Cualquiera, y todos, pueden ser asesinados. Así de simple y tremendo a la vez. Los puestos de venta de diarios y revistas, en distintas ciudades de México, chorrean sangre desde las portadas, matizadas con alguna modelito desnuda o semidesnuda. «Si esto sigue así tendremos que irnos a otro país», se escucha decir a algunas gentes […]
Cualquiera, y todos, pueden ser asesinados. Así de simple y tremendo a la vez. Los puestos de venta de diarios y revistas, en distintas ciudades de México, chorrean sangre desde las portadas, matizadas con alguna modelito desnuda o semidesnuda.
«Si esto sigue así tendremos que irnos a otro país», se escucha decir a algunas gentes que creen que todavía el Distrito Federal no ha sido ganado por la guerra. Aunque en su periferia no han faltado cadáveres, montados arriba de otros, con leyendas que advierten que las batallas recién comienzan. Queda mucho por matar y poco dónde guarecerse, si se observan la militarización creciente y los millones de personas que para salvar el día a día deben ir pasando a gusto, o a disgusto, a las filas de los contendores, o, mientras puedan, caminar por la cornisa neutral sin que una bala, no tan perdida, se los lleve por delante.
México quedó encapsulado en una trampa mortal. Por sus tierras se pasean fuerzas del ejército y policiales, divididas en bandos que confrontan. Paramilitares, parapoliciales, sicarios orgánicos e improvisados; agentes -soterrados y de superficie- de la CIA y la DEA; comandos de elites dependientes del gobierno de Felipe Calderón y las «Compañías de la Muerte S.A.» encargadas de trasegar inmigrantes de un lado a otro.
Recordemos que en los últimos diez años -según cifras que repican por distintos medios, dentro y fuera de México-, fueron desaparecidas unas sesenta mil personas, la mayoría mexicanas y mexicanos y muchas otras provenientes de países centroamericanos, que nunca llegaron a destino, sea el de ida: EE.UU, o el de regreso: a sus casas, luego de haberse arrepentido cuando estaban a mitad de camino de uno y otro punto.
Entre asesinados y desaparecidos, tomando como medida las últimas tres décadas, se puede arriesgar -sin salirse siquiera de las cantidades que se conocen como revelaciones oficiales- que en México ha habido aproximadamente cien mil víctimas directas de una guerra civil no declarada como tal, ni admitida, incluso, por no pocos de aquellos que la padecen a diario. Una guerra civil, en la que EE.UU. tiene una enorme injerencia y graves responsabilidades, que vienen de lejos en el tiempo y se ahondaron con el Tratado de Libre Comercio (TLC): componendas y negocios que, como lo denunciaran miles de trabajadores mexicanos, no fueron más que parte de las atrocidades económicas y sociales, afines a las recetas neoliberales.
Tirando de esa cuerda, con la inestimable ayuda del ex presidente Vicente Fox -un títere grandullón de George W. Bush- EE.UU., que no pudo clavar el ALCA en el corazón del conjunto de la región, aceleró el desangre de un país que con una población de más de ciento diez millones de habitantes, lo único que vio crecer, tras el acuerdo, fue la economía informal y amplios bolsones de miseria lacerante. Caldo de cultivo, innegable, de violencia, en este caso: armada hasta los dientes y signada por la ferocidad que impone toda lucha por el final del botín, o el principio del control total del mercado. El del petróleo, las drogas duras y blandas y los nichos de negocios selectos, para clases también selectas.
En el País Cementerio, así como se muerde el polvo de la derrota en la esquina menos pensada, se puede, aún, sorberse unos tragos en los cafetines con terrazas, tipo París, cerca del monumento a Benito Juárez. Así, como si tal cosa; como si todo fuera ajeno, hasta el día en que llega la noticia de una víctima cercana.
Como suele ocurrir en el mundo entero, ahora en México hay mexicanos a los que su propio país, con esa escalofriante ristra de muertos y desaparecidos, les queda demasiado distante. Los archiconocidos contrastes sociales entre ricos y pobres -siempre expuestos en una urbanización que no disimula nada- se han acentuado. La pretensión de la topadora yanqui quizás se salga con las suyas: demostrar que México se sumerge en la «categoría» de inviable. «País fallido». «Estado fallido». Y, entonces, más brutalmente que hoy, se le facilitaría a EE.UU. una intervención directa sobre una sociedad descuartizada.
Nada más y nada menos que eso es lo que está en juego en una realidad de tierra, aparentemente, de nadie. Sólo aparentemente.
Hay organizaciones de derechos humanos y de periodistas -entre éstas la Federación de Asociaciones de Periodistas de México, FAPERMEX-, que aseguran que del total de asesinatos a periodistas -y otros-, ocurridos en los últimos tres años, el seis por ciento está vinculado a represalias ejecutadas por el narcotráfico en sus diferentes versiones. Y que en el porcentaje más alto de crímenes -por arriba del treinta por ciento- están implicadas las fuerzas armadas que, en teoría, responden al poder político. Y otras fuerzas, tan armadas como las «institucionales», de neto corte paraestatal: grupos con status de «autónomos».
¿Quién pondrá fin a una carnicería que corre el riesgo de naturalizarse como sistema de vida?
Si no llegaran a ser las fuerzas políticas y sociales más progresistas de México y de la sociedad mundial, entonces los bárbaros guerreristas, amarrados al diagrama global del caos, pergeñado por el Pentágono, lo harán a su manera. Destrozándolo todo menos sus negocios. Entre éstos, los de la reconstrucción, a manos de las mismas empresas que hoy azuzan la muerte.
Sin dudas asistimos a una muestra más del único futuro posible que nos propone el actual círculo vicioso de la reproducción capitalista y la expansión imperialista.
* Juan Carlos Camaño es presidente de la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP).
– Fuente: http://alainet.org/