A diferencia del dominó y el ajedrez, juegos que sólo requieren de habilidad mental, el billar exige un par de componentes sicomotores: imaginación y destreza. Una bola que se lanza tocando las otras dos se llama carambola «limpia». Pero si la bola impelida por la que se arrojó toca la tercera, se llama carambola «sucia» […]
A diferencia del dominó y el ajedrez, juegos que sólo requieren de habilidad mental, el billar exige un par de componentes sicomotores: imaginación y destreza. Una bola que se lanza tocando las otras dos se llama carambola «limpia». Pero si la bola impelida por la que se arrojó toca la tercera, se llama carambola «sucia» o «rusa».
Llevemos el boceto al campo de la política internacional. Venezuela bolivariana lanza una bola llamada «integración soberana y efectiva» y los gobiernos del Mercosur se adhieren a ella: carambola limpia. Luego, Israel y Estados Unidos apoyan un fallo manipulado de la justicia argentina, y el proyecto de integración sale golpeado: carambola sucia o… «iraní».
Si al lector le interesa el juego, lo remito a mi artículo «¿Terrorismo israelí en Buenos Aires?», donde expongo los fascinantes y nauseabundos pormenores de la investigación sobre el atentado dinamitero que el 18 de julio de 1994 causó la muerte de 85 personas en el local de la AMIA, Asociación Mutual Israelita Argentina (La Jornada , 6 y 13 de septiembre pasados).
Para hacerla corta, resumo: antes de emprenderse la investigación, los gobiernos de Israel, Estados Unidos y Argentina (gobernada entonces por el ínclito presidente Carlos Menem y el canciller Guido Di Tella, quien se jactaba de sostener «relaciones carnales» con Washington) culparon del acto terrorista a la organización libanesa Hezbollah y al gobierno de Irán del ex presidente Ali Akbar Hashemi Rafsanjani.
En sus procedimientos, el proceso de investigación fue tan viciado y corrupto, que en marzo de 2005 el presidente Néstor Kirchner reconoció ante la OEA (y en ceremonia oficial en la Casa Rosada de gobierno) la responsabilidad del Estado por «encubrimiento y denegación de justicia». Kirchner dijo: «Se ha trabajado para que las pruebas desaparezcan». Simultáneamente, uno de los acusados de encubrimiento, Alberto Nissman, se convertía en nuevo fiscal de la causa.
En julio pasado, el pleno del Consejo Judío Mundial se trasladó a Buenos Aires. Kirchner no lo recibió. Sin aportar pruebas, el consejo acusó a Irán, a Siria y a Hezbollah del crimen de la AMIA. Entonces, la presidenta de la Asociación por el Esclarecimiento de la Masacre Impune de la AMIA (APEMIA), Laura Guinsberg, declaró: «… en estos días se refuerzan las maniobras nacionales e internacionales que ponen al Estado argentino tras las políticas de Bush, Blair y Olmert…»
Añadió: «… vinieron (los del consejo) a exigir un paso más en la estrategia compartida con el gobierno nacional de usar la causa AMIA como excusa para comprometerse en la estrategia mundial contra el llamado eje del mal …»
En Buenos Aires y en Washington, el lobby sionista pasó a la ofensiva. En septiembre, mientras Kirchner tocaba la campanita de Wall Street y declaraba que en su país había «seguridad jurídica que otorga previsibilidad a las inversiones», la guapa y progre primera dama Cristina, y el neutro canciller Jorge Taiana, se reunían en Nueva York con las más importantes organizaciones sionistas de Estados Unidos.
Los dirigentes de la megaburguesía judía se quejaron del fiscal Nissman, de quien esperaban que eleve su dictamen al juez Rodolfo Canicoba Corral, incriminando a Irán en el ataque de la AMIA. Y en sendos andariveles, Fidel Castro y Hugo Chávez concurrían a la cumbre de presidentes del Mercosur en Córdoba, en tanto un mes después tenía lugar la decimoquinta Cumbre de No Alineados en La Habana.
En ese contexto, el Centro Simón Wiesenthal (sionista) denunció que el encuentro de los No Alineados pretendía ser utilizado por los presidentes de Venezuela y Mahmoud Ahmadinejad de Irán para extender en el continente americano las actividades terroristas a favor de Hezbollah. Dato a tomar en cuenta en el juego de carambolas: Venezuela acababa de romper relaciones con Israel por el genocidio de Líbano, y seguía reforzando sus relaciones con el gobierno de Kirchner.
Carambola sucia o iraní: en octubre, el fiscal Nissman retomó la tesis del «chofer suicida» en el atentado de la AMIA (un libanés muerto en combate a finales del decenio de 1980), y el juez federal Rodolfo Canicoba Corral ordenó la captura internacional de nueve funcionarios iraníes, el ex presidente Rafsanjani entre ellos.
El dictamen «independiente» de la «justicia» argentina hizo que el funcionario kirchnerista Luis D’Elía, subsecretario de Vivienda para el Hábitat Social, visitase al encargado de negocios de la embajada de Irán, a quien le extendió su apoyo y solidaridad.
«Este chico se volvió loco», dicen que dijo Kirchner cuando conoció el texto de la renuncia de D’Elía, donde se dice: «El dictamen judicial que acusa a la República de Irán por el tema AMIA está profundamente contaminado por circunstancias mundiales ajenas a la búsqueda de la verdad».
Lo mismo que Kirchner había dicho el año pasado, cuando dio a entender que entre el pragmatismo de la política y la digna defensa de la soberanía nacional no debería haber, necesariamente, contradicción alguna.