En la noche del pasado 5 de abril del presente año, elementos de los cuerpos de seguridad de Ecuador irrumpieron en la sede de la Embajada mexicana en ese país, sin que previamente hubiese mediado notificación oficial alguna de que aquello ocurriría.
¿El motivo de que así sucediese? Extraer por la fuerza y colocar bajo arresto a quien fuera el expresidente del gobierno de Rafael Correa entre el 2013 y el 2017: Jorge Glas. Más allá de la estridencia mediática que de inmediato causaron las imágenes en las que se observa a policías ecuatorianos trepar por la fachada de la Embajada para ingresar en ella y, por supuesto, de lo alarmante que puede parecer el que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, haya decidido romper relaciones diplomáticas con Ecuador, los hechos en sí mismos resultan de enorme relevancia por dos razones.
En primer lugar porque, a juzgar por el tratamiento mediático que se les han dado a los hechos desde que ocurrieron, entre el grueso de la opinión pública no parece quedar claro, bien a bien, qué de todo lo que sucedió fue justo, legítimo y, en consecuencia, legal, y qué no Y, en segundo lugar, porque la violación de la sede diplomática mexicana y la ruptura de relaciones que le siguió han venido a eclipsar problemas más de fondo dentro y fuera de Ecuador —en diversas partes de la región— que, por supuesto, no tienen su origen ni, mucho menos, se agotan, en la en efecto condenable transgresión cometida en contra de México y de su representación en ese país.
Dicho, pues, lo anterior, quizá habría que comenzar por contextualizar un poco cómo es que se llegó a esta situación en la que el exvicepresidente Glas terminó por refugiarse en la Embajada mexicana y por qué México decidió concederle dicha prerrogativa. Y aquí, por supuesto, lo primero que tendría que observarse es que, al finalizar su mandato presidencial, Rafael Correa y una veintena de sus principales colaboradores a lo largo de sus diez años de gestión al frente del ejecutivo ecuatoriano (entre los que se encontraba el entonces vicepresidente) fueron objeto de persecución judicial y presidencial, cortesía de quien en ese momento fue su sucesor (y hasta ahora el más grande traidor de lo que en aquellos años significaron el proyecto de nación de la Revolución Ciudadana, por un lado; y el correísmo como su núcleo político, por el otro): Lenin Moreno.
Y es que, en efecto, a pesar de que Moreno llegó a la presidencia de Ecuador cobijado por la Revolución Ciudadana y por el correísmo —evitando, con ello, que el extremista de derecha Guillermo Lasso venciera en las elecciones generale de 2017—, al asumir el cargo, quien también fuera dos veces vicepresidente de correa (primero entre 2007 y 2009, y luego entre 2009 y 2013) convirtió en una de sus principales obsesiones políticas el doble objetivo de, por una parte, desmoronar desde su interior al movimiento político progresista y frenteamplista sobre el cual Rafael Correa había cimentado el proyecto de nación mucho más igualitario, democrático, libre y socialmente justo que buscó construir a lo largo de su mandato; y, por la otra, bloquear toda posibilidad de que Correa en persona o cualquiera de sus más leales y cercanos aliados políticos pudiesen regresar a controlar el gobierno nacional y a ejercer la dirección política del Estado. Es decir, en plata pura, de lo que se trató en los primeros años Lenin Moreno al frente del poder ejecutivo ecuatoriano fue de conseguir un relevo de los grupos políticos que hasta entonces habían dominado la escena política del país y, por supuesto, de aniquilar políticamente a los perfiles políticos más fuertes del correísmo que, se creía, podían ser capaces de evitar que ello sucediera: Rafael Correa incluido, en primerísimo lugar.
La causal bajo la que se amparó el gobierno de Moreno y por medio de la cual gatilló esa persecución en contra de Correa y de su círculo político más cercano fue, para ponerlo en términos simples, la misma que por aquellos años (los del final de la mayoría de los gobiernos progresistas de la región, entre 2015 y 2017) también se empleó en contra de otros líderes regionales a lo largo y ancho de América: en Brasil, en contra de Dilma y de Lula; en Bolivia, en contra de Morales (cuando aún era un digno representante del progresismo y no el reaccionario en el que después degeneró) y de su vicepresidente, García Linera (de lejos uno de los intelectuales marxistas más serios y lúcidos de los tiempos que corren); en Venezuela, contra Nicolás Maduro y en Argentina, contra Kristina Fernández. A saber: una acusación judicial por delitos de corrupción vinculada, particularmente, a esa Caja de Pandora en la que se terminó constituyendo el caso Odebrecht.
Ahora bien, más allá de que es cierto que este caso regional, a lo largo de los últimos años, en verdad ha ayudado a evidenciar amplísimas y profundas tramas de corrupción en múltiples y muy diversos gobiernos nacionales americanos (en un esquema en el que el dinero de dicha corporación se usaba para financiar campañas electorales a cambio de que, al vencer, los políticos patrocinados devolvieran el favor por medio de contratos gubernamentales), un rasgo común innegable a todos los litigios en los que este así llamado Maxi-Proceso judicial ha sido sacado a colación para enjuiciar a políticos y funcionarios que en su momento formaron parte de gobiernos progresistas es que, en cada uno, además de que las pruebas que se han presentado (cuando las ha habido) o no han sido concluyentes o simplemente no han sido capaces de demostrar que los y las titulares de los poderes ejecutivos de la región estuviesen personal y directamente involucrados, éstas, a pesar de ser así de endebles, han sido instrumentalizadas para conseguir grados cada vez más elevados de judicialización de la política y, en última instancia, para lograr concretar golpes de Estado por la vía judicial. Lula y Dilma, en Brasil, y Cristina, en Argentina; en su momento, así fueron objeto de inhabilitaciones para volver a ejercer cargos públicos en sus respectivos países (Cristina sigue en dicha situación, Lula y Dilma la superaron en los propios tribunales brasileños).
En septiembre de 2020, a través de un fallo de última instancia, Rafael Correa y Jorge Glas, en Ecuador, así también fueron inhabilitados para ejercer cargos públicos en el país (en su caso, además, de por vida). Adicional a ello, fueron condenados (junto a una veintena de sus más cercanos colaboradores y a una decena de empresarios) a ocho años de prisión (por el delito de cohecho, en su modalidad simple o agravada). La razón de que Correa viva en Bélgica prácticamente desde que finalizó su presidencia es, precisamente, ésta.
Jorge Glas, por su parte, también desde ese año (2017) estuvo preso, hasta que en noviembre de 2022 un juez aprobó dejarlo en libertad bajo la modalidad de disposiciones correctivas alternativas a la privación de la libertad. Su caso, sin embargo, estaba lejos de resolverse en su favor, pues además de la condena por la cual se lo vinculó a la trama de sobornos sistemáticos de Odebrecht sobre él pesaban otras dos: una por el así denominado caso Sobornos, que le dictó seis años de prisión (y su inhabilitación política, junto con Correa) y la otra por el caso Singue, que también le impuso ocho años de prisión. Adicionalmente, desde entonces se encuentra imputado por presunto peculado en lo que se denominó el caso Reconstrucción.
Aunque ahora mismo no interesa profundizar en la materia de los casos (es evidente que todos ellos van un poco de la mano y de lo mismo, siguiendo una serie de imputaciones de delitos que en general entran dentro del espectro de la corrupción política), lo que aquí interesa no perder de vista es que, en cada caso, el factor de la inhabilitación política (provisional o de por vida) se presenta como el eje conductor de cada uno de estos esfuerzos judiciales, de tal suerte que, en última instancia, en cada uno de estos casos parece ser mucho más importante afianzar el objetivo de marginarlo de la política nacional que el demostrar su responsabilidad penal (si la hubiese) en los hechos delictivos a los que se lo asocian (tal y como sucedió con Dilma, con Lula, con Correa y, más recientemente, con Cristina).
A mediados de 2023, estando en esta situación, el exvicepresidente ecuatoriano, Glas, llegó a la embajada de México en su país y, en diciembre de ese mismo año, formalmente solicitó asilo político al gobierno mexicano. Éste, dicho sea de paso, se concedió hasta el 5 de abril del año en curso (el mismo día en que las fuerzas de seguridad ecuatorianas irrumpieron en la Embajada mexicana), todo indica, en respuesta al grado de tensión al cual llevó la situación diplomática el actual presidente ecuatoriano, Daniel Noboa (en el cargo desde noviembre de 2023).
Llegados a este punto, ahora, lo que procede es examinar por qué la decisión tomada por México fue puesta en cuestión por parte de las autoridades ecuatorianas y, en consecuencia, saber en qué medida la irrupción que perpetraron en la Embajada de México en Quito fue justa, fue legítima y legal. De acuerdo con la parte mexicana, después de haber estudiado con exhaustividad la situación de Glas, se decidió otorgarle el asilo político con base en lo dispuesto por la Convención sobre Asilo Diplomático de 1954, y particularmente de conformidad con lo dispuesto por ella en sus artículos IV y IX, que a la letra dictan, respectivamente: «corresponde al Estado asilante la calificación de la naturaleza del delito o de los motivos de la persecución»; y, «el funcionario asilante tomará en cuenta las informaciones que el gobierno territorial le ofrezca para normar su criterio respecto a la naturaleza del delito o de la existencia de delitos comunes conexos; pero será respetada su determinación de continuar el asilo o exigir el salvoconducto para el perseguido».
El gobierno ecuatoriano, por su parte, respondió (y, en los hechos, impugnó y desconoció) esta determinación amparándose en el artículo 1° de la Convención sobre Asilo Político de 1933 y en el III de la misma Convención de 1954 que citó México. De acuerdo con la letra de ambos artículos, respectivamente: «no es lícito a los Estados dar asilo en legaciones, naves de guerra, campamentos o aeronaves militares, a los inculpados de delitos comunes que estuvieren procesados en forma o que hubieren sido condenados por tribunales ordinarios»; y, «no es lícito conceder asilo a personas que al tiempo de solicitarlo se encuentren inculpadas o procesadas en forma ante tribunales ordinarios competentes y por delitos comunes, o estén condenadas por tales delitos y por dichos tribunales, sin haber cumplido las penas respectivas».
Jorge Glas, en estricto sentido, se halla precisamente en esta situación invocada por la parte ecuatoriana, razón por la que, en principio, motiva a observadores externos a creer que es el gobierno de Noboa el que en verdad tiene la razón en su interpretación de los hechos y, por lo tanto, en que fue México quien quebrantó originariamente el orden jurídico internacional: primero al alojar a Glas en su embajada en Quito y luego al concederle un estatuto al que él no tenía derecho alguno. La cuestión es, sin embargo, que, para la parte mexicana, lo que hoy se está poniendo en cuestión es precisamente la supuesta (e históricamente fingida) neutralidad de la ley y de los sistemas judiciales nacionales en la procuración e impartición de justicia. Es decir, lo que hoy México está poniendo sobre la mesa de la discusión diplomática en América es la necesidad de no obviar que, en los últimos años, la judicialización de la política ha sido un instrumento al servicio de la deposición de gobiernos constitucionales y para la persecución de opositores políticos.
El gobierno de México, así, lo que hace es evidenciar que las normas de derecho internacional relativas al asilo fueron mayoritariamente elaboradas en años en los cuales el lawfare no existía en los términos y en las dimensiones en las que hoy sí lo hace; motivo suficiente, de acuerdo con esta lógica, para convenir en la necesidad de someter a discusión, nuevamente, la naturaleza de lo que verdaderamente constituiría, hoy, un delito político (y una persecución política enmascarada de proceso judicial del fuero común) y aquello que no lo es, a la luz de las formas en las que el derecho es usado políticamente en el contexto contemporáneo.
Si se piensa en la biografía política de López Obrador, es claro, por lo demás, que una motivación personal que el mandatario mexicano pudo tener al momento de tomar esta decisión tiene que ver con lo que él mismo experimentó cuando fue desaforado para evitar su victoria en los comicios federales de hace 19 años, en 2005. Adicional a ello, seguro también tuvo un rol importante que jugar en su valoración la alta estima en la que tiene a la diplomacia del viejo nacionalismo revolucionario, basada en principios y en una sólida tradición de asilo, lo mismo con Europa (en el contexto de las guerras mundiales) que con el resto de América, a propósito del auge regional de dictaduras cívico-militares. Tradición, dicho sea de paso, que le valió a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) acoger entre las filas de su magisterio a lo más prolífico y lúcido del pensamiento crítico desarrollado en ambas latitudes del mundo.
Cualquiera que sea el caso, sin embargo, lo que no deja de ser importante es la necesidad de promover un debate de alto nivel, en escala regional, sobre las formas a través de las cuales la judicialización de la política está impulsando cambios de envergadura geopolítica en la región y, en consecuencia, sobre la importancia que tiene, por lo menos para los movimientos progresistas y para el resto de las izquierdas regionales, el acotarlo y combatirlo frontalmente, si es que desean sobrevivir a sus embates. Ante ello, la ruptura de relaciones entre México y Ecuador, lejos de ser esa alarmante excepcionalidad diplomática es, antes bien, un acto de congruencia y, por supuesto, el menor de los problemas por los que atraviesan los pueblos de América. Tan condenable por parte de la comunidad internacional es, después de todo, la violación de un espacio que es extensión territorial de la soberanía mexicana en Ecuador como el estado de aguda descomposición social al que Noboa ha arrastrado a su país.
Ricardo Orozco, internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. @r_zco
Originalmente publicado en el Blog del autor: https://razonypolitica.org/2024/04/07/mexico-ecuador-el-lawfare-y-el-asilo-politico/
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