El Nobel habló en un seminario para periodistas en Nueva York y analizó la negociación argentina de la deuda. Dijo que quien presta con riesgo alto siempre se arriesa a que no le paguen.
Dijo lo más duro con la sonrisa irónica de la que jamás se desprende y con suavidad: «Es mejor que el monitoreo no lo haga el Fondo Monetario Internacional». Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, habló así sobre la Argentina dentro de un seminario para periodistas de medios de todo el mundo, entre ellos Página/12, titulado «Cubriendo la globalización».
El elogio a ese criterio fue uno de los seis puntos con los que Stiglitz analizó la situación de la deuda. «La Argentina está manejando bien el posdefault», explicó además luego de hacerle propaganda al autocontrol. «Y hace bien la Argentina en no centrar ahora la salida en la ayuda externa, porque en esos casos el riesgo es que esa ayuda no exista en la realidad y se trate sólo de dinero que sale de un bolsillo de Washington para ir a otro bolsillo de Washington.» La capital norteamericana es la sede de los organismos multilaterales de crédito. Del Fondo, y también del Banco Mundial, presidido ahora por el ex subjefe del Pentágono Paul Wolfowitz, y del Banco Interamericano de Desarrollo donde aún sigue el eterno Enrique Iglesias. «Siempre pensé que un buen acuerdo con el Fondo era bueno, pero que antes de hacer un mal acuerdo era mejor no llegar a ninguno», dijo Stiglitz.
Cuando el Nobel habló sobre la Argentina ya era mediodía en Nueva York. Todavía no se había desatado la tormenta del último fin de semana y era agradable mirar desde los ventanales el campus de la Universidad de Columbia. Adentro, en el salón del primer piso donde hablaba Stiglitz, ya todo el mundo había pasado por el autoservicio instalado en un rincón y podía absorber al mismo tiempo alimentos y datos. Body and soul. Pizza y teoría. Cuerpo y alma. Un poco de ensalada y una opinión: «No puede ser que el Citibank administre las quiebras de los países». Un pepino sin demasiado gusto y una queja: «Las estructuras del sistema financiero internacional no cambian desde la Segunda Guerra». El tecleo en las notebooks no molesta. Eso sí, favor de masticar en silencio cuando Stiglitz dice que «Estados Unidos aplica en Irak la política de shock que fracasó en la crisis rusa». O cuando alerta contra la obsesión del Fondo por apreciar las monedas nacionales frente al dólar. Y también cuando respalda la fabricación de genéricos, cuando establece que «el mundo libre no sirve para nada si todos los países no pueden acceder a los mercados con sus propios productos» o cuando critica a quienes miran como una simple teoría algo que para él es una constatación: «La globalización del mercado de capitales fue un desastre para la estabilidad».
Toda la charla de Stiglitz fue un interesantísimo picoteo para abrir mentes, aportar cifras o tendencias y ayudar a pensar problemas. «Detectar esos problemas y ponerlos en evidencia debería ser la función de la prensa en la globalización», dijo.
En cambio sobre la Argentina pareció elegir una visión más sistemática, a tal punto que él mismo numeró sus opiniones.
Primera opinión, muchos pusieron dinero en la Argentina siguiendo los consejos del FMI y también sus gestos, como la invitación a Carlos Menem para que abriera una asamblea del Fondo en su carácter de mejor alumno del Consenso de Washington, la serie de ideas reunidas por el economista John Williamson para que América latina liquidase las regulaciones y abriera sus economías al mundo. «Que el Fondo invitase a Menem no significó que ésa fuera una gran política», dijo Stiglitz.
Segunda opinión, hay que tener en cuenta la Doctrina Drago, elaborada por un argentino cuando Venezuela sufrió un bloqueo porque no había pagado todas sus deudas. «Todo prestador a un Estado soberano corre el riesgo de sufrir un default», citó Stiglitz siguiendo el espíritu de Luis María Drago, el canciller de Julio Roca en su segunda presidencia. «Si prestás mucho, podés tener un problema, y si te pagan mucho es por algo. ¿Por qué se quejaron después del default? Antes había mucha ganancia porque había riesgo. No deberían haberse quejado», concluyó el Nobel hablando ya no de un episodio de principios del siglo XX sino de comienzos del XXI desde una universidad fundada a mediados del XVIII.
Tercera opinión del ex vicepresidente del Banco Mundial: «El mecanismo para resolver la bancarrota de un país falló y mostró que hace falta contar con un sistema que no sea defectuoso».
La cuarta opinión sobre la Argentina es la del principio, sobre lo bueno de escaparle al control del Fondo.
La quinta dice así: «Está bien renegociar la deuda para que no vuelva a haber un problema en dos o tres años. Está muy bien atar la relación de la deuda con el crecimiento del Producto Bruto Interno, como sucede con algunos de los bonos argentinos. Y está bien quedarse en alrededor del tres por ciento de compromiso de ahorro fiscal».
La última de las seis verdades de Stiglitz señala lo siguiente: «A veces hay quienes señalan que no hay que prestar dinero a los países en desarrollo porque los fondos se los embolsan los gobernantes. Pero el problema es más de fondo. Irak es lo mismo que el Zaire de Mobutu. Las dos eran dictaduras. Estaba mal prestarle a Mobutu y estaba mal prestarle a Irak. Lo esencial es que los Estados Unidos no debieron prestarles dinero a dictaduras. Y no me olvido de que también en la Argentina parte del problema original de la deuda surgió durante una dictadura».
En su picada sobre el mundo, ya fuera de la Argentina, Stiglitz reparó en que desde hace muchos años las naciones en desarrollo imprimen dinero para todo el mundo, incluidos los países ricos, y que eso produce dos tipos de inconvenientes. Cuando las naciones en desarrollo caen, su problema es precisamente ése, la caída. «Cuando ellos caen, nuestro problema es la inflación», dijo Stiglitz comparando la gravedad de un mismo fenómeno observado desde dos ópticas diferentes. Más aún: «Le prestan a Estados Unidos al dos por ciento y en el mercado privado de créditos toman dinero al 18 por ciento».
El Nobel pareció maravillado por el proceso económico chino. Dijo que se estaba produciendo una gigantesca disminución de la pobreza. Comentó que China importa ingenieros de los países desarrollados y que además intensificó la formación y la graduación de ingenieros propios como ningún otro país en el mundo. Afirmó también que sin duda los chinos tienen «una estrategia en la cabeza», porque de otro modo no se explicaría que «el 51 por ciento de las empresas estén ya en manos de extranjeros».
Stiglitz tiene 62 años y nació en Gary, Indiana, igual que otro Nobel de Economía, Paul Samuelson, seguidor de John Maynard Keynes. En la nota autobiográfico que él mismo distribuye, Stiglitz reflexiona que «algo debía haber en el aire de Gary para llevarme a la economía». E imagina que constatar la existencia de pobreza, discriminación y desempleo le produjo una juventud donde era importante «preguntarse por qué existía todo eso y cómo hacer para resolverlo». Para reforzar esa idea estuvo la familia de su madre, gente formada políticamente en las estrategias que aplicó luego de la crisis del ’30 el presidente Franklin Delano Roosevelt, y su padre, un dirigente de derechos civiles en una ciudad con segregación racial que siempre insistía en pagar la seguridad social para el fondo de los sin techo.
Quizás esa biografía explique también la fascinación de Stiglitz por otros países. El economista integra el Observatorio Argentina, un órgano que auspició el primer diálogo entre Stiglitz y Kirchner. Dirigido por el académico Michael Cohen, de diálogo frecuente con la senadora Cristina Kirchner, el observatorio fue impulsado por el sociólogo argentino Ernesto Semán mientras cursaba y daba clases en la New School University. Semán es hoy la mano derecha de Héctor Timerman en el Consulado en Nueva York. Quien piense que en el seminario «Cubriendo la globalización» Stiglitz se limitó a sacar conclusiones de una política de negociación de deuda en la que jamás tuvo nada que ver antes, es un iluso y merece ser castigado con una ración de pepinos sin Nobel.