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Relato de una experiencia de viaje en una población del norte boliviano

Morir mil veces en Coroico

Fuentes: Rebelión

Una historia, una visión y mil preguntas. ¿Puede un pueblo deslegitimar a su propia ley?

No robarás

Gloria camina de lado a lado con una rama que le sirve de bastón. Viste un pullover blanco arremangado y por encima un delantal azul floreado. Tiene una pollera marrón que rodea su protuberante cadera y se arrastra contra el piso. Un sombrero beige la protege del sol. Gloria camina lentamente sobre el único puente que conduce a Tocaña, una comunidad afroboliviana ubicada a 17 km de Coroico. En la zona no hay más de cinco casas y un río pedregoso. «Deben volver, no es bueno que estén hasta tarde en la zona. Oscurece temprano, así que deben tener cuidado. En la radio dicen que agarraron al ladrón y lo llevan al pueblo», nos alerta. Aún no entendemos si nos dice la verdad o simplemente apela a una advertencia para alejarnos de su casa. «¿Y lo llevan a la plaza?», pregunté algo risueño e incrédulo. «Sí, a la plaza».

El séptimo mandamiento de la Iglesia Católica tiene en las paredes de La Paz un protagonismo que rompe con la monotonía estética del ladrillo. Sólo compite con la gran cantidad de murales de tinte político: Evo SI y Evo NO se alternan pared a pared, luego del referéndum de febrero de 2016, en donde el % 51,31 de la población votante de Bolivia dio la negativa a la reforma constitucional y a la posibilidad de un cuarto mandato de Evo Morales Ayma. Las paredes sólo dicen, sin sentido, lo que tenían para decir: SI o NO. El séptimo mandamiento se multiplica, a su vez, en consignas durante todo el recorrido del Departamento de La Paz: cada barrio o ciudad manifiesta una advertencia que se convierte en mandato social e incógnita turística a la vez. Las historias se multiplican, así como el mito y la leyenda.

Ladrón pillado será quemado vivo, reza una pared en el municipio de El Alto, con un aerosol prolijo, de mano firme. «Es para evitar que se metan a robar en los terrenos en construcción», cuenta un vecino mientras transitamos en colectivo un turbulento camino de piedra y barro volviendo de Copacabana a La Paz. Los viajes pueden durar más de lo común e incluso pueden convertirse en una travesía dakariana, debido a las obras en la ruta y la insistencia de la lluvia. El viaje puede tornarse también un espacio de debate, crisol de la opinión cultural, entre turistas, viajantes locales de profesiones e intenciones diversas y pequeños comerciantes, acompañados de sus mutantes bultos de mercadería; todos compartiendo una concepción más bien economicista ahorrativa de la vida.

En La Paz, como en la mayoría de nuestras sociedades, el delito es condenado social y legalmente, pero ¿es suficiente esa legalidad? El debate sobre la justicia es un polémico debate sobre la condición humana, la cultura y la otredad, ancestral también, pero con un lugar central en nuestro orden social contemporáneo. ¿Qué es la moralidad, qué es el castigo y qué es la muerte? Para el ladrón, el fuego dice otra pared al norte de la capital boliviana. ¿Qué es la ley y qué es el orden divino? El realismo se acrecienta con un ingenio pavoroso. Es común ver en las esquinas de Bolivia muñecos que simulan ladrones ajusticiados. ¿Puede el pueblo deslegitimar a su propia ley? La imagen se repite una y otra vez, colgando de una casa o de algún poste, con la soga al cuello. ¿Cómo se educa el delito? ¿Cómo se educa la violencia? ¿Puede una advertencia convertirse en realidad?

Coroico es un municipio del Departamento de La Paz perteneciente a la provincia de Nor Yungas ubicado a 97 km de la capital boliviana y está constituido por tres cantones: Coroico, Pacallo y Mururata. Según el último censo, su población asciende a casi 20 mil habitantes: la zona rural alberga a 104 comunidades campesinas que se agrupan de forma dispersa (algo propio de la economía agrícola), mientras que la población urbana se ubica en la ciudad de Coroico. Los manuales hablan de Coroico como una región montañosa localizada entre 600 y 3.000 metros de altitud, con la presencia de cuencas profundas, montañas de gran elevación y declives fuertemente inclinados que se conjugan la subida a la cordillera, que tiene topes de hasta 5.500 metros.

«Esta es un zona bellísima, plagada de paisajes, hermosos todos. Hay mucho por descubrir», nos cuenta con simpatía y entusiasmo Isabel, que junto a su marido Oscar nos recogieron en la ruta en plena caminata a la ciudad de Coroico. Nos cuentan que desde su juventud despuntan el vicio de viajar y que aprovecharían para estar algunos días en Coroico. Las recomendaciones turísticas de la pareja abarcaban todo el territorio boliviano. «Deben conocer el sur de La Paz, y Santa Cruz también, ahí van a encontrar mujeres bonitas en serio. Ocurre que en La Paz la mayoría de las mujeres son indígenas, más negritas, desde que Evo, hace diez años, empezó a llevar a la gente del campo a la ciudad. En cambio, en otras zonas, podrán encontrar bolivianitas lindas, bien lindas», afirma Isabel con una polémica inocencia.

En principio las recomendaciones boca en boca son más efectivas que el estatismo de la oficina de turismo de la ciudad. El atractivo de sus paisajes, de exuberante vegetación y clima tropical, hacen de Coroico un destino de los más visitados de Los Yungas: pueden transitarse caminos precolombinos, realizar ascensión a los cerros y disfrutar de los ríos Coroico, Santa Bárbara y Vagantes. Un ruta de niebla y deshielo nos conduce a esta ciudad que ocupa un pequeño costado del prisma triangular que forma la montaña a su alrededor. La naturaleza parece corporizarse, como una garra que protege su interior y nos deja una porción de su anverso, marcando en el extenso desandar un horizonte que parece oculto pero no inalcanzable.

Es nuestra última noche en Coroico antes de emprender viaje al Titikaka y el centro del pueblo luce repleto, convulsionado. Sólo pasan algunos minutos hasta que el murmullo generalizado nos confirma la primicia de Gloria. «En este momento lo están trayendo por Arapata», dice Radio Coroico que se escucha en las cuatro esquinas de la plaza central.

«Están trayendo al ladrón», repite una verdulera y luego me señala una ferretería cuando la consulto sobre el botín. «Ese no sabe lo que le espera», dice con enojo, atenta a la crónica radial. El olor a fritura invade las calles desde los puestos callejeros. La hora de la cena se acerca y la del espectáculo también. ¿Comer antes o comer después? La gente se concentra frente a la comisaría, enfrente de la plaza y a mitad de cuadra, formando una pasarela desde ambas veredas. El ladrón está cerca y una realidad ajena nos empieza a encerrar.

«Con dinamita lo vamos a hacer volar», dice una señora por lo bajo, con indignación y autoridad. Sobre la cuadra hay dos vehículos estacionados. Uno de ellos una camioneta policial que en breve se convertirá en un palco de lujo. Un silbato de fondo hace falsa alarma entre los espectadores. La cuadra está cubierta de gente en toda su extensión y los autos circulan lentamente bajo la mirada atenta de la guardia popular. Los sombreros de las cholas sobresalen en la multitud. Un viejo se ríe parado en un banco de madera. «Todavía no llega», le dice una niña a otra mientras juegan con una muñeca. Sentados a lo lejos Isabel y Oscar sonríen a destiempo. «¡Qué de gente! Debe ser la procesión de alguna Virgen o un festejo», me dice Isabel, que aún ignora la situación. Dos policías irrumpen haciendo lugar en la calle con conos naranjas y un Toyota Ipsum entierrado se mete despacito en la boca del lobo.

«Vamos a lincharlo», surge como un grito de guerra dentro de la multitud que se agolpa contra la puerta de la comisaría. El ladrón acaba de entrar a una oficina esposado y con el rostro descubierto acompañado de una endeble custodia de dos policías. En total son cuatro oficiales de pantalón verde oscuro, camisa y gorra beige, y casi una decena de autoridades municipales. La ansiedad invade en un bramido incontenible. «Queremos ver su cara», piden los moderados. «Que dé una vuelta a la plaza», se relame otro grupo. «Hay que colgarlo en la plaza», sentencian los más radicalizados. Un hombre de remera negra irrumpe en el balcón del primer piso de la comisaría y desata un oooole generalizado. «Se lo vamos a mostrar a todos», asegura, mientras algunos gritan y otros intentan entrar a la fuerza a buscar al acusado.

La calle luce iluminada por los celulares como la primera fila de un recital, los comercios están vacíos y la radio actualiza la información. Son minutos de tensión para una comunidad que está pendiente del comienzo de una obra en la que tiene un rol central. Miro a los perros correr y ladrar sin sentido. La carne, la campana y la saliva. Miro a la multitud y nos miro a nosotros. La carne, la campana y la saliva. Pienso en la pared pintada. En el dicho, en el hecho y en el camino derecho. Pienso en lo inerte de un muñeco colgado en una calle cualquiera de Bolivia que se mueve con el viento. Pienso en lo inerte del cuerpo que espera en la comisaría por ese mismo viento. Pienso en la adrenalina animal que nos invade y en la disciplina social que nos divide. El telón se abre. ¿Somos espectadores, actores de reparto o protagonistas?

Una linterna resalta su redondeado rostro, su tez morena, sus ojos achinados, su pelo opaco, y resalta su temor también. El acusado está sobre un pedestal en un pequeño balcón lleno de autoridades. Está más alto que nadie, con los brazos atados a su espalda y escoltado por el policía que ilumina su cara para la multitud. Que ilumina su cara desde todos los ángulos, entre la contemplación y un silencio fugaz. Viste un pantalón largo oscuro, un chaleco rojo y una remera blanca con la inscripción culture exchange. Nadie parece reconocerlo. «No es de Coroico», se escucha repetidamente entre la gente. El sudor recorre todo su cuerpo, tiene el ceño fruncido que pide piedad por adelantado mientras su mirada se pierde entre esos desconocidos que reclaman su cabeza.

«Hermanos, hermanas, lo que ha pasado es muy triste. Vamos a actuar enmarcados en las leyes que tenemos», grita sobre un costado del balcón un mandatario de mediana edad con la intención de calmar al público. «¡Mátenlo!», es la respuesta lisa y llana en medio del griterío. En ese mismo instante dos estallidos y un tres tiros dirigido hacia el balcón desatan aún más la furia de la gente. El acusado es resguardado dentro de la comisaría y la gente se agolpa contra la puerta mientras un grupo de ocho hombres irrumpe en el recinto. Adentro vuelan sillas, algún que otro escritorio y las cholas escupen, maldicen. La gente se agolpa cada vez más y el accionar de la policía es digno de una película clase b. «Vamos a liquidarlo», se entremezcla entre risas, emoción e incredulidad.

«En los países árabes les cortan los dedos», comenta un joven dentro de una minoría que observa con pánico y preocupación la escena. «Hay que entender que así es su cultura», reflexiona otro como en la mesa de café. «¿Qué van a hacer mamá? ¿Lo van a matar?» pregunta un niño. «No sabemos aún», contesta su madre con molestia. La presión de la gente crece y la comisaría está colapsada. Un policía sobre un costado pide refuerzos con su celular, pero en ese momento una puerta contigua se abre: «Lo vamos a sacar a dar una vuelta a la plaza, pero no vamos a permitir agresiones. Nos costó tres días de trabajo encontrarlo», grita para la gente el gobernador. «¡Vamos a matarlo!», se siente como un rugido. El acusado está cara a cara con la multitud, cabizbajo, rendido, indefenso, esta vez escoltado por dos policías que sienten su miedo. El acusado pone el primer pie sobre la calle y su tiempo se desintegra.

Una masa de gente lo rodea y el acusado avanza por la calle, al trote, con el cuerpo pesado, el pecho contraído y la mirada oblicua. Sus pasos son cortos y rápidos, y apenas mira de reojo a la gente que lo insulta. Me pregunto si está preparado para morir, o si dentro suyo sobrevive alguna esperanza. «¡Le has faltado el respeto a tu prójimo!», le grita una señora al oído. El acusado avanza y la gente se interpone en su camino entre un show de cámaras y celulares. En esa cuadra, sólo hay comercios, un cajero automático y la ferretería de Don Edwin. Enfrente, los espectadores aprovechan los canteros de la plaza para tener mejor visión. El acusado avanza y sólo recibe insultos, y algún golpe corto a la cintura. Un periodista sigue sus pasos en la multitud, con un micrófono en mano, buscando el testimonio del acusado para la radio local. «Soy inocente», dice por lo bajo, sin aire, mientras avanza.

«¡No tienes perdón de Dios!», asevera en su cara un anciano de pocos dientes. La gente se choca entre sí, esquivando autos y árboles. Unos metros atrás un grupo de personas delibera con los funcionarios pidiendo la pena máxima. En ese momento recuerdo el antecedente inmediato que nos contara Benjamín, un amigo argentino, residente en Coroico desde hace seis meses. El juicio popular más reciente había sido a un violador que, atado a un tronco, fue dejado morir devorado por las hormigas. El delito, la vara y el ingenio. El acusado avanza y la mayoría de los insultos provienen de mujeres mayores, que se escudan en su religión. «¡Estás llevando tu propia cruz!», sentencia una señora, de pollera negra y gorro bordó. El acusado avanza hacia el final de la segunda cuadra y va directo al banquillo a ser juzgado por un ejército de gente que busca carne fácil de digerir.

La caravana se detiene repentinamente y el acusado es subido a una plataforma que oficia de escenario sobre el costado de la plaza. La escenografía son tres mástiles vacíos, el busto de Manuel Victorio García Lanza y dos faroles apagados, y sobre los costados, algunas palmeras que caen sobre un cerco de rejas negras. Enfrente están los dos edificios más representativos del pueblo: la Municipalidad y la Catedral San Pedro San Pablo de Coroico. La cuadra rebalsa de gente que se empuja por estar más cerca del escenario. Detrás del acusado su ubican los funcionarios del municipio, la policía y el periodista radial, que lleva puesta una camiseta titular de Argentina con el nombre de Messi. Y en la calle están los jueces.

«Hermanos, hermanas, compañeros, a continuación daremos un informe para ponerlos al tanto de la situación con los delincuentes», dice con los brazos en alto el gobernador.

Saludar a los presentes.

Como Secretario General de la Comunidad de Santiago Grande es mi deber informar lo que ha acontecido en estos días. Es nuestro deber también cuidar la seguridad de los afiliados. Fueron días de gran movilización. La comunidad esta movilizada desde el día martes. El día martes 19 por la tarde un hombre y una mujer abordaron un auto junto a una niña frente a la ferretería de Don Edwin. Según rigen nuestras leyes, cualquier conductor está obligado a parar si hay un niño de por medio. En ese instante la mujer es obligada a subir al escenario. Está vestida con una campera verde, blusa rosa, y una pollera violeta larga. Su nariz gancho ofrece un aire displicente que rápidamente se convierte en llanto. La mujer intenta taparse la cara con ambas manos mientras se esconde, pero un funcionario la empuja violentamente y la deja al borde de caer sobre la gente.

Al abordar con el botín, han querido ahorcar al conductor con una soga, pero por suerte está vivo. «¡Hay que guascarlo en público, compañero Secretario General! ¡Has querido matar a tu prójimo, basura! ¡Hay que cogotearlo, no tiene sangre!, ¡¿Qué le brotara en el corazón?!». Luego de darse a la fuga y recorrer gran parte del municipio en auto, en la comunidad de San Agustín lograron reconocerlo y nos brindaron información. Agradecer a esa comunidad. El miércoles se apersonaron acá para decirnos que lo reconocieron por cámara filmadora. De ahí nos movilizamos a la comunidad de Arapata. Estaba queriendo escapar con la señora y la niña, que ahora ha quedado en buenas manos. «¡Vamos a liquidarlo! ¡Hay que matarlo! ¡Hay que quemarlo! ¡Traigan la picota! ¡Si lo dejan vivir será peor!». La bruma ocupa el lugar como un efecto cinematográfico en medio de un silencio. «Esto paso a las 9 am. El sujeto nos ha colaborado para recuperar algunas cosas. Él ha confesado verdades y mentiras. Debemos confiar en Policía y Fiscalía.» «¡No! ¡Queremos gasolina! ¡Háganlo desaparecer! ¡No siente nada!». También existen otras bandas y hay que identificarlas. Tenemos esa preocupación. Tenemos que estar unidos a nivel municipio.

«¿Que queremos compañeros? ¡Justicia! ¿Cuando? ¡Ahora!

Gracias, compañeros.

«Soy albañil y estaba borracho. Me obligaron a hacerlo, les pido que me investiguen. Amenazaron con matarme si no lo hacía», son las únicas palabras que alcanza a decir el acusado ante una lluvia de agravios. «Pido disculpas», dice, retrocediendo unos pasos con la cabeza gacha. «¡Aquí vamos a matarte igual!», le responden. Un grupo de personas intenta atacarlo desde atrás del escenario pero el crepitar de la picana de la policía lo impide. «¡Traigan garrafas!», gritan, «¡Vamos a quemarlo!». Los funcionarios dirimen sobre la vida o la muerte del acusado. La ley o el pueblo. «¡Aten la soga a la palmera!». ¿Cómo calmar a esa gente? «¡Dirigentes, hay que wascarlo de una vez!». Luego de unos minutos los representantes de los sindicatos municipales hablan al pueblo con posturas contrapuestas: algunos defienden el juicio popular y otros son más cautos.

«Entiendo la furia, hermanos, pero debemos pensar, si lo linchamos ¿qué dirán los medios de comunicación? Dejaremos mal parados a los dirigentes de los municipios», dice un funcionario en medio del griterío. «¡Basta de discurso, vamos a wascarlo!». El acusado espera y me pregunto qué pasa por su cabeza, qué pasa con sus sentidos, con el dolor, con la agonía y con la muerte. El acusado espera y me pregunto de qué están hechos sus nervios ante la furia de la gente que tengo al lado. Pienso que esa es su muerte, su cabeza, que sólo queda su cuerpo. Pienso en cómo repercuten las palabras en su ser, pienso en cómo lo hieren, y pienso si prefiere el silencio. Pienso en los siglos de historia que hay en sus ojos y en su piel, mientras la tensión es máxima y la ansiedad exaspera, así como la desesperación en un ambiente húmedo y espeso.

«Utilizaremos instrumentos legales con el delincuente, pero para cumplir con la voluntad del pueblo, cada uno de los funcionarios le dará de wascasos aquí mismo. ¡Traigan la wasca!».

Una mayoría está alborotada y celebra, amontonada, empujando para estar más cerca, arriba de los canteros, o colgados en las rejas de la catedral. Los cinco representantes del pueblo forman una fila, sonriendo, mientras de un costado acercan una soga por demás gruesa. Una minoría de espectadores, en su mayoría turistas, decide no ver la escena. «¡Mejor traigan la gasolina y lo quememos!», grita algún disconforme. «¡Nosotros también queremos guascar!», reclama otro, mientras el primer funcionario espera la orden. Uno, dos y tres, son los guascazos que impactan sobre la espalda del acusado. Diez, once y doce. «¡Falta el del sindicato de transportistas!», se percatan. Trece, catorce y quince. Quince guascazos en total sobre una espalda que ya no lleva la cruz, sino la marca. Quince guascazos y enfrente, mil formas de morir. Morir mil veces.

El acusado corre a la comisaría llorando, como un niño que corre a su cuarto después de un reto. La marea que lo persigue en pocos minutos se disuelve. La gente se dispersa, la plaza se vacía y todo vuelve a una extraña normalidad. El acusado está a salvo, custodiado y castigado, adentro de una oficina, quizás agradeciendo su suerte, y esperando por la ley, por la otra ley, la ley del papel. En su cabeza aún retumban las palabras, el dolor y la muerte. En la plaza sólo queda el eco de una habitación vacía.

Gastón Klocker. Estudiante de 5º año de la Facultad de Ciencias de la Comunicación (FCC-UNC).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.