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Mitos en el acceso a la educación media superior y superior

Fuentes: La Jornada

En no pocos países latinoamericanos el paso de la educación básica a la media superior y superior es algo que se da por sentado. Ello ocurre a tal punto que en algunos, 50, 60 o incluso más de 70 por ciento de sus jóvenes (como en Cuba y Argentina) están en una institución universitaria. En […]

En no pocos países latinoamericanos el paso de la educación básica a la media superior y superior es algo que se da por sentado. Ello ocurre a tal punto que en algunos, 50, 60 o incluso más de 70 por ciento de sus jóvenes (como en Cuba y Argentina) están en una institución universitaria. En México, sin embargo, escasamente superamos 30 por ciento. ¿Cómo es que aquí, para la mayoría de las y los demandantes y sus familias una disparidad tan profunda como ésta sigue siendo parte de la normalidad (a pesar de que gracias a los movimientos de rechazados ha avanzado la conciencia de la gravedad de este problema)? La explicación que aquí ofrecemos es que en torno al acceso a los niveles superiores (bachillerato y universidad) se han creado tres mitos poderosos que constituyen una de las más sólidas barreras al surgimiento de una corriente masiva de indignación nacional y de exigencia de cambio respecto de la enorme desventaja en la que en México colocamos a las y los jóvenes.

El primer mito o leyenda aparece cuando se dice que el ingreso a la institución de preferencia es algo que depende fundamentalmente del esfuerzo de cada persona y, que, en caso de no ser admitido, hay que estudiar más. Como también ocurre en otros mitos, éste no deja de tener en su origen algo de verdad, pero ésta viene rebasada en una narración fantástica. Y, en efecto, quienes no hicieron esfuerzo alguno muy probablemente tendrán menos posibilidades de ingreso que quienes se prepararon correcta y concienzudamente. Estudiar o no lo suficiente puede explicar la admisión o rechazo cuando se trata de poblaciones pequeñas de demandantes, pero cuando hablamos de 200 mil aspirantes y 16 mil lugares disponibles resulta absurdo plantear que no ingresa un número sustancialmente mayor de jóvenes porque no hicieron el esfuerzo debido. No faltan jóvenes capaces, sino lugares suficientes. El desvanecimiento de este primer mito es una conclusión indispensable para lograr un cambio fundamental de perspectiva, pues en las condiciones actuales en México con una baja oferta, ya no es el esfuerzo el principal factor determinante del rechazo, sino la falta de voluntad del Estado para crear instituciones y ofrecer más lugares en las existentes. Este cambio de perspectiva, a su vez, es importante porque el mito de la falta de esfuerzo esconde, en el fondo, el mito de la falta de talento. No pocos de los jóvenes rechazados asumen que les faltó estudio y se aplican más, pagan cursos de preparación y, con una determinación admirable, vuelven a solicitar ingreso una y otra vez. Al cabo de varios intentos, sin embargo, no es raro que lleguen a la conclusión (que implícitamente propone también el examen cuando se insiste que elige a quienes sí son de calidad) de que en realidad lo que no tienen es la capacidad estructural necesaria y, una vez en ese camino, las consecuencias personales y sociales pueden ser muy destructivas. No sólo se les rechaza, se les envía a la calle con la certificación de que son, hablando el lenguaje de Enlace, definitivamente insuficientes, fallidos.

Un segundo mito dice que todos tienen las mismas oportunidades de ingreso. Que no hay favoritismos o privilegios. Sin embargo, existen datos estadísticos que apuntan claramente en dirección a que el uso de exámenes estandarizados de opción múltiple prefiere a los hijos de funcionarios, directivos y empresarios, y no tanto a los hijos de obreros y campesinos. Así, en el caso de 5 mil aspirantes provenientes de los estratos poblacionales más favorecidos se admite a mil, pero de una cifra similar de demandantes (4 mil 600) de origen popular sólo a 433 (Aboites, H. «Jóvenes y perspectivas en la educación media superior y superior…», 2013). Y datos semejantes aparecen en relación con el asunto de género. Puede pensarse que la explicación de estas diferencias, en el primer caso, depende de algo cierto: que los demandantes de clases populares tuvieron menos acceso a bienes culturales. Sin embargo, dado el bajo poder de predicción (los resultados no anticipan bien quién va a ser un estudiante exitoso y quién no) que reconocidamente tienen los exámenes estandarizados y a reserva de más investigación, es posible decir que el examen no funciona tanto para elegir a los que tendrán un buen desempeño, sino para identificar -ahí sí con mayor precisión- a quienes, por su condición social, están en ventaja. Y lo mismo se puede decir en el caso de las mujeres. Se ha encontrado que cuando deja de utilizarse sólo el resultado del examen como criterio de selección, sino que se éste se combina con el promedio de preparatoria, la desventaja que tienen las mujeres respecto de los hombres en el acceso se reduce hasta 50 por ciento (ibidem). Lo que significa que el uso de estos exámenes introduce una discriminación adicional a las que ya existen socialmente, ahora en el acceso a la educación media superior y superior. Un tercer mito, que luego veremos, es aún más importante.

Hugo Aboites es Rector de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).

Fuente original: http://www.jornada.unam.mx/2014/05/24/opinion/018a1pol