El resentimiento es un impulso que atraviesa a toda la humanidad. Max Scheler lo definía como una auto-intoxicación, la secreción de una impotencia prolongada de rencores y venganzas. Es el resultado de una acumulación de odio, y suele liberarse como ira. Si bien no es propiedad de ninguna ideología ni clase social (hay un resentimiento […]
El resentimiento es un impulso que atraviesa a toda la humanidad. Max Scheler lo definía como una auto-intoxicación, la secreción de una impotencia prolongada de rencores y venganzas. Es el resultado de una acumulación de odio, y suele liberarse como ira. Si bien no es propiedad de ninguna ideología ni clase social (hay un resentimiento de izquierdas y derechas, de individuos y de colectivos) podría pensarse que el resentimiento de la derecha que gobierna mayoritariamente en América Latina evidencia hoy una saña inusitada. ¿Habrá que buscar en las conquistas sociales de los últimos años en la región la base de ese resentimiento? ¿O tal vez en la dificultad de esa derecha para perpetuarse por vía democrática?
Se trata de un odio hacia el populismo, sus políticas redistributivas y sus banderas de justicia social; odio hacia los revisionismos históricos y las pedagogías latinoamericanistas; odio a los trabajadores, los jubilados, los sindicatos: es decir, hacia toda forma de organización social solidaria. Pero, incluso, hay algo que parece aun peor: sus rasgos fascistas o totalitarios (aunque el concepto de fascismo hoy caducó en ausencia de estatismos nacionalistas y burguesías locales, sus estertores perviven latentes en la política como rencor social, tal cual afirmó Albert Camus).
La derecha que gobierna la Argentina (y casi toda Sudamérica) también exhibe su resentimiento hacia otros colectivos: los inmigrantes, los homosexuales, el movimiento feminista, los pueblos originarios. Es la nostalgia conservadora del país blanco y pastoril que masticó durante años el rencor hacia los gobiernos populares, y hoy lo destila como venganza. Porque en todo resentimiento hay un impulso que tiende al revanchismo.
El miedo aparece en esta derecha como el germen de aquel resentimiento. Miedo al eterno retorno del populismo y sus viejos mitos (como el del aluvión zoológico y el del niño asado) o, en realidad, miedo a un populismo que de verdad afecte sus intereses de clase. El miedo hace autoritaria a la derecha conservadora, en su necesidad de ordenar el universo propio y mantenerlo a salvo del caos. Por eso militariza la protesta social y persigue a los dirigentes, gremialistas, jueces y comunicadores que no le son adictos. El miedo engendra espíritus represivos, almas intolerantes o, como sostenía Bertolt Brecht, burgueses asustados.
El gobierno utiliza el miedo y el odio como una forma de generar control social. En esto suele ser muy eficaz: logró que una parte de la sociedad acepte renunciar a sus derechos y libertades a cambio de sentirse seguros. A ese sector le preocupa más la inseguridad y el terrorismo que sus propias reivindicaciones, y son más sensibles a las falsas afirmaciones y creencias. Instalar el miedo propio en la sociedad con la voluntad deliberada de engañarlos es la mayor performance de los estrategas del mundo conservador. Y como no hay pan, hay que ofrecer circo: la ministra Patricia Bullrich detuvo días pasados a una pareja de arquitectos chilenos sospechados de transportar una bomba (cuando en realidad se trataba de parlantes), deportó al equipo de Pakistán que llegaba al país para jugar el Mundial de Futsal, y demoró al equipo de BMX colombiano para «verificar su pasado judicial«. Un nuevo papelón en su lista de montajes antiterroristas.
La derecha latinoamericana criminaliza la pobreza y desprecia a los pobres pero, a su vez, se humilla ante los poderosos del mundo. Basta con observar la denigración a la que se someten Macri y Bolsonaro ante la presencia de Donald Trump; es decir, el reconocimiento de su propia inferioridad. Porque en el resentido lo que prima es la conciencia de inferioridad frente al otro. Y mientras mayor es la sumisión, más temible la envidia y la venganza.
La persecución judicial y mediática a CFK y algunos ex funcionarios es una muestra de revanchismo y resentimiento. Para colmo de males, la evidencia del lawfare, es decir, la confirmación de la impúdica connivencia entre espías, medios, jueces y políticos -a partir de la aparición del inclasificable Marcelo D´Alessio y la actuación del juez Ramos Padilla- enardece aun más al gobierno y le hace destilar su ira. Basta recordar la furia del presidente en sus últimas apariciones, o las diatribas de Elisa Carrió y Laura Alonso. O las histriónicas amenazas de Durán Barba advirtiendo que «si Cristina gana, arma a los barras y al Vatayón Militante para que maten a sus opositores«. Habrá que recordar que, como afirmaba Nietzsche, el alma genuinamente resentida sufre el dolor a perpetuidad, porque su enfermedad es incurable.
Las conquistas sociales y la distribución más igualitaria del ingreso durante los gobiernos populares sin dudas agraviaron a la derecha conservadora que hoy gobierna. Por eso el odio -que para Scheler es la obra suprema del resentimiento– y la venganza apuntan al mismo objetivo: desmantelar cada una de las reivindicaciones conquistadas por los sectores populares en los últimos años.
Pero, además, hay resentimiento en esa derecha porque sus voceros y funcionarios no pueden caminar por la calle sin ser insultados. Saben que, de existir un Poder Judicial genuino, debieran rendir cuentas por sus evasiones, fugas, blanqueos y demás negociados. Saben además que, de no existir la prensa canalla, sus mentiras no lograrían perdurar en ningún imaginario.
Su objetivo es aplastar todo intento de reivindicación popular, obliterar la voluntad y los deseos del pueblo, cambiar el paradigma cultural y eternizarse en el poder. Para conseguirlo detentan un poderío inimaginable: el control económico y político, el manejo de los medios de comunicación dominantes, una justicia devota, el apoyo de la muy activa embajada estadounidense y de los organismos financieros internacionales. Y harán lo que sea para seguir ganando elecciones: ya lo demostraron en Brasil, con la fantochada del juez Sergio Moro.
La interminable fuga de divisas indica que una derecha apresurada y hostil vino a poner sus riquezas a resguardo de cualquier eventual populismo, engrosando la brecha social. Pero también vino a confiscar los recursos de la ciudadanía (tarifazos, salarios y jubilaciones a la baja, retirada del Estado de bienestar) con el supuesto argumento de que vivía «por encima de sus posibilidades«. Luego de tres largos años de gobierno, con la economía a cargo del FMI y la política en manos de operadores del poder real (en complicidad con una embajada norteamericana que no oculta ni de cerca sus reales apetencias), aparece sin disfraces una derecha carente de escrúpulos. Y llena de resentimiento.
Esa derecha hará lo que sea para perpetuarse: si Macri ya no mide en los sondeos, irá tras Vidal; por si acaso ya desempolvó algún vetusto candidato del peronismo amigable como Roberto Lavagna, al que intentará utilizar como muralla de contención de CFK, y especulará con cualquier alquimia que le asegure el pasaporte hacia 2019. Con el lawfare procurará sacar del juego a Cristina. Y reza para que el país no se incendie antes de octubre. La última instancia que le queda será jugar la baraja siniestra: el fraude, su bala de plata.
Gabriel Cocimano (Buenos Aires, 1961) Periodista y escritor.
Todos sus trabajos en el sitio web www.gabrielcocimano.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.