Mucho antes de la jornada electoral de noviembre del año pasado, Mauricio Macri mostraba una trayectoria definida que lo ubicaba como profundamente reaccionario, y ligado a los intereses más oscuros que se mueven a la sombra de Washington. Su antiguo vínculo con la dictadura de Rafael Videla, gracias a la cual se enriqueció con negocios […]
Mucho antes de la jornada electoral de noviembre del año pasado, Mauricio Macri mostraba una trayectoria definida que lo ubicaba como profundamente reaccionario, y ligado a los intereses más oscuros que se mueven a la sombra de Washington.
Su antiguo vínculo con la dictadura de Rafael Videla, gracias a la cual se enriqueció con negocios turbios; y su ligazón con el grupo Clarín y con las camarillas más derechistas de escenario argentino; lo proyectaban como una carta definida del Imperio, y como el instrumento adecuado para golpear al movimiento popular de su país.
La falta de unidad de las fuerzas progresistas y la ausencia de deslinde político y trabajo ideológico con la población, facilitó la tarea a los neo liberales, y creó condiciones para que, en efecto, en los comicios pasados, el electorado prestara oídos al «programa» de Macri.
Es bueno recordar lo que ocurrió en Argentina en las últimas décadas para comprender mejor lo que sucede hoy. La dictadura asesina de los militares del 76 convirtió al país en una siniestra Cámara de Tortura. Niños, como los que «la noche de los lápices» fueron vilmente asesinados, y jóvenes -miles de ellos- fueron privados de la libertad y la vida por una pandilla castrense que nunca tuvo límites para la vesanía.
No obstante, hubo civiles -como Martínez de Hoz, Alvaro Alsogaray y otros- que colaboraron entusiastas con esa empresa y le prestaron todo su concurso. Mauricio Macri estuvo entre ellos, beneficiándose aviesamente.
La caída de la dictadura no trajo la paz a los argentinos porque no vino aparejada de la justicia. El inconsistente y precario gobierno de Raúl Alfonsin a comienzo de los 80, no tuvo el valor, ni la entereza, de enfrentar a las camarillas militares asesinas; y optó por convivir con ellas.
Lo mismo ocurrió con los mandatarios posteriores, – Menem, De la Rúa, Rodríguez Saa y Eduardo Duhalde- devorados por la corrupción; y que perdieron legitimidad por su errática tendencia a «olvidar» el pasado y consagrar la impunidad a cambio de recibir -en provecho de los suyos- los beneficios abyectos que les proporcionaba el Gran Capital y sus organismos financieros internacionales.
La crisis tocó fondo y a inicios del nuevo siglo le gente exigió «que se vayan todos», como una manera de demandar un cambio radical en la política.
Allí apareció la figura de Néstor Kichner. Peronista de vieja data, se hallaba distanciado de las cúpulas gobernantes y había mantenido un severo segundo plano. Por eso, hubo sectores que, aún sin entusiasmo, le apoyaron y logró acceder, en el marco de la crisis, como Presidente de la Nación, con un respaldo electoral precario.
Kichner, sin embargo, fue un hombre distinto. Supo percibir la naturaleza del fenómeno que conmovía a la Patria de Belgrano y Rivadavia y se empeñó en golpear las posiciones de las viejas camarillas de la oligarquía gaucha. Para ese efecto, sustentó su política en el acercamiento a las multitudes. La Plaza de Mayo -como en los años cincuenta- volvió a ser escenario de inmensas movilizaciones.
De ellas, surgieron dos temas claves: la violación de los derechos humanos durante la dictadura castrense y la crisis de la dependencia argentina.
Para encarar el primer tema, la Casa Rosada estableció vínculos directos con las Madres de la Plaza de Mayo y desplegó una clara política de recuperación de la Memoria Histórica. En el centro de la misma, estuvo la lucha contra la Impunidad y, por tanto, la sanción penal contra los asesinos y torturadores. El propio Rafael Videla -y muchos de sus colaboradores- fueron a dar con sus huesos a la cárcel, a fin de pagar sus culpas Y la campaña por recuperar a los hijos de los desaparecidos -vendidos o entregados por doquier- fue dando frutos.
Al unísono, el gobierno buscó recuperar la economía, con la conciencia plena que ese reto estaba directamente vinculado a la lucha por restablecer el imperio de la Soberanía Nacional. Acabar con las ataduras que maniataban al país al capital extranjero y con las imposiciones del Banco Mundial y el Fondo Monetario, fue una tarea de honor.
En estas dos columnas de política se afirmó un escenario nuevo en las tierras de Martín Fierro. Y este generó la ira de la derecha tradicional y de los monopolios. La muerte temprana del Presidente fue un golpe que pudo haber detenido ese proceso. Pero Cristina -su esposa- fue capaz de alzar esa bandera y hacerla flamear muy en alto.
Su administración, como todas, tuvo dificultades y cometió errores. Generó, por eso, diferencias incluso entre los Peronistas, que no lograron ponerse de acuerdo para asegurar la sucesión indispensable en los comicios recientes. Por el resquicio, como una rata de conventillo -para aplicar una frase de Jorge Luis Borges atribuida a Billy de Kid, uno de los truhanes de su «Historia Universal de la Infamia- asomó Mauricio Macri y se alzó con la victoria.
Quienes lo apoyaron se hicieron ilusiones. Creyeron que podría «hacer lo mismo, pero sin errores». Y votaron por él. Ese sufragio, unido al de los estancieros y los antiguos rurales, finalmente le dio la victoria.
Como la mentira tiene piernas cortas, finalmente cayó la cortina y Macri descubrió su juego: había llegado no para servir a los argentinos, sino para servirse de ellos.
El que su nombre aparezca hoy entre los depositantes de cuentas secretas en el escándalo de Pánama Pepers no hace sino confirmar la historia.
Los argentinos, tienen la palabra
Gustavo Espinoza M. Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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