Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Puede que nunca haya un Graceland para Michael Jackson. Fue el tipo incorrecto de Malo. No podía ser el vividor al que te encantaría odiar. No poseía el carisma que hiciera estallar de emoción el corazón de las mujeres. Si alguna vez se hubiera sacado la camisa para lanzarla al público, se hubiera visto su esqueleto cubierto de piel.
Murió hace tempo. Y nació muchas veces. Fue el renacimiento de un retardo deliberado. Oscar Wilde escribió: «»Porque el que vive más de una vida debe morir más de una muerte.»
Habrá quien diga que ni siquiera merece un homenaje porque se le acusaba de varios crímenes. La moralidad social es tan fácil como es divisiva. Los medios estadounidenses hicieron chistes trasnochados sobre su explotación que sólo probaron lo explotadores que eran.
Si fue un chiste, lo más probable es que lo haya sido, como dijera Bob Fosse, en el molde de Charlie Chaplin. Fue el héroe tragicómico por excelencia. Más peligroso para sí mismo que para algún otro.
El niño
Chaplin explicó a Mark Sennett cómo trabajó en el personaje del vagabundo con estas palabras: «Uno sabe que este individuo es multifacético – un vagabundo, un caballero, un poeta, un soñador, un sujeto solitario, siempre a la espera de romance y aventura. Te quisiera hacer creer que es un científico, un músico, un duque, un jugador de polo… Sin embargo, es muy capaz de recoger colillas de cigarrillos o de robarle su dulce a un bebé…»
Entre una infancia perdida y una adultez retardada, Jackson creó un refugio adolescente. El país de nunca jamás fue su utopía – un Shangri-La adolescente de viajes de cuentos de hadas y de burbujas que nunca reventaban y de chocolates que no se fundían; era una protección de un mundo que no crecía pero que se alejaba. No podía llegar a comprenderlo. Lo perdía. No había una greña juvenil, ni patillas, ni nómades endemoniados, ni delirios de derviches. Imagina, ningún ¡Imagina!
Jane Fonda lo entendió bien cuando dijo: «Su inteligencia es instintiva y emocional, como la de un niño. Si algún artista pierde ese parecido con un niño, pierde mucho jugo creativo. De modo que Michael crea a su alrededor un mundo que protege su creatividad.»
Se sentía bien con mujeres mayores porque reconfortaban al niño en su interior, al que se chupa el dedo.
El hombre
Fue el árbitro premeditado de su propia vida. Michael tal como era simbolizaba algo intangible. La posesión emocional se interrumpía en un cierto punto. Entonces se atrevía a insinuar que nos gustaba por sus inadecuaciones, no las nuestras. Nos hacía sentir bien respecto a nosotros mismos.
¿Cómo será sentirse hombre, mujer, niño y producto, todo en uno, moldeado en la pieza más exquisita de cristal, pero siempre temeroso del simple codazo que pueda lanzarte al suelo en mil fragmentos, cada uno con su identidad distinta y ese terrible sentimiento horadador? Como un gimnasta sobre una barra que quiere lograr un 10 perfecto, no temía demasiado la caída porque había una red de seguridad
Se sentía agraviado en la asexualidad. Chaplin había escogido por un tiempo ese camino y razonaba como Balzac quien creía que una noche de sexo significaba la pérdida de una buena página de su novela porque requería un tiempo precioso. Fue sólo natural por lo tanto que Michael, quien quería entregar mucho y hacerse con mucho, se perdiera en sí mismo. Creó insolentemente una persona andrógina que quería verse y cantar como Diana Ross en un tono agudo femenino.
Para compensar ese gesto de negación de la sexualidad, representaba el cachondo en público. Lo lanzaba a la cara de los espectadores. Según un crítico estadounidense, para «reasegurarse a sí mismo el posible Rey Virgen lo toca permanentemente en público.»
Parecería que de manera muy parecida al murmullo quedo que parecía contener secretos se elevaba por encima del cuerpo para convertirse en «alguien que se ha conectado con cada alma del mundo.»
El comentarista
Si a Chaplin lo inspiraron dos guerras mundiales y la Depresión, Michael tuvo que tener en cuenta la Guerra del Golfo y a los punks yuppies. Los artilugios que utilizó en escena eran esas cosas descaradas que atraían a la generación ‘yo-también’ de pretendidos beatniks.
Hubo una liberación orgiástica mediante el sexo y el escándalo, pero tenía la chapa de ‘fumé pero no inhalé’ y la crustácea denuncia judicial que tenía un núcleo bastante blando. Michael no tuvo demasiados mensajes sociales. Él era el mensaje social. Por absurdos que hayan sido sus intentos de ser claro de piel, de alisar su pelo, de agudizar su nariz, de ablandar sus labios, estaba haciendo una caricatura de sí mismo. ¿Por eso ensayaba durante horas en una sala sin espejos? ¿Evitaba su propia imagen, la creación de una persona que pensaba sería considerada aceptable? Se escapaba de Negro y por eso pocas veces hablaba a su favor. Era el comentario cáustico de nuestros tiempos.
No trataba de ser el hombre Blanco; sólo llevaba una máscara. Les decía: «Me lanzáis piedras para ocultar vuestras manos.» Siempre llevaba guantes, guantes decorados con diamantes, y chaquetas con diamantes de imitación. No quería actuar como el tipo pobre con Harlem ante su puerta, con pantalones abolsados y una gorra de béisbol, caminando como si anduviera por las calles buscando despojos. Era el chico que lo había logrado. No iba a pedir disculpas por haberlo hecho.
Eligió el ‘moonwalk’, una forma sin forma, donde el piso nunca estaba demasiado cerca y tampoco demasiado lejos. «¿Quién soy yo? Pretendiendo no ver…»
Para él las chucherías eran descartables, una declaración incisiva sobre la condición del propio entretenimiento, por lo cual comenzó verdaderamente a actuar cuando estuvo libre de todos esos accesorios, castigando su cuerpo tendinoso para realizar proezas imposibles porque en algún sitio profundo sentía, «aunque no me necesitéis ahora, permaneceré en vuestro corazón.»
A diferencia de muchos iconos del pop, rompió las barreras restrictivas del nacionalismo y de la raza, y también del género. La máscara de oxígeno que llevaba tal vez no haya sido para protegerlo sino para crear una ilusión de posteridad. Su propio pequeño tributo al aliento de la vida, un obituario de su propia creación: «Decid mi nombre y ahí estaré.»
Nada puede superarlo.
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Farzana Versey es una columnista basada en Mumbai y autora de «A Journey Interrupted: Being Indian in Pakistan,» Harper Collins, India. Para contactos: [email protected]