Hace dos años Andrés Manuel López Obrador llegó al poder con un gran caudal de apoyo electoral y abanderando un proyecto de refundación nacional para México, país cuyo sistema político arrastra graves problemas estructurales que lo han situado durante décadas en el límite de la democracia en dimensiones tan clave como el control territorial y la seguridad pública. Las expectativas por un cambio social progresista que pusiera fin a un sistema corrompido conviven desde entonces con los sesgos que persisten como herencia de un sistema corrompido.
Según se desprende de una lectura global de la I encuesta CELAG realizada en México, de alcance nacional, la sociedad se encuentra en un momento de transición: en términos gramscianos, el viejo orden pareciera negarse a morir (en muchos sentidos), al tiempo que el nuevo no es capaz (aún) de nacer plenamente. Dicha fase de transición constituye un horizonte de posibilidad que continúa abierto, impulsado fundamentalmente por la gran popularidad del actual mandatario y, en parte, por la ausencia de liderazgos relevantes en el espectro opositor.
Uno de los principales cambios de paradigma que propone la “Cuarta transformación” (4T) tiene que ver con comenzar a dejar atrás la mirada de recelo hacia “los políticos” para empezar a confiar en que este nuevo proyecto y quienes lo encarnan serán capaces de solucionar los problemas de fondo. De ahí la emblemática promesa de AMLO de “barrer la corrupción como se barre las escaleras: de arriba para abajo”.
Reflejo de esta transición es el hecho de que si bien en en la actualidad 37,1% de los mexicanos considera que más alla de quien gobierne el principal problema estructural del país es la “impunidad/corrupción”, al mismo tiempo más de la mitad de la ciudadanía (52,9%) se posiciona en la vereda contraria a la de la antipolítica y sostiene que “no todos los políticos son corruptos, algunos son honestos”. Esta proporción está en sintonía con la valoración pública del actual mandatario.
A un año y medio de haber entrado en funciones, la figura de AMLO continúa despertando niveles de confianza muy elevados. Más de la mitad de los mexicanos tiene una imagen positiva del presidente (55,3%). Más aún, las sensaciones positivas (54,8%) respecto a su figura –afecto, confianza, respeto– casi duplican a las negativas (29,6%) –decepción, rechazo–. Y, además, dicha afinidad tiene un correlato en términos de identificación partidaria, puesto que al consultar a los mexicanos si tienen simpatía hacia algún partido político, una cuarta parte elige a MORENA –mientras que el PAN y el PRI, los dos partidos tradicionales mexicanos, sumados apenas alcanzan un 16%–.
Hay otro dato que resulta ilustrativo de esta transición: en la actualidad, un 38,4% de mexicanos y mexicanas cree que el país “vive un momento de transformación profunda”, y la misma proporción se inclinaría por AMLO si mañana hubiese nuevas elecciones. Esto indica que existe un bloque propio afianzado, que resultará determinante en la correlación de fuerzas para afrontar los desafíos más complejos que el Gobierno tiene por delante, entre ellos resolver el problema de inseguridad ciudadana derivada de la penetración del crimen organizado, la cuestión migratoria y las tensiones con los sectores de poder local, principalmente el gran empresariado.
En conclusión, la llegada al poder de MORENA y el liderazgo fuerte de López Obrador han reordenado el tablero político mexicano. AMLO expresa todavía hoy el anhelo de esperanza en una sociedad que rechaza enfáticamente el modelo del PRIAN, pero es pronto para calibrar la dimensión transformadora de su proyecto, aún más en un contexto que se ha visto complejizado por la irrupción de la pandemia y el consecuente deterioro social que traerá aparejado a nivel local la crisis económica global.
Gisela Brito y Guillermo González / CELAG