodo neoliberal» y la abolición de las zonas económicas especiales -no para liquidarlas, sino para extenderlas en una macro región que abarca todo el sur del país-. Sus proyectos económicos avanzan con el respaldo de los principales empresarios que otrora fueron sus enemigos y con la oposición legítima de sectores populares, muchas veces dueños de las tierras en que se pretenden implementar. Pararon los aumentos diarios de los precios de la gasolina, pero sigue aumentado su precio de modo moderado. Ha iniciado procesos de investigación y encarcelamiento contra algunos funcionarios de los gobiernos anteriores, pero sigue sin tocar a los ex presidentes. No se niega a atender a los movimientos populares, a los cuales no les ha resuelto sus demandas en lo fundamental y, en la mayoría de los casos, más bien anatemiza y confronta. La expresión más clara es la de un padre de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, que el pasado 26 de septiembre dijo «el nuevo gobierno nos atiende (…) nos ha dado esperanza, pero no resultados». Se ha empeñado en limpiar la imagen del Ejército y la Marina legalizando sus labores policiales -y militarizando el país- a través de la Guardia Nacional. A nivel latinoamericano ha deslumbrado con recuperar los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos. Fue doblegado por Donald Trump para implementar la política de Seguridad Nacional de Estados Unidos en territorio mexicano en contra de los migrantes, «salvando» así a México de cualquier tipo de sanción. Acogió en la Embajada de Ecuador a personajes políticos perseguidos por Lenin Moreno al mismo tiempo que elogiaba al Fondo Monetario Internacional (FMI) diciendo que ese organismo «ya cambió» (en alusión a que no tiene las mismas políticas que él mismo criticó cuando era oposición). Una vez más, México se maquilla para el mundo.
Con ese escenario tan contradictorio resulta obvio que la amplia gama de actores que se asumen de izquierda en México y principalmente los sectores populares organizados no se pongan de acuerdo sobre el nuevo gobierno, y unos y otros se acusen entre sí de «hacerle el juego a la derecha» -si se oponen a AMLO- o de «apoyar a un gobierno que representa más de lo mismo». El debate es muy complejo. Tiene como fondo los agravios de larga data en contra de los sectores populares, la rabia acumulada, el desgaste, la división y el descrédito de los movimientos sociales (que AMLO ayuda a profundizar) y el peligroso juego de sectores de ultra derecha que intentan construir una oposición al gobierno no sólo a través de la defensa de sus intereses de clase, sino también asumiéndose como los protectores de los sectores populares.
Resaltando que aún queda pendiente una caracterización más profunda de la composición, estado, posiciones y posibilidades de los sectores del campo popular, cuestión que no abordamos en este texto, nos dedicaremos por último a resaltar una cuestión que entraña la realidad mexicana y puede ayudarnos a definir los límites y los alcances del gobierno actual. El periodista Luis Hernández Navarro (LHN) ha sido quien desde la campaña electoral de AMLO argumentó de modo riguroso qué implicaría una 4T en función a lo que fueron las otras 3 revoluciones en México y cómo no existe en el discurso ni en los hechos medidas políticas que vayan encaminadas a ello1. Con excepción de LHN, y a pesar de que el debate en torno a ello es intenso, las posiciones nunca superan las marcas superficiales. Los defensores sostienen la esperanza en un proceso de larga duración ya que «no se puede desmontar en un año lo que se construyó en 30 u 80 años», que para hay que tener paciencia y no «obstruir» el trabajo. Imaginan que será hasta pasada la mitad del mandato que se tomarán las medidas más fuertes. Por otro lado, el crimen en contra de Samir Flores, uno de los principales luchadores sociales que se enfrentó en sus comienzos a los megaproyectos de AMLO, la continuación de la violencia, el papel del Ejército, los megaproyectos sostenidos por los intereses transnacionales, el ataque verbal a los movimientos sociales por el Presidente y la composición del gabinete de gobierno fortalecen la argumentación en contra.
Todo esto contiene un tema central: ¿Por qu é un gobierno tiene que recurrir a hablar de una transformación y esforzarse por presentarse como una revolución tan radical como las que han tenido lugar en la historia de M é xico?
Es imprescindible resaltar que el volver a poner en el centro del debate político la palabra Revolución (aunque edulcorada en el término Transformación ) responde a querer trascender un estado social tan complejo que puso en el centro del debate el riesgo de un posible alzamiento social por los niveles extremos de miseria, explotación, desigualdad social, desplazamiento y desapariciones forzadas, violencia y por ende, deslegitimidad total del Estado. Es por eso que en años anteriores se operaron los fraudes electorales y políticas de terror para controlar la población de forma coactiva. La «guerra contra el narcotráfico», como principal ejemplo, fue realmente un proceso de guerra genocida, irregular y permanente en contra de la población, que hasta ahora suma más de 200 mil asesinatos, más de 50 mil desaparecidos, cerca de dos millones de desplazados por violencia y que sin aparecer nunca como un tema central, puso en condiciones sumamente desfavorables a los actores populares que potencialmente podrían enfrentar al Estado. Y, aunque las cifras resultan escandalosas -sólo encuentran similitud con los países que han sido invadidos o están en guerra como Irak, Libia, Afganistán y Siria- no alcanzan a ilustrar el tamaño del desastre que se vive, pues el nivel de impunidad es del 98%2, el crimen organizado controla una parte importante de la agricultura de exportación, la minería y las principales zonas estratégicas del país; las autoridades están infiltradas en todos sus niveles y las posibilidades de acción por parte del Estado parecen haber llegado a niveles en los que «no tiene capacidad» de frenar las dinámicas de violencia, las cuales están en constante mutación -hacia formas más sofisticadas de terror-. Todo esto indica que se ha alcanzado niveles tan complejos de control que hace que la adaptación de la población -a través de un terrorismo estatal y paraestatal permita el manejo de cualquier crisis política y que la economía e intercambio mundial funcionen con cierta estabilidad.
Ante la profundización del capitalismo más salvaje según los caprichos y necesidades de Estados Unidos -como hegemón imperial en México- se instaló un tipo de guerra contra-insurgente, aún sin contar con una insurgencia conformada (lo que en otros momentos se llamó plan sistemático de terror o «doctrina de seguridad nacional»). Y, una vez que se amarró gran parte del proyecto capitalista imperial, ante un hartazgo social constante, que tomó expresiones amenazantes en 2006 con la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), en 2009 y 2010 con la lucha de los electricistas, 2011 con el Movimiento Por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), 2012 con #YoSoy132, 2013 y 2015 con la CNTE y 2014 con Ayotzinapa más la presencia del EZLN y otras expresiones armadas, de policías comunitarias y la constante aparición de luchas territoriales indígenas, se tuvo que ceder protagonismo a una expresión política de centro izquierda que no podía sino asumirse como resultado de esa oposición y de su tradición previa, prometiendo sintetizar en su programa de gobierno el acumulado de demandas, aunque sin hacer de fondo una verdadera transformación .
El curso ulterior de lo que acontezca en México estará marcado por esa tensión hoy casi inviable. Así como actualmente no deja de sorprendernos lo que pasa en Ecuador y Chile, donde nadie podía imaginar grandes rebeliones en sociedades que aparecían apáticas o al menos estables, habrá que agudizar la mirada y los sentires sobre lo que pase en México. Por ahora es posible suponer que habrá choques reales (y no producto de la manipulación de la derecha, como si intenta alarmar) en el sur del país con los megaproyectos estelares del nuevo gobierno; que la precariedad laboral continuará a la par que los programas sociales resultarán insuficientes. Que el cambio climático impactará fuertemente en el campo y las cosechas, así como ya impactó la tardía repartición del fertilizante en Guerrero (cuyos resultados en los bolsillos de las familias campesinas aún no se expresan) y que el recorte en casi la mitad del presupuesto al campo se agudizará aún más. Que las críticas al gobierno por el operativo fallido para detener a un hijo del Chapo Guzmán (protagonista principal de las series de narcos que tanto ayudan a normalizar la violencia en estos territorios, y líder del cártel más poderoso del país) vinieron de la mano de una exigencia desesperada por ejercer la violencia en contra de los narcotraficantes en un momento en que, aunque con cambio en la estrategia de seguridad, la violencia sigue aumentando, llegando a niveles mayores respecto al 2018 y se alimenta la frustración ante triviales expresiones de AMLO3 frente a la situación límite que se vive en ciertas regiones.
Esperamos que la indescifrable realidad mexicana pueda llevarnos ¡por fin! a sincronizarnos con los tiempos de toda América Latina y el Caribe, si éstos son de rebeldía y de revolución. Pero no dejemos de lado que para ello se requiere de organización, fuerza social en movimiento, estrategia, disputa pol ítica efectiva y creación de una unidad capaz de convertirse en proyecto de cambio y de gobierno. La situación es tan grave que si esto no ocurre, no estamos sólo ante un gobierno que en el peor de los casos desanime a sus seguidores, sino ante posibles salidas desesperadas que nos lleven a cavar más hondo el abismo en que México cayó hace ya muchos años y del que aún no sale.
Notas:
1 El texto más acabado es «Por los caminos de la cuarta transformación» en El cotidiano. 213, enero-febrero 2019. Disponible en: http://www.elcotidianoenlinea.
2 https://www.udlap.mx/igimex/
3 https://www.milenio.com/
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