«Puede que no se haya explicado bien su trabajo [de la Sociedad General de Autores y Editores], pero es fundamental para proteger a los creadores. Mozart vivía en la miseria por no tener derechos de autor. Si los hubiera tenido, él y su familia hubieran vivido mejor y él hubiera sido más libre para crear.» […]
«Puede que no se haya explicado bien su trabajo [de la Sociedad General de Autores y Editores], pero es fundamental para proteger a los creadores. Mozart vivía en la miseria por no tener derechos de autor. Si los hubiera tenido, él y su familia hubieran vivido mejor y él hubiera sido más libre para crear.» Son declaraciones de Ángeles González-Sinde, ministra de Cultura, en Los desayunos de RTVE, recogidas por el diario Público. [1] Como analogía resulta sorprendente porque, lejos de aclarar lo que pretendía -la función de la SGAE-, contribuye a la desinformación general con un anacronismo, engalanado de falacia a la autoridad -pues ¿quién va a oponerse a que Mozart componga libremente sus geniales partituras?-, que en el mejor de los casos no ilustra más que el desconocimiento de quien lo ha enunciado.
Efectivamente, Mozart no tenía derechos de autor. La primera legislación en regular los derechos y contratos de publicación literarios, el Statute of Queen Anne, se aprobó en 1710 en el Reino Unido por la presión de los libreros, principalmente del Conger, que tenían el monopolio -bendecido por la corona británica- sobre la publicación y que veían como una amenaza la competencia de los editores extranjeros (y señaladamente los escoceses) [2]; en Alemania no se promulgó una ley similar hasta 1794. Pero en cualquier caso Mozart no podía beneficiarse de ella: murió en 1791 y era ciudadano austríaco. Repárese por un momento en las fechas de ambas leyes: no son casuales, sino que guardan relación con el particular desarrollo socioeconómico de las naciones que las aprobaron. La «lucha por los derechos de autor es reflejo -escribe el historiador del arte José-María Durán Medraño- de los debates acerca de la reorganización del mercado literario» y estos son, a su vez, reflejo de las transformaciones en la estructura social de un país:
«En una sociedad que se dispone como sociedad productora de mercancías, es decir, como productora de valores de cambio, este artista que engendra la belleza, o lo agradable o lo interesante, fue bien pronto consciente de que su producción estaba circulando en un mercado que él no podía dominar. Comienza así la lucha por demostrar el valor que los productos artísticos incluyen cuando son dados a un mercado, comienza así la historia de la reivindicación intelectual del producto artístico, la historia de los derechos de propiedad intelectual y del copyright. La discusión en torno a los derechos de propiedad intelectual […] supuso para el artista el acceso a la propiedad privada del hecho creativo (paralela a la constitución de la propiedad privada burguesa o de la propiedad privada de los medios de producción capitalista), que no se refiere al hecho material de la propiedad en sí sino más bien al hecho del derecho a la propiedad sobre lo intelectual que esa obra transmite, esto es, a la propiedad sobre la producción de sentido o significado. El hecho mismo de esta propiedad ha posibilitado, lógicamente, la exigencia de un pago por los derechos de reproducción o uso de lo reproducido.» [3]
No parece ser ése el caso de la Austria de Mozart: difícilmente podía darse un derecho positivo que es la expresión de una relación social determinada en una sociedad civil que todavía no la ha desarrollado plenamente. En este sentido, la frase «de haber tenido derechos de autor, Mozart y su familia hubieran vivido mejor y él hubiera sido más libre para crear» tiene la misma validez, desde un punto de vista histórico, que «de haber tenido un sistema con separación de poderes y contratos estipulados por ley, los siervos de la gleba de la alta edad media hubieran vivido mejor y hubieran sido más libres», o sea, ninguna. Es más, le conduce a uno a preguntarse por qué no existió ningún genio en ninguna parte del mundo que inventase los derechos de autor o pidiese la abolición de la servidumbre hace dos mil años y nos hubiese ahorrado siglos de sufrimiento humano. Pero incluso dejando todo esto de lado, que no es poco, sabemos por el ejemplo del Estatuto de la Reina Ana arriba mencionado que los beneficiarios fueron en todo caso, y por aplastante mayoría, los editores y no los autores. No hay ninguna razón de peso para creer, como se sigue de esta hipótesis trivial, que, de haber gozado de derechos de autor -entiéndase: tal y como hoy se conciben-, fuera de un sistema de mecenazgo (ya fuese la corte de Salzburgo o la aristocracia vienesa que lo financió hasta la guerra con Turquía) y produciendo para un mercado artístico moderno, Mozart hubiese vivido mejor y hubiera compuesto más libremente. Los derechos de autor privativos son un producto histórico y, como tal, sujetos a cambio. Si las nociones de originalidad y propiedad intelectual son un viejo objeto de controversia tanto en el terreno del derecho como en el de la filosofía de la estética, puede decirse que la introducción de las nuevas tecnologías digitales ha agudizado las posiciones del debate, al permitir la creación de una obra artística o intelectual colectiva incluso a un nivel supranacional o atenuar las fronteras entre un productor (activo) y un consumidor (pasivo). [4] Por eso sorprenden también tanto las declaraciones de González-Sinde, porque ella misma recordaba que «nos enfrentamos a un momento muy difícil, en el que se está produciendo una transformación tecnológica y digital que afectan directamente a la difusión de las películas, a la forma de verlas y se hace necesario actuar, de hacer accesible la cultura a todo el mundo, porque una película o una obra que no se ve no tiene sentido.» Pero mientras el Ministerio de cultura brasileño ha optado inteligentemente por impulsar las licencias Creative Commons, su homólogo español ha adoptado los argumentos de a quienes Lessing define como «guerreros del copyright», defendiendo más los intereses corporativos de editoriales, productores cinematográficos y discográficas (no sólo españolas: las estadounidenses llevan presionando al gobierno desde hace tiempo en este sentido) que los de los autores y la ciudadanía en su reivindicación de garantías para un acceso generalizado a la cultura: «¿Por qué deberíamos esperar a que el Congreso «reequilibre» nuestros derechos a la propiedad? ¿Es que tú tienes que esperar antes de llamar a la policía cuando te roban el coche? ¿Y, para empezar, por qué tendría que deliberar el Congreso sobre los méritos de este robo? ¿Es que nos preguntan si el ladrón de un coche lo usó bien antes de arrestarlo?» [5]
El lector español estará familiarizado con estos argumentos. En las salas de cine se proyecta antes de cada película un anuncio institucional que ilustra justamente esa misma comparación. Sin embargo, la falta de proporcionalidad entre ambos hechos no convence a ningún espectador, que recibe el mensaje entre el tedio y la indiferencia más absoluta, y, por lo demás, trae al recuerdo el sagaz comentario de Marx con respecto a los debates en 1842 sobre la Ley acerca del Robo de Leña en la Dieta Renana, en que se hacía eco del proceso de creciente privatización de las tierras de uso comunal, cuyo secular uso y derecho se pretendía transformar en delito:
«Inmediatamente, al comenzar el debate, un diputado de las ciudades se opone al título de la ley, por el que se extiende la categoría de «robo» al simple debate forestal.
Un diputado de la nobleza responde «que precisamente por no considerar un robo la sustracción de leña, ésta ocurre tan frecuentemente.»
Según esta analogía, el mismo legislador tendría que razonar: por no considerar un golpe mortal a las bofetadas son estas últimas tan frecuentes. Por lo tanto, hay que decretar que una bofetada es un golpe mortal.» [6]
Como escribe más adelante el propio Marx: «El objeto es diferente, la acción en referencia al objeto no es menos diferente, y la intención por lo tanto tiene que ser también diferente, ¿pues qué medida objetiva le pondríamos a la intención que no fuera el contenido y la forma de la acción? Y a pesar de esta diferencia esencial denomináis a ambos robo y los penáis como tal.» [7] El debate, allí como aquí, se clausuró desde arriba con la aprobación de la ley. Y, allí como aquí, las consecuencias y las preguntas que suscitaba, resultaron predecibles:
«Así como no conseguiréis forzar a que se os crea que hay un delito donde no hay ninguno, conseguiréis en cambio que el propio delito se transforme en un hecho justo. Habéis confundido los límites, pero os equivocáis si creéis que la confusión obra sólo en interés vuestro. El pueblo ve la pena y no ve el delito, y puesto que ve la pena donde no hay delito no verá ningún delito donde haya una pena. Al aplicar la categoría de robo cuando no debe ser aplicada, también la habéis desfigurado en los casos en que tiene que ser aplicada. ¿Y acaso no se elimina a sí misma esta brutal opinión que mantiene una determinación común en acciones diferentes y hace abstracción de la diferencia? Si toda lesión de la propiedad, sin diferencia, sin determinación más precisa, es robo, ¿no sería toda propiedad privada un robo?» [8]
Mutato nomine, de te fabula narratur! Como ha escrito Daniel Bensaïd, la lectura de los artículos de Marx adquiere hoy «una extraña actualidad [y plantea] el problema de la distinción entre el descubrimiento e invención y el de su interpretación jurídica. ¿Es posible privatizar una idea, teniendo en cuenta que en el fondo un programa informático no es más que un elemento de la lógica aplicada, es decir, una parcela de trabajo intelectual muerto acumulado? Según esta lógica de apropiación privatizadora, ¿nos atreveríamos a patentar incluso las matemáticas para someterlas al derecho de propiedad? La socialización del trabajo intelectual comienza desde la práctica de lenguaje, el cual constituye, indiscutiblemente y hasta que se demuestre lo contrario, un bien común de la humanidad no privatizable. Lo cual no impide que los actuales conflictos en torno al derecho de propiedad intelectual tiendan a sacudir al derecho liberal clásico y su legitimación de la propiedad por el trabajo. […] Estos rompecabezas filosófico-jurídicos son fruto de las contradicciones, cada vez más explosivas, entre la socialización del trabajo intelectual y la apropiación privada de ideas, por una parte; entre el trabajo abstracto, cuyo sostén es la medida mercantil, y el trabajo concreto difícilmente cuantificable que desempeña un rol creciente en el proceso de trabajo complejo, por otra parte.» [9]
El actual debate en España en torno a la propiedad intelectual (lances similares los hay en Francia o Alemania) puede saldarse con un avance para los derechos de creadores e intelectuales, siguiendo el modelo brasileño, o en el del moderno «cercado» de la antigua propiedad comunal en beneficio de los intereses empresariales. Si «ministro» proviene del latín minister (‘servidor’, ‘criado’, ‘subordinado’, ‘agente’), y en su uso en las modernas democracias pues, «subordinado de la ciudadanía», entonces comprobaremos dentro de poco de quién es ministra Ángeles González-Sinde y su equipo.
Notas
[1] «Mozart vivía en la miseria por no tener derechos de autor», Público, 5 de noviembre de 2009. [2] Lawrence Lessig. Por una cultura libre. Cómo los grandes grupos de comunicación utilizan la tecnología y la ley para clausurar la cultura y controlar la creatividad (Madrid, Traficantes de Sueños, trad. de Antonio Córdoba), p. 103 y ss. Sobre los libreros, comenta Lessig haciéndose eco de Milton: «Los libreros nos parecen pintorescos e inofensivos. A la Inglaterra del siglo XVIII no le parecían inofensivos. Los miembros del Conger eran vistos cada vez más como monopolistas de la peor especie -instrumentos de la represión de la Corona, vendiendo la libertad de Inglaterra para garantizarse los beneficios de un monopolio. Los ataques contra estos monopolios fueron muy agrios. Milton los describió como «viejos dueños de patentes y monopolizadores del negocio de los libros»; eran «hombres que por tanto no trabajan en una profesión honrada a la cual se debe el conocimiento.» [3] José-María Durán, Hacia una crítica de la economía política del arte (Madrid, Plaza y Valdés, 2008), p. 174 [4] Para algunos ejemplos, véase Àngel Ferrero, «Por qué Wikipedia», Sin Permiso, 15 de octubre de 2007,
Àngel Ferrero es licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente realiza el doctorado en esa misma universidad y escribe artículos de crítica cultural en la revista SINPERMISO.
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www.sinpermiso.info, 15 noviembre 2009
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