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El Estado boliviano y el MAS : un caso de democratización paradójica

¿»Más de lo mismo» o ruptura con los «tradicionales» ?

Fuentes: Le Monde diplomatique (Edición boliviana)

El affaire Santos Ramírez marcará, sin duda, un giro en la percepción social del Movimiento al Socialismo (MAS). Como lo destacaron varios de los investigadores del «instrumento político», entre ellos Moira Zuazo, la credibilidad del partido creado por Evo Morales en 1999 fue construida en gran medida en base a la ética política . Este […]

El affaire Santos Ramírez marcará, sin duda, un giro en la percepción social del Movimiento al Socialismo (MAS). Como lo destacaron varios de los investigadores del «instrumento político», entre ellos Moira Zuazo, la credibilidad del partido creado por Evo Morales en 1999 fue construida en gran medida en base a la ética política . Este «capital ético», simbolizado por la implementación de la Ley de Austeridad al inicio de la gestión de Morales en 2006, jugó un papel fundamental en el establecimiento de la dicotomía entre, por un lado, los llamados partidos tradicionales (partícipes de la «democracia pactada»), y por otro, movimientos que levantaron la consigna de la reforma moral de la desprestigiada política boliviana. Entre ellos se encontraron organizaciones «clasemedieras» urbanas que hicieron de la lucha contra la corrupción y la transparencia auténticas banderas de movilización electoral -como el Movimiento Sin Miedo (MSM) que fustigó repetidamente a la «partidocracia»- y movimientos que, como el MAS, insistieron en rechazar la etiqueta de «partido» en favor de la de «instrumento» -destacando, asimismo, su estrecha vinculación con las organizaciones populares (sindicatos, juntas vecinales…) que protagonizaron el ciclo de protesta que sacudió al sistema político boliviano a partir de la «guerra del agua» de 2000.

La ética como «capital simbólico» A la luz del escándalo que afecta gravemente la imagen pública de partido «honesto» de la que se beneficiaba el MAS hasta ahora, cabe plantearse una pregunta simple, frecuentemente debatida en los medios bolivianos por los generadores de opinión -en su gran mayoría vinculados al ancien régime neoliberal- que acceden a las columnas de los periódicos de mayor tiraje, o a las pantallas de los canales de televisión con mayor difusión : ¿el MAS no es simplemente más de lo mismo ?, ¿el «caso Ramírez» no ilustra, acaso, el fracaso del MAS en su afán de renovación de las prácticas políticas -entre ellas la clásica visión «peguista» de la administración pública- y de democratización de la vida política ? Por el hecho mismo de haber erigido a la «honestidad» en capital simbólico, es decir, en fuente de autoridad frente al resto de los partidos que estructuran el campo político institucional, los dirigentes del MAS se ven en una situación paradójica : todos los observadores y rivales exigen de ellos una permanente demostración de ética política en su práctica cotidiana, incluso los que, en los años de la democracia pactada, pudieron asumir mandatos políticos en épocas en que el «peguismo», el «cuoteo» y el uso extensivo de los famosos gastos reservados eran vistos como parte de la rutina del ejercicio del poder. En otros términos, a los masistas no se les permite ningún tropiezo de orden ético, menos por parte de los que, ayer, fueron estigmatizados por no haber respetado estos principios. De esa forma se puede entender cómo un caso de corrupción relativamente «leve» -la venta de avales en enero de 2007-, en el cual circularon unos pocos miles de dólares a cambio de cargos estatales, pudo desatar un escándalo mediático de gran envergadura, sin que se prestara la menor atención a las dinámicas sociológicas que permiten captar el «porqué» de los hechos. No se trata, aquí, de disculpar actitudes objetivamente cuestionables (como la aceptación de coimas o la imposición de prácticas clientelares en el proceso de selección de funcionarios públicos), sino de ver cómo, precisamente en un partido que incluye la ética y la honestidad como un componente de su identidad política, sus propios militantes llegan a transitar tales senderos.

La matriz campesina Fundado en enero de 1999 sobre la iniciativa de Evo Morales y sus seguidores, el MAS-IPSP se presentó inicialmente como una suerte de «extensión» del sindicalismo rural en el seno del terreno político institucional. En este sentido, la militancia política se presentaba como la lógica continuidad de una trayectoria militante rural -una tendencia reforzada por la gradual hegemonía de Morales sobre el conjunto del movimiento campesino, al haber logrado marginar a sus rivales Felipe Quispe y Alejo Véliz-, y no como una actividad paralela al trabajo sindical, como solía ser el caso en el sindicalismo cobista. Y esta «carta genética» tendrá una influencia decisiva sobre la constitución del partido posteriormente. La inesperada llegada de Evo Morales al segundo lugar en las elecciones presidenciales de 2002 generaría una expectativa tal entre los sectores populares que se empezaría a construir un aparato partidario masista genuinamente urbano, con miras a las elecciones municipales de 2004. Asimismo, no existe un vínculo estricto entre las movilizaciones urbano-populares de 2000-2005 y el crecimiento del MAS-IPSP en las ciudades : de hecho, en una ciudad con fuerte votación masista hoy en día como El Alto, las jornadas de octubre 2003 no jugaron un papel fundamental en la implantación del MAS, sino más bien en la desafiliación de los alteños de los partidos tradicionales. Las perspectivas de victoria creadas en el seno partidario de un MAS que se podía caracterizar como «campesino» en ése entonces condujeron a un proceso de «implantación forzada» : construir el partido se vuelve una necesidad, pero conllevaba en sí el riesgo de una «distorsión» de lo que es el «instrumento». De ahí la distinción entre urbanos y rurales en su seno, que se reproduce en todos los ámbitos donde actúa. En el Parlamento, surgirán regularmente tensiones entre diputados uninominales y plurinominales en el período 2002-2005. Los primeros, de perfil sindical campesino, elegidos por sus bases, denunciarán repetidamente los intentos de los segundos, de perfil más «clasemediero» (intelectuales, oenegeístas y/o ex militantes de izquierda), de conducir las actividades de la bancada, en un espacio institucional en que estos últimos se revelarán mucho más cómodos. Acá, la diferencia de «capital militante» -entendido como los saberes acumulados a lo largo de la vida- entre urbanos y rurales viene a subrayar la dificultad para los campesinos de adaptarse a esa nueva cancha, así como los cambios introducidos en el partido por la incursión en el espacio institucional, cuyo centro de decisión ya no es más la Dirección Nacional, sino la bancada. En un sentido, la presencia del MAS en los recintos institucionales nacionales genera la posibilidad de la reproducción de la dominación, estructural en la sociedad boliviana, de los campesinos al interior de su propia herramienta emancipatoria. Como respuesta a este proceso en el ámbito institucional, los dirigentes campesinos van a tender a consolidar su dominación en el aparato partidario, ante urbanos que se convierten en militantes de segundo rango : asimismo, el acceso a las «pegas» -que se vuelve una incitación a la militancia de mayor importancia a partir de la victoria de Morales en 2005- es creciente y férreamente controlado por los líderes sindicales. Y no son pocos los casos de «compañeros» campesinos cuya entrada en la función pública se traduce en una experiencia de violencia simbólica particularmente dura, que termina a menudo en la deserción del puesto de trabajo. Ser militante urbano-popular en el MAS, por lo tanto, requiere recurrir a un amplio abanico de estrategias para legitimarse frente al resto de un partido que, si bien se va diversificando desde un punto de vista sociológico, sigue siendo configurado por su matriz campesina. Para llegar a obtener una «pega» a lo largo de una militancia en el seno del MAS, es necesario, en consecuencia, forjar paulatinamente una serie de alianzas con líderes rurales que, posteriormente, consolidarán la legitimidad del militante «urbano» frente a sus rivales en la competencia por la «pega». Este tipo de situaciones, por supuesto, lleva a conflictos internos si estos mismos sectores urbanos no son adecuadamente canalizados por los líderes rurales. Así, en 2006, las divisiones existentes entre campesinos en departamentos como La Paz o el Beni han llevado a utilizar a los urbanos como «carne de cañón», ya que cada fracción campesina exigía de las ciudades una lealtad absoluta hacia ella. Lo que desembocó, en las urbes, en una reproducción de las divisiones que regían el campo de las organizaciones rurales.

La ambigua atracción del Estado Sería fácil sacar de este análisis la conclusión de que, en el seno del MAS, se estaría llevando a cabo una suerte de «tiranía campesina» hacia los sectores urbanos, un mito conveniente que daría validez a los prejuicios según los cuales el movimiento campesino no demostraría nada más que desprecio al ejercicio de la democracia representativa. Tal conclusión llevaría a negar dos problemas de fondo. En primer lugar, la dominación simbólica estructural que padecen los campesinos e indígenas en la sociedad boliviana, contra la cual se ha constituido el MAS como proyecto político. Si bien es cierto que la historia de la colonización ha sido una historia de mestizaje y de construcción de lealtades mutuas, una historia de la cual los campesinos han sido sujetos activos -ilustrando hasta cierto punto lo que podía ser un proceso de «servidumbre voluntaria» – , no cabe duda que la configuración de la sociedad boliviana ha venido construyéndose en base al establecimiento de relaciones desiguales y asimétricas entre «colonizadores» y «colonizados», estructurando asimismo una sociedad excluyente basada en un racismo a menudo descarado. Esta dominación estructural no ha dejado de teñir hasta los más ambiciosos proyectos de emancipación que ha conocido Bolivia, tal como la Revolución Nacional de 1952, o los propios partidos de izquierda que reducían al «compañero campesino» a un aliado estratégico desprovisto de cualquier tipo de iniciativa política digna de ser tomada en cuenta. De cierta manera, la lucha permanente que llevan a cabo los dirigentes campesinos por la conservación del monopolio del poder en el seno del MAS -un partido construido por ellos y para ellos- es una lucha por la conservación de la originalidad de un proyecto político que, por primera vez, consagra la autonomía de los campesinos como sujetos políticos. En ese sentido, si bien la extensión del partido hacia las ciudades, en un país mayoritariamente urbano, se impone como una obligación para consolidar decisivamente una hegemonía a nivel nacional, se vuelve aun más necesario contener cualquier riesgo de que sean los profesionales y otros «cuellos blancos» los que se adueñen, mañana, el «instrumento», más allá de preguntarse si, en caso de que se presentara tal situación, la continuación del MAS como partido tendría todavía algún sentido. A esta matriz socio-histórica propia al movimiento campesino, se debe añadir otra como parte decisiva del análisis, más que todo para entender la permanencia de prácticas clientelares en su seno : la del propio Estado boliviano. De hecho, éste fue, en gran parte, un componente esencial de la dominación estructural sufrida por el sindicalismo rural. Como lo intuía Max Weber al observar el incipiente movimiento socialdemócrata alemán, el riesgo para un partido no es tanto penetrar al Estado, sino verse penetrado por éste y por su lógica de funcionamiento. Paradójicamente, si bien el movimiento campesino ha sido marginado durante muchos años del campo político institucional, no cabe duda que este último ejerció sobre él una influencia capital. La relación establecida por el Estado revolucionario (1952-1964), y luego por los regímenes militares hasta la masacre de Tolata (1964-1974) con la Confederación Nacional de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CNTCB), se basó en el uso de la cooptación, resultando casi sistemáticamente en una mera instrumentalización del movimiento . Y al Estado como botín, al cual se puede acceder como una suerte de «mal menor» frente a una dominación estructural, se añadieron otras fuentes potenciales de ingresos con el advenimiento del neoliberalismo en los años ’80 : las ONGs y la cooperación internacional. Sin duda, romper con una visión tanto del Estado como de la cooperación como «mamaderas» no dependerá únicamente de la ética de los dirigentes, sino también de los cambios estructurales que pueda llevar a cabo el gobierno con el fin de poner fin al «proyectorado oenegeísta» y generar un modelo de desarrollo renovado en que el Estado (y sus «pegas») ya no aparezcan como el principal canal de ascenso social que pueda ofrecer la economía del país para los sectores más humildes de la sociedad boliviana. Al penetrar masivamente en el campo político institucional a partir de 2002, los dirigentes campesinos se enfrentaron a otro reto, todavía más importante. En una estricta continuidad con sus planteamientos anteriores, el MAS seguirá, en cada una de sus apariciones electorales, enfatizando la «honestidad» como parte de su identidad política, lo que se ilustrará sistemáticamente por un rechazo al financiamiento público de sus campañas. Asimismo, todos los candidatos postulados por el MAS tienen la obligación de autofinanciar sus campañas -lo que supone la posesión previa de recursos económicos suficientes- llevando a algunos de ellos a endeudarse, a veces significativamente, para poder competir con posibilidades de ser elegidos. En las elecciones de 2005, esa «honestidad» se tradujo por una demanda clave : la «institucionalización» del Estado, entendida como una ruptura con la práctica clásica de renovación total del personal estatal con la llegada de cada nuevo gobierno, enfatizando asimismo la calidad intrínseca de los funcionarios públicos, cuya presencia en la administración ya no dependería de su filiación partidaria. La demanda cumplía con dos objetivos estratégicos : por un lado, se trataba de conservar los funcionarios públicos dotados de una capacidad de gestión de la cual la gran mayoría de los militantes masistas carecía -el espectro de un escenario «a la UDP» obsesiona entonces algunos cuadros dirigentes del MAS- y, por otro, tranquilizar a la clase media boliviana que estigmatiza la «inexperiencia» de Evo Morales y su partido. Si el MAS llega a cumplir su promesa en el primer año de gestión, con un reemplazo de funcionarios limitado a no más del 5% , la presión por las «pegas» ejercida por las «bases» -fundamentalmente urbanas-, ilustrada por la repetida interpelación de sus dirigentes en múltiples actos públicos, llevó al partido oficialista a proceder a una gradual, pero significativa, apertura de los cargos públicos a sus militantes. Es en este contexto particular, que combina una tremenda escasez de cargos accesibles a los militantes por causas externas (un Estado neoliberal achicado) e internas (la promesa del partido de una institucionalización de la función pública), y una exasperación de éstos frente a una organización que no cumple con la tradicional función atribuida a un partido político en Bolivia (el otorgamiento de un cargo público contra la participación en la movilización electoral) que se da el escándalo de la venta de avales en la Dirección Departamental del MAS de La Paz, en enero de 2007. Cabe destacar aquí que la práctica de «avales», existente desde la Revolución Nacional, se generaliza como un medio de regulación de acceso a la función pública a partir de los ’90, cuando las reformas neoliberales afectan duramente la capacidad de los gobiernos de turno de satisfacer los afanes «peguistas» de sus militantes. En cierto sentido, la circulación de avales se vuelve, a partir de esa época, una práctica corriente en el seno de los partidos que controlan el aparato estatal. El escándalo, primer golpe importante a la «honestidad» del MAS, involucrará a algunos dirigentes destacados, tanto a nivel local como nacional, pero será pronto olvidado. Sin embargo, resulta significativo que, entre los opinion makers bolivianos, se haya reprochado al partido de Morales no solamente la venta de avales, un caso de corrupción reprensible en sí, sino también el hecho de haber recurrido a ese método de selección, precisamente cuando se trataba de una práctica generalizada cuyo uso surge tanto de la propia estructura del campo político institucional nacional, como de la praxis militante común al conjunto de los partidos políticos bolivianos.

¿Más de lo mismo ? Evaluar el aporte del MAS a la democratización de la vida política boliviana a la luz de los últimos casos de corrupción que han venido sacudiendo al gobierno de Evo Morales tiene poco sustento por ahora, y eso por varias razones. Entre ellas, el carácter «individual» de éstos, que no revelan ningún tipo de sistema de corrupción generalizado y sistemático en el seno del partido, como se ha podido observar con el escándalo del mensalão que sacó a la luz pública un sistema de compra de votos de parlamentarios brasileños, en 2005, por el Partido de los Trabajadores. Sin embargo, no cabe duda de que el «caso Ramírez» será una prueba de fuego para el gobierno del MAS si pretende preservar su «capital ético» en el futuro. Este caso, de hecho, viene mostrando la falta de control que puede existir actualmente en el partido oficialista sobre sus propios mandatarios en el ejercicio de sus funciones. Pero más allá de las disposiciones individuales de los protagonistas en propiciar tales hechos, cabe subrayar el papel de la estructura del campo político boliviano que permite que se expresen este tipo de disposiciones con facilidad, y la dificultad que tiene el gobierno para extirparlas. Junto a la dificultad de reemplazar la debilitada institucionalidad neoliberal -incluido el aparato judicial- por una nueva institucionalidad acorde a los nuevos principios posliberales y descolonizadores. ¿De ahí deberíamos sacar la conclusión de que el MAS es, finalmente, más de lo mismo ? Muchas de las críticas formuladas por estos días contra el partido de gobierno en base a este escándalo son alimentadas por la visión caricatural que muchos de los editorialistas mantienen de éste, como del conjunto de las organizaciones populares bolivianas. No se trata de negar acá que estas últimas evidencian, frecuentemente, múltiples caras oscuras. Clientelismo, falta de democracia interna, verticalismo y prácticas autoritarias, cuando no violencia física, son algunas de las facetas de estos movimientos que minan su credibilidad ante las clases medias. Pero ¿tienen algo que ver estos rasgos con las prácticas criminales que se observaron en el «caso Ramírez» ? El desafío consistiría más bien en tratar de entender de dónde vienen estas características tan estigmatizadas entre la clase media : ¿acaso el clientelismo que tanto se critica no proviene directamente de las prácticas impuestas por los dominantes de ayer, que no dudaron en emplearlo en beneficio a sus propios intereses ?, ¿acaso el recurso a la violencia física no es el fruto de una larga historia de enfrentamientos sangrientos con la represión estatal, tal como ocurrió en El Alto en las jornadas de octubre de 2003, o, más recientemente, durante la masacre de El Porvenir el 11 de septiembre de 2008 ? Sin duda, le falta todavía mucho al movimiento popular boliviano y al MAS para estar a la altura de las reformas políticas, económicas y morales que la mayoría de los bolivianos esperan, y eso en muchos ámbitos. Pero evaluar su apego a la democracia a la luz de sus defectos más evidentes carece de honestidad intelectual. De hecho, el politólogo francés Dominique Colas, al estudiar el caso de los partidos comunistas de Europa occidental, observaba un curioso fenómeno : a pesar de la evidente falta de democracia interna de sus organizaciones, los militantes comunistas, al evolucionar en un ámbito democrático, llegaban a interiorizar prácticas democráticas como el voto o el debate contradictorio, y a mostrar una adhesión a las reglas de la democracia, como la competencia multipartidaria. Pero, al mismo tiempo, estos partidos ampliaban el juego democrático a sectores obreros y populares entonces excluidos. Y es precisamente lo que observamos en Bolivia en el caso del MAS : si bien se pueden observar una democracia interna deficiente, actitudes autoritarias o presiones psicológicas, el MAS contribuye decisivamente a arraigar prácticas democráticas de manera profunda en militantes surgidos de sectores hasta entonces marginados del campo político institucional. Es más : al haber ganado una serie de consultas electorales, la democracia representativa ganó validez ante el movimiento popular en su conjunto. Qué mejor ilustración que la manera con la cual se han resuelto las crisis políticas que atravesó el país estos últimos años : tanto en la «guerra del gas» como en las jornadas de mayo-junio de 2005, se impuso la vía constitucional por voluntad de los movimientos populares. ¿Paradójica, esta democratización ? Quizás. Pero que sea real, de eso no cabe duda.

Contribución Le Monde diplomatique (Edición boliviana) Febrero 2009, nº 11, pp. 6-8.

Hervé Do Alto es politólogo (IEP Aix-en-Provence. Francia). Es co-autor, con Pablo Stefanoni, de Evo Morales, de la coca al Palacio (Malatesta, La Paz, 2006).