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Presos políticos

Negacionismo, entonces de quiénes son

Fuentes: Rebelión

El gobierno nacional abrió al debate público, a partir de reuniones de Alberto Fernández con organismos de Derechos Humanos y de declaraciones del secretario del área, Horacio Pietragalla, su intención de proponer una ley que penalice el negacionismo del genocidio y los delitos de lesa humanidad vinculados con la dictadura que asoló el país entre […]

El gobierno nacional abrió al debate público, a partir de reuniones de Alberto Fernández con organismos de Derechos Humanos y de declaraciones del secretario del área, Horacio Pietragalla, su intención de proponer una ley que penalice el negacionismo del genocidio y los delitos de lesa humanidad vinculados con la dictadura que asoló el país entre 1976 y 1983.

La iniciativa es saludable, justa y nos hace mejor como sociedad.

Pone en discusión una cuestión central en todas las sociedades actuales, cual es los límites de la libertad. Remite a un problema con hondo anclaje en el pensamiento político moderno, cuyo tratamiento exhaustivo, ciertamente, supera las posibilidades de estas líneas.

Lo deseable como comunidad, que todo individuo pueda expresar sus ideas sin censura, su derecho a ser escuchado es, sin dudas, una deuda de nuestra sociedad que no será satisfecha mientras los medios de comunicación estén concentrados. Esa es una censura cotidiana que padecemos.

No es ninguna censura penalizar la propaganda del genocidio. Todas las sociedades establecen los límites de lo admisible y eso que resulta admisible un tiempo pasa a no serlo en otro tiempo histórico y social. Y también a la inversa.

Hoy es inadmisible la esclavitud, otrora práctica habitual. Hoy es cada vez más inadmisible que un marido golpee a su esposa, práctica constreñida al ámbito privado y escamoteada del escrutinio judicial, otrora.

Toda sociedad establece qué es admisible y qué no. Esa definición es dinámica, convencional y en sociedades modernas da origen al corpus legal.

Indudablemente es un avance civilizatorio plasmar legalmente como aberrante lo que es aberrante.

¿Por qué cuesta entonces?

Porque el genocidio de la dictadura tiene muchos defensores.

Este problema se ve en Chile muy distinto que en Argentina. En Chile los pinochetistas no se esconden. En Argentina los defensores de la dictadura se trasvisten en Macris de distinto color y pelaje. Y, sobre todo, cuentan con Magnetto, con La Nación y con los emporios económicos que construyeron por aquellos años.

Ellos condicionan a la democracia con esos medios.

Derrocaron a Alfonsín (cuando en palabras de Magnetto «ya era un obstáculo»), pusieron a los funcionarios y a la política de Menem, de De La Rúa, destruyeron todo, negociaron con Duhalde, se tuvieron que fumar a Néstor porque habían roto todo, combatieron con ahínco a Cristina y gobernaron en esplendor con Macri.

Ellos están dispuestos a entregar sus patotas, aunque preferirían no hacerlo, siempre que se les garanticen los negocios y el rumbo. Pero si los negocios y el rumbo neoliberal son cuestionados no tienen inconvenientes en apelar a las viejas o constituir nuevas patotas.

Eso hemos vivido estos cuatro años. La reconstrucción de las patotas al nivel necesario para garantizar el plan de negocios. No fue imperioso un plan masivo de secuestros y desapariciones porque fue reemplazado por un plan masivo de difamación de la prensa concentrada articulada con espías, extorsionadores, fiscales, jueces y políticos. Y eso les alcanzó para sus fines.

No renuncian a lo otro. Además de los asesinatos a sangre fría, las decenas de mutilados por la represión, las torturas, secuestros, extorsiones, encarcelamientos arbitrarios, censura explícita, que aplicaron estos 4 años, a pesar de todo esto, hubieran pretendido profundizar la hecatombe ciudadana.

Lo particular de este tiempo es que es necesario caracterizar la situación porque la banda de Magnetto produce un daño social y cultural sin precedentes.

Si a ud. le dicen que en un país X los dueños de la principal señal de cable no oficialista fueron presos, ¿usted qué piensa? No hay que ser muy lúcido, en ese país no hay libertad ni democracia. En Argentina pasó y la mayoría de la población supone que se refiere a un «problema de corrupción».

En la nota que titulé «Yo vi el monstruo» (*) conté la novedosa forma de tortura en que se confabularon el gobernador jujeño Gerardo Morales, sus funcionarios y el grupo Clarín. La víctima: Milagro Sala. La aislaron y pusieron un televisor sintonizado en los medios demoníacos de Magnetto. Allí pasaban una fake news según la cual la hija de Milagro había muerto. Este tiempo exige explicar que eso no es un descuido, es un mecanismo de tortura.

Estos días se ha planteado la discusión acerca de si en Argentina hay presos políticos.

El presidente sostuvo que él no tiene presos políticos. Ciertamente nadie puede discutir eso, Alberto Fernández no tiene presos políticos.

Pero hay presos políticos. Es cierto que no están a disposición del Poder Ejecutivo, pero no hay muchas alternativas semánticas para describir la situación de Amado Boudou, preso por un falso testimonio comprado con fondos públicos. Lo mismo vale para Milagro Sala, Luis D’Elía, Julio De Vido y otra decena larga de víctimas de persecución política.

La pregunta por el negacionismo es esta misma pregunta: ¿qué poder hay en Argentina capaz de tener presos políticos a pesar de que el presidente no tiene presos políticos?

No querer hacer esa pregunta no es un problema semántico, es un problema político. Supone hacerse cargo como propias de las estructuras que produjeron el saqueo material y simbólico de la Argentina. Esas mismas estructuras que perdieron las elecciones de octubre.

Nota:

(*) http://www.rebelion.org/noticia.php?id=264798&titular=yo-vi-el-monstruo-

Carlos Almenara. Docente, periodista, militante mendocino. Autor de «El Faneróscopo de Eliseo. La máquina semiótica del grupo Clarín» (Mendoza, el autor, 2014).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.