No se puede confiar en el imperialismo ni tantito así, nada.
Ernesto Che Guevara, 1964.
Como muchas otras guerras, la desatada el 24 de febrero por la invasión de Rusia al territorio ucraniano plantea una amplia gama de cuestiones que pasan por la hoy globalizada economía internacional, la geopolítica, los balances militares y hasta la ética, entre otros aspectos. Dado el gran número de actores e intereses involucrados, todo análisis resulta complejo en alto grado y debe de venir de cierta serenidad, desapasionamiento y acopio suficiente de información, lo más objetiva que sea posible.
Esto implica, ante todo, desapegarse de las versiones maniqueas a las que, sobre todo, los Estados Unidos y sus abrumadores aparatos de difusión masiva nos empujan, y de las simplificadoras que toman sólo aspectos secundarios o superficiales para presentar una visión, en realidad distorsionada, del conflicto.
Está claro que, paralelamente a la guerra armada en el terreno y en los aires, hay toda una ofensiva de medios y en las redes sociales por las dos partes beligerantes; y una de éstas, sin exponer sus tropas, lo son sin duda los Estados Unidos, y también los más beligerantes de sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Las potencias y medios occidentales nos quieren convencer de que las acciones bélicas son el producto de las ambiciones de hegemonía rusas sobre una nación que otrora formara parte de la Unión Soviética. El gobierno estadounidense ha censurado y cancelado las fuentes noticiosas provenientes del país euroasiático, como el canal televisivo RT (Russia Today) y la agencia noticiosa Sputnik. Y el Kremlin, a su vez, ha establecido un cerco noticioso para hacer de sus órganos de difusión oficiales las únicas fuentes permitidas durante el conflicto. Las sanciones económicas de Occidente se extienden y llegan a las competencias deportivas y hasta las expresiones culturales de la patria de Dostoyevski en los festivales de cine y teatros de ballet.
Pero, pese a las limitaciones informativas, es preciso descartar las interpretaciones facilonas y simplificadoras de este conflicto, plenamente ubicado en la disputa por la hegemonía económica, geopolítica y militar del siglo XXI. Los rusos no están tratando de restaurar el orden de la Guerra Fría ni a la Unión Soviética; mucho menos al antiguo imperio de la Gran Rusia anterior a 1917 (cárcel de pueblos, lo llamaba Marx). Tampoco es que Vladímir Putin sea un déspota enloquecido por el poder, ávido de sangre y ansioso de imponer su dominio sobre un vecino débil. Difícilmente los enfrentamientos que vemos desde hace unos días llevarán a una conflagración mayor de dimensiones planetarias, a menos que algo se saliera de control en una operación que, evidentemente, ha sido planeada por largo tiempo y calculados sus alcances.
Se ha citado hasta convertirla en un lugar común la famosa sentencia de Karl von Clausewitz: “la guerra es la continuación de la política por otros medios”; pero se olvidan otras de las enseñanzas del célebre oficial prusiano de las guerras napoleónicas, como que la guerra nunca es un acto aislado, o que sus resultados nunca son absolutos. Tampoco que las acciones ofensivas pueden formar parte de una estrategia defensiva. Mucho de esto es lo que estamos viendo actualizarse en la invasión a Ucrania por las fuerzas rusas.
La guerra, sin discusión, es un recurso siempre extremo y siempre reprobable para obtener determinados fines. Pero el hecho de rechazarla y condenarla como lo que es, una disputa entre imperios, no elimina la necesidad que tenemos de entenderla y explicarla. Sería imposible aquí entrar en el debate ético-político de qué es una “guerra justa” que muy probablemente no tiene aquí cabida; pero es necesario tener una visión geopolítica de los acontecimientos y rastrear su genealogía. Se trata de un conflicto gestado en el bombardeo por la OTAN a Serbia para frenar el nacionalismo genocida de Slobodan Milosevic pero sobre todo para apoyar la independencia de Croacia y consolidar el desmembramiento de la antigua Yugoslavia. Se incubó también en 2003 en la segunda guerra del Golfo, que no sólo depuso al presidente iraquí Saddam Hussein sino rompió los equilibrios en el Medio Oriente. También en las candentes arenas de Siria, bombardeadas por los Estados Unidos y sus aliados y el intento desde 2011de derrocar al gobierno de Bashar al Asad, un indiscutible aliado estratégico de Moscú, que representa para los rusos su acceso al Mediterráneo.
Pero sobre todo, el conflicto ha germinado desde 1999, teniendo como actor central a la llamada alianza atlántica encabezada por el Pentágono y su expansión hacia Europa del Este. Ahora queda más claro que nunca que el fin de la Guerra Fría en 1991, con el desplome del bloque del socialismo estatista del bloque oriental, el desmembramiento de la Unión Soviética y la disolución del Pacto de Varsovia, no cumplió su promesa de una era de paz ni de un mundo unipolar hegemonizado por los Estados Unidos. Pese al interregno de suspensión de hostilidades, la restauración del capitalismo de libre competencia en las repúblicas ex soviéticas y los acercamientos de Rusia con Europa y Occidente todo, la lógica geopolítica militarista ha subsistido. Y ésta apareció primero desde Occidente.
En 1999, en Washington, se trabajó el avance de la OTAN —que con la desaparición del Pacto de Varsovia y de la presunta amenaza soviética al occidente capitalista habría perdido cualquier verdadera justificación para subsistir— hacia el Este, incorporando a países antes integrantes del bloque oriental: Polonia, Hungría y la República Checa. Siguió luego integrando a Bulgaria, Croacia, Eslovenia, y Rumania; y también a Estonia, Letonia y Lituania, repúblicas antes constitutivas de la URSS. George F. Kennan, quien fuera diplomático e ideólogo de la política de contención a la Unión Soviética durante la Guerra Fría, alcanzó a advertir ocho años antes de morir, de los riesgos de esta estrategia de expansión militar de la OTAN: “La ampliación de la OTAN sería el error más fatal de la política estadounidense desde el final de la Guerra Fría. Es previsible que esta decisión despierte las corrientes nacionalistas antioccidentales y militaristas de la opinión pública rusa; que reavive una atmósfera de Guerra Fría en las relaciones Este-Oeste y que encamine la política exterior rusa en una dirección que ciertamente no será la que deseamos” (The New York Times, 5/feb/1997, citado por David Teurtrie, Proceso, 27 de febrero de 2022, p. 11).
Pero para la política belicista de Washington la cereza del pastel de la alianza noratlántica es Ucrania. Ésta se incorporó al Consejo de Cooperación del Atlántico Norte desde 1991, y en 1994 a la Asociación para la Paz, como parte de sus acercamientos a Occidente. Con Víktor Yúshchenko en el poder, en 2008 solicitó su aceptación como miembro de la alianza militar; pero en 2010 el proceso se interrumpió, con la llegada de Víktor Yanukóvich a la presidencia, un político prorruso originario de Donetsk, que fue obligado a dimitir en febrero de 2014 por las movilizaciones proeuropeas en las calles de Kiev. Fue sustituido por el occidentalista Oleksánder Turchínov, lo que fue interpretado en Moscú como un golpe de Estado. El nuevo gobernante retomó las negociaciones para el ingreso de Ucrania a la OTAN. La respuesta de Moscú fue, en ese mismo año, apoyar su la independencia de la península de Crimea —un territorio históricamente ruso, con mayoría de población rusoparlante, entregado a la República Socialista de Ucrania en 1954 por el gobierno de Nikita Kruschov— como una nueva república y su recuperación para la Federación Rusa tras un plebiscito que la favoreció. También dio su apoyo a las provincias orientales de Donetsk y Lugansk, asimismo con mayoría de población rusa, que proclamaron su independencia de Ucrania.
Los Acuerdos de Minsk, firmados en septiembre de 2014 con la participación de representantes occidentales, abrieron la posibilidad de poner fin al movimiento armado separatista, de que Ucrania conservara intacta su frontera oriental, se liberara a los combatientes presos por el movimiento separatista y la retirada de Lugansk y Donetsk de las tropas irregulares ucranianas. Pero ese protocolo no se cumplió, o sólo muy poco. Los gobiernos de Turchínov y, desde 2019, de Volodímir Zelensky han permitido y alentado durante más de siete años la acción en las provincias de la región (Donbass) la acción de grupos paramilitares neonazis contra la población rusa, mientras desde Kiev se continuaban las gestiones para la integración del país a la OTAN y a la Unión Europea y los planes de instalar ahí misiles con capacidad de alcanzar objetivos en territorio ruso, lo que ni el presidente Joe Biden ni la OTAN han negado o desmentido.
Justo antes del estallido del conflicto armado, Jack Matlock, exembajador de los Estados Unidos en Rusia y experto en el tema, ha opinado que “dado que la principal exigencia de Putin es la garantía de que la OTAN no aceptará a más miembros, y en concreto a Ucrania o Georgia, obviamente no habría existido ninguna motivación para la crisis actual si no hubiera habido una expansión de la alianza atlántica tras el final de la Guerra Fría o si la expansión hubiera tenido lugar de acuerdo con la construcción de una estructura de seguridad en Europa que incluyera a Rusia. [El conflicto] puede resolverse fácilmente aplicando el sentido común… Desde cualquier punto de vista, el sentido común apunta que a Estados Unidos le interesa promover la paz, no el conflicto. Tratar de desprender a Ucrania de la influencia rusa –el objetivo declarado de los que agitaron las “revoluciones de colores”– fue una misión absurda y peligrosa. ¿Tan pronto hemos olvidado la lección de la crisis de los misiles de Cuba?” Similares posiciones han sido expuestas en la misma sociedad estadounidense por el ex secretario de Defensa William Perry, el experto en Relaciones Internacionales John Mearsheimer y otras figuras.
¿Y México cómo se ha posicionado ante este nuevo conflicto armado? ¿Ha tomado la cancillería mexicana en cuenta los antecedentes y desplegado una visión estratégica frente a la guerra?
Acertada y acorde con la tradición diplomática nacional la evacuación de nuestros compatriotas del territorio ucraniano, e incluso el ofrecimiento de asilo a refugiados del país agredido. Pero en cuanto al desarrollo de la invasión se ha ubicado, en principio, de manera vacilante, incluso contradictoria. Desde el primer momento, el canciller Marcelo Ebrard condenó por mensaje de Twitter la invasión, pidió el cese de las hostilidades, apuró el inicio de negociaciones y exigió protección de la población. Y el presidente López Obrador hizo referencia a las intervenciones del siglo XIX por las que México perdió más de la mitad de su territorio para reprobar también el uso de la fuerza por parte de Rusia.
Pero la posición de nuestra delegación en la ONU ha quedado muy corta y ha desaprovechado su lugar como miembro no permanente del Consejo de Seguridad. En la reciente votación de la Asamblea General, simplemente votó a favor de la resolución que, por amplia mayoría de 141 votos contra cinco y 35 abstenciones (significativamente, entre otras, las de China, India, Irán, Irak, Bolivia, Cuba y Kazajastán), condenó con toda energía las acciones militares de Moscú. Ya sabemos, empero, la fuerza que esas resoluciones no vinculantes tienen en el panorama mundial. Durante décadas, también por amplias votaciones, se ha pedido el levantamiento del embargo o bloqueo de los Estados Unidos a Cuba y el retiro de Israel de los territorios ocupados en Palestina, sin que eso haya modificado nada en la situación de los países agredidos.
Por otra parte, México se ha negado a romper relaciones diplomáticas con Rusia y a sumarse a las sanciones económicas contra ese país dictadas desde Washington, manteniendo una cierta postura de neutralidad, pero hasta ahora sin visión de largo plazo en cuanto al conflicto. Lo urgente, es cierto, es lograr el inmediato alto el fuego —más que el retiro de las tropas rusas de los territorios en los que ya ha avanzado— mientras se desenvuelve la ronda de negociación en Bielorrusia entre los protagonistas inmediatos.
Pero es preciso conformar un frente amplio multinacional que coincida en reducir las tensiones en toda Europa oriental y Georgia, obteniendo no sólo el compromiso de que la OTAN no integrará a este último país y a Ucrania a su ya muy abultada lista de integrantes. Debe pugnarse por hacer del este europeo una región libre de armas nucleares; la diplomacia mexicana lo logró para América Latina con la firma del Tratado de Tlatelolco en 1967, después de la crisis de los misiles en Cuba de 1962. Desaprobar la invasión rusa en lo coyuntural no es suficiente sin frenar definitivamente las provocaciones de los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN en la región que, no hay que olvidarlo, la superpotencia nuclear euroasiática considera parte de su cinturón de seguridad, como los Estados Unidos veían a su vecina Cuba en aquella dramática coyuntura del otoño de hace sesenta años. En esa ocasión se logró un detente diplomático entre las superpotencias que dio seguridad a los norteamericanos de no ser amenazados por misiles soviéticos y a los cubanos de no volver a ser atacados militarmente como lo habían sido en abril de 1961 en el episodio de Bahía de Cochinos. Ese logro puede ser el modelo a seguir en la actual crisis.
Lo cierto es que, en Ucrania se ha abierto una nueva etapa de desequilibrios internacionales que pueden prolongarse largo tiempo, una ruptura definitiva del pretendido orden unipolar que falsamente se quiso instaurar después de 1991, y un cuestionamiento desde el Oriente —que incluye, desde luego, a China como segunda potencia económica, en ascenso— a la hegemonía de los Estados Unidos y sus aliados. Viviremos, sin duda, un largo periodo de reacomodos y desafíos sin culminación previsible ahora, una era de incertidumbre.
Pero en esta nueva situación, donde parecen jugarse los intereses de las grandes potencias armamentistas y económicas, los pueblos tienen mucho que conquistar, y son los menos considerados en los esquemas estratégicos de los imperialismos. A eso debe apostarse sumándose a los movimientos pacifistas, por el desarme y la descolonización (Palestina, Puerto Rico, Las Malvinas, etc.) en todos los rincones del planeta. Y el lento pero anunciado declive de una potencia no debe desembocar en la instalación de uno o más nuevos polos del poder económico, tecnológico o militar.
El gran historiador británico Eric Hobsbawm caracterizó el siglo XX como un siglo “corto”, que inició en 1914 con el estallido de la guerra mundial y concluyó en 1991 con el desplome de la Unión soviética y su bloque. Acaso el siglo XXI ha comenzado apenas el 24 de febrero de 1922, y hay que entenderlo. Ojalá que nuestro país —pueblo y gobierno— lo asuma así y busque su ubicación en este difícil contexto de confrontaciones.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo -UMSNH.
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