El oso polar sobre su plancha de hielo que se derrite se ha vuelto el urgente icono del calentamiento global y del desbocado cambio climático. Aun el inquilino de la Casa Blanca, quien parece asumir la tesis de que la Tierra es plana, reconoce que los magníficos animales podrían estar condenados a la extinción conforme […]
El oso polar sobre su plancha de hielo que se derrite se ha vuelto el urgente icono del calentamiento global y del desbocado cambio climático. Aun el inquilino de la Casa Blanca, quien parece asumir la tesis de que la Tierra es plana, reconoce que los magníficos animales podrían estar condenados a la extinción conforme se licua el hielo marino y el océano Ártico se transforma en aguas abiertas y azules por primera vez en millones de años.
El «gran experimento geofísico» de la humanidad, como hace tiempo caracterizó el oceanógrafo Roger Revelle esta empinada curva ascendente de emisión de bióxido de carbono, ha descolocado la naturaleza de sus fundamentos holocenos en las tierras circumpolares.
Pero el Ártico no es el único teatro del espectacular e inequívoco cambio climático, ni los osos polares los únicos heraldos de la nueva era de caos. Consideren, por ejemplo, a algunos de los parientes distantes del Ursus maritimus: los osos negros que buscan alimento, feliz pero ominosamente, en las legendarias montañas Chisos, del Parque Nacional Big Bend, en Texas. Ellos podrían ser los mensajeros de una transformación ambiental en las tierras fronterizas casi tan radical como la que ocurre en Alaska o Groenlandia.
Un cálido día, muy fuera de lo común para enero de 2002, mientras caminaba por los senderos que suben al Emory Peak (perseguido aún por las imágenes apocalípticas del septiembre anterior), le hice un gesto de saludo a un extraño e inofensivo oso joven en la vereda de un campamento.
Las apariciones de los osos son siempre un poco mágicas y supuse que el encuentro era la afirmación de una espesura prácticamente intocada. De hecho, me sorprendí cuando al otro día uno de los guardabosques me dijo que el oso joven era, por así decirlo, un mojado una camada de los recientes inmigrantes indocumentados que cruzan desde el otro lado del río Bravo.
Los osos negros fueron comunes en las montañas Chisos cuando éstas eran el casi mítico reducto de los guerreros apache-mescaleros y comanches en los siglos XVII y XVIII, pero los rancheros los cazaron implacables casi al punto de extinguirlos a principios del siglo XX.
Luego, casi milagrosamente, los osos reaparecieron entre los madroños y los pinos de Emory Park, al iniciarse la década de los ochenta. Los sorprendidos biólogos de la vida salvaje alegaron sin pruebas que los animales habían migrado de la Sierra del Carmen, en Coahuila, nadando el río Bravo, para cruzar después los 64 kilómetros de un desierto quemante cual horno hasta llegar a la cordillera Chisos, una tierra prometida de dóciles venados y abundante basura.
Como los jaguares que se reasentaron en las montañas fronterizas de Arizona en años recientes o, para el caso, como los chupacabras del folclor norteño, que se dice han sido vistos en los suburbios de Los Angeles, los osos negros son parte de una migración épica de especies salvajes y de gente, al otro lado.
Aunque nadie sabe exactamente por qué los osos, los grandes felinos y los legendarios vampiros se están moviendo hacia el norte, una hipótesis plausible es que están ajustando sus rangos y poblaciones a una nueva era de sequía en el norte de México y el suroeste de USA.
El caso humano es muy claro: los ranchitos abandonados y los pueblos casi fantasmas por todo Coahuila, Chihuahua y Sonora dan testimonio de una sucesión implacable de años de sequía una que comenzó en los ochenta pero que asumió una intensidad verdaderamente catastrófica a finales de los noventa y que ha empujado a cientos de miles de personas pobres del campo hacia los talleres de sudor de Ciudad Juárez y a los barrios de Los Angeles.
En pocos años, la «excepcional sequía» se ha tragado planicies enteras de Canadá a México; en otros, los incendios carmesí de los mapas climáticos se extienden hasta la costa de Luisiana en el Golfo de México o han cruzado las Rocallosas hacia el noroeste del interior estadunidense. Pero los epicentros semipermanentes siguen siendo Texas, Arizona y sus estados hermanos en México.
En 2003, por ejemplo, el lago Powell bajó 24 metros en tres años, y los embalses cruciales a lo largo del río Grande no eran sino charcos de lodo. Entretanto, el invierno de 2005-2006, en el suroeste, fue uno de los más secos registrados, y Phoenix estuvo sin una gota de lluvia durante 143 días seguidos. Las raras interrupciones de la sequía, como el monzón, digno de Noé, del verano pasado (cuando partes de El Paso captaron 76 centímetros de lluvia) han sido insuficientes para recargar adecuadamente los acuíferos o llenar las represas, y en 2006 tanto Arizona como Texas sufrieron las peores pérdidas en la historia por sequía de cultivos y ganado (7 mil millones de dólares en total).
Una sequía persistente, como el hielo que se derrite, reorganiza con rapidez los ecosistemas y transforma horizontes completos. Sin la humedad suficiente para producir savia, cientos de miles de hectáreas de piñones y de pinos ponderosa han sucumbido a las plagas de escarabajos de corteza; estos bosques y chaparrales muertos, a su vez, sirven de yesca para las mareas de fuego que han llegado a los suburbios de Los Angeles, San Diego, Las Vegas y Denver, o que han destruido parte de Los Alamos. En Texas, los pastizales también ardieron cerca de 809 mil hectáreas tan sólo en 2006 y conforme la cubierta de suelo desaparece las praderas se degradan a una condición de desiertos.
Algunos climatólogos no han dudado en llamar a esto «megasequía», aun la «peor en 500 años». Otros son más cautelosos: no están seguros de si la aridez actual en el oeste ya sobrepasó los notorios umbrales de los años treinta (el famoso Dustbowl o tazón de polvo de las planicies del sur) o en los cincuenta (la devastadora sequía del suroeste). Pero posiblemente el debate esté fuera de lugar: las investigaciones más recientes y calificadas indican que tal «rojo atardecer en el oeste» (por invocar el portentoso subtítulo del libro Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy) no es simplemente una sequía episódica, sino el nuevo «clima normal» de la región.
En un alarmante testimonio presentado a finales de diciembre ante el National Research Council, un veterano geofísico del Lamont Doherty Earth Observatory, de Columbia University, advirtió que los más importantes generadores de modelos del mundo estaban volcando el mismo resultado de sus supercomputadoras: «según los modelos, en el suroeste, un clima semejante a la sequía de los años cincuenta se volverá el nuevo clima en los próximos pocos años o en pocas décadas».
Este extraordinario pronóstico »el inminente desecamiento del suroeste de USA» es un producto colateral del monumental esfuerzo de cómputo que relaciona 19 modelos de clima por separado (incluidas las instalaciones insignia de Boulder, Princeton, Exeter y Hamburgo) en preparación del cuarto informe de evaluación del panel intergubernamental sobre cambio climático [IPCC, siglas en inglés de Intergovernmental Panel on Climate Change]. El IPCC, por supuesto, es la suprema corte de la ciencia del clima, establecido por Naciones Unidas y la Organización Meteorológica Mundial en 1988, con el fin de evaluar la investigación sobre el calentamiento global y sus impactos. Aunque el presidente George W. Bush acepte ahora a regañadientes la advertencia del IPCC de que el ártico se derrite con rapidez, probablemente no ha registrado la posibilidad de que su rancho en Crawford tal vez algún día se convierta en una duna de arena.
Los climatólogos que estudian los anillos de los árboles y otros archivos naturales hace tiempo están conscientes de que el Acuerdo del Río Colorado, de 1922 (conocido como Colorado River Compact), por medio del cual se suministra agua a los oasis del suroeste que se urbanizan rápidamente, se basó en un registro de 21 años del flujo del río (1899-1921) que, lejos de reflejar un promedio, es de hecho la anomalía de mayor humedad en por lo menos 450 años. En fechas más recientes los investigadores han comenzado a entender qué tan persistente es que Las Niñas (los episodios fríos en el Pacífico ecuatoriano oriental) puedan interactuar con los breves periodos cálidos del Atlántico Norte subtropical para generar sequías en las planicies y en el suroeste que perduran por décadas.
Sin embargo, como enfatizó Seager en Washington, las simulaciones del IPCC apuntan a algo muy diferente de los episodios de aridez catalogados en el atlas de sequías estadunidenses de Lamont [Lamont’s North American Drought Atlas], un compendio actualizado y muy sofisticado de los registros de los anillos de los árboles desde el año 2 aC a la fecha. Inesperadamente, es la base misma del clima, no sólo sus perturbaciones, lo que está cambiando.
Es más. Esta abrupta transición hacia un clima nuevo, más extremo (en nada parecido a lo ocurrido en el último milenio, o tal vez en el holoceno) surge, no de las fluctuaciones en las temperaturas oceánicas, sino de los «cambios en las tendencias de circulación atmosférica y de transporte de vapor de agua, que son consecuencia del calentamiento atmosférico». En pocas palabras, las tierras secas se harán más áridas, y las húmedas tendrán más agua.
Los eventos como La Niña, añadió Seager, continuarán influyendo la precipitación pluvial en las tierras fronterizas entre USA y México, pero originadas desde un fundamento más árido pueden producir las peores pesadillas de Occidente: sequías de la escala de las catástrofes medievales que contribuyeron al notorio colapso de las complejas sociedades del pueblo anasazi en el Cañón de Chaco y Mesa Verde durante el siglo XII. (Para que las malas noticias procedentes de las supercomputadoras sean aún peores, se pronostica también una aridez extremada para gran parte del Mediterráneo y el Cercano Oriente, donde las sequías épicas son muy conocidas como sinónimo de guerras, desplazamiento de poblaciones y etnocidio.)
No obstante, es poco probable que el mero pronunciamiento, aunque provenga de 19 modelos climáticos unánimes, ocasione mucha alarma en los suburbios aledaños a los clubes de golf de Phoenix, donde los lujosos estilos de vida consumen mil 500 litros de agua per capita al día. Tampoco impedirán que los trascavos sigan modelando los monstruosos suburbios en serie de Las Vegas (donde se proyectan 160 mil nuevas casas) a lo largo de la carretera 93 hasta Kingman, Arizona. Y no frenarán la posibilidad de que con bombas vacíen el acuífero Oglalla ni impedirán que la población de Texas sea el doble para el año 2040.
Pese a toda la propaganda reciente que recurre a la idea de un «crecimiento inteligente» y un sensato y precavido uso del agua, los planificadores del desierto siguen troquelando suburbios con el mismo «estúpido» y ambientalmente ineficaz molde que ha plagado el sur de California por generaciones. Y el suroeste de la libre empresa nos sigue saliendo con el cuento del que la mayor parte del agua contenida en los sistemas de los ríos Colorado y Grande se dedica aun a la agricultura de irrigación.
A mediado plazo, por lo menos, la proliferación urbana en el desierto puede sostenerse matando algodón y alfalfa, mientras los grandes productores mantendrán su riqueza vendiendo su agua (subsidiada a nivel federal) a los sedientos suburbios. Un prototipo de esta restructuración es ya visible en Imperial Valley, California, donde San Diego compra agresivamente títulos de agua. El resultado (los atentos viajeros en avión podrán notarlo) es el reciente aumento de parcelas muertas en el antiguo tablero esmeralda de alfalfa y melón del valle.
En vena más futurista, existe también la opción saudí. Steve Erie, profesor de la Universidad de California en San Diego, quien ha escrito extensamente acerca de la política del agua en el sur de California, me dijo que los planificadores del desierto en el suroeste y Baja California confían en que pueden mantener bien suministrada de agua esta explosión poblacional mediante la conversión del agua marina. «El nuevo mantra de las agencias de agua es incentivar la conservación y la restauración, pero los rapaces planificadores ya fijan sus voraces ojos en el océano Pacífico y en la alquimia de la desalinización, sin preocuparse para nada por las perniciosas consecuencias ambientales.»
En cualquier escenario, enfatiza Erie, mercados y políticos continuarán dando su voto en favor de esa suburbanización rampante y de alto impacto que hoy pavimenta y urbaniza, homogenizando miles de kilómetros cuadrados de los frágiles desiertos de Mojave, Sonora y Chihuahua.
Por supuesto, los estados y las ciudades seguirán compitiendo con mayor agresividad que nunca por sus asignaciones de agua «pero, en lo colectivo, las máquinas del crecimiento tienen el poder de despojar del agua a otros usuarios».
Conforme el agua se haga más cara, la carga de ajuste al nuevo régimen climático e hidrológico recaerá en los grupos subalternos: los jornaleros en granjas y campos de labor cuyos empleos son amenazados por las transferencias de agua, o los pobres urbanos que podrán ver cómo suben las cuotas de agua 100, 200 dólares por mes. Otros afectados serán los rancheros que bregan infatigables por casi nada, incluidos muchos indígenas, y por supuesto las poblaciones rurales del norte de México, que viven en riesgo permanente.
Es un hecho que el fin de la era de agua barata en el suroeste (especialmente si coincide con el fin de la energía barata) acentuará la de por sí gran desigualdad racial y de clase y forzará a más migrantes a jugársela con la muerte cruzando con gran riesgo los desiertos fronterizos. (No se necesita mucha imaginación para entrever que el próximo lema de los minutemen será: «¡Se vienen a robar nuestra agua!»)
La política conservadora en Arizona y Texas se envenenará más, se cargará más étnicamente, si es que eso es posible todavía. El suroeste está sembrado ya por todas partes con un nativismo propenso a crear chivos expiatorios y con algo que sólo puede describirse como proto-fascismo: en las sequías venideras, tal vez ésas sean las únicas semillas que germinen.
Como bien apunta Jared Diamond en Collapse, su reciente éxito editorial, los antiguos anasazi no sucumbieron únicamente debido a la sequía, sino por el impacto de una aridez inesperada en un entorno sobrexplotado donde los habitantes eran poco propensos a sacrificar su «costoso estilo de vida». En última instancia, prefirieron comerse unos a otros.
Traducción: Ramón Vera Herrera
Este texto aparecerá en inglés en el especial del Día de la Tierrra de The Nation. Fue proporcionado por su autor para su publicación en La Jornada.