Al no incluir a las mujeres en la historia de la ciencia, no se ha materializado una realidad que depende del trabajo colectivo y relacional.
En estos días ―finales de 2024― que tenemos presentes los efectos de la DANA en Valencia, nos damos cuenta de la importancia de trabajos que no buscan reconocimiento individual sino el logro colectivo. Grupos de personas se lanzan a hacer trabajos para espacios concretos, para familias y negocios singulares, tareas aparentemente secundarias y marginales, pero que se nos han mostrado esenciales para que todo vuelva a funcionar o, al menos, tenga posibilidades de funcionar. Una imagen opuesta a la de los gobiernos liberales del “no hay sociedad solo individuos”, la frase atribuida a Margaret Thatcher. Incluso con la mente ya puesta en el aislamiento individualizado, en ese “sálvese quien pueda”, que nos traen las propuestas ultraliberales. Por todo ello, quizás sea relevante hablar y escribir acerca de ese trabajo colectivo y relacional, tal y como ha puesto maravillosamente de relieve el blog la Paradoja de Jevons en su tribuna “Más allá del premio Nobel: por una ciencia colectiva”.
Además, dicho texto nos muestra la relación entre el eje individual-colectivo con el sistema sexo-género, pues nos dicen que, al reconocer el trabajo científico de forma individualizada, solo nos permite verlos a ellos. Y como la historia de la ciencia se ha escrito solo sobre ellos, pues no hemos aprendido a (re)conocer otras formas de estar en los ámbitos de la producción del conocimiento. Así, el propósito para el presente texto es repasar dos momentos en los que un modo de hacer ciencia colectiva y relacional ―fundamentalmente realizado por mujeres― fue central para el desarrollo de la ciencia actual, para el paso de la astronomía a la astrofísica y de la biología de la herencia a la genética. Me refiero, en concreto, al proyecto de placas fotográficas de Edward Pickering en el Observatorio Astronómico de Harvard ― según nos narra Dava Sobel en su libro El universo de cristal― y al proyecto que se dedicó a contrastar empíricamente los principios mendelianos de la herencia de William Bateson en Cambridge ―a través de las entradas de Carolina Martínez Pulido para www.mujeresconciencia.com―. El nacimiento de ambas disciplinas estrella del siglo xx, astrofísica y genética, corrieron en paralelo en bastantes condiciones, una de ellas fue la particular y esencial participación de las mujeres en ambos proyectos.
Con la introducción de la fotografía estelar, el trabajo nocturno de observar y fotografiar las estrellas, considerado técnicamente más complejo, lo hacían ellos. Este trabajo les permitía a ellos crearse un nombre en el campo de la Astronomía y aspirar a dirigir Observatorios Astronómicos. Las mujeres que participaron en el proyecto de placas fotográficas del Observatorio Astronómico de Harvard procedían, mayoritariamente, de la Escuela Universitaria solo para mujeres de Vassar. Ellas, que estaban formadas en ciencias, se dedicaron a contar, computar espectros estelares y clasificar estrellas. El trabajo para el que fueron contratadas era repetitivo y rutinario, pero requería de ciertos conocimientos y habilidades. Es de destacar que este no fue un contexto competitivo para ellas, ya que el sistema científico, en general, y el de Harvard, en particular, impedía a las mujeres ocupar cargos en la organización. Además, nadie esperaba que ellas interpretaran la información que iban acumulando, que la mayoría de ellas dieran con avances relevantes. Entre estas mujeres podemos destacar a Henrietta Leavitt que estableció la relación entre la luminosidad o brillo de las estrellas y sus periodos, relación que se utiliza para calcular las distancias de las galaxias. O a Annie Jump Canon que diseñó un sistema de clasificación estelar que continua vigente. Cecilia Helena Payne, en su tesis doctoral defendida en 1925, afirmó que las estrellas estaban compuestas de hidrógeno y helio, una idea opuesta a la creencia de los astrónomos de la época.
Las aportaciones y los descubrimientos de estas astrónomas implican que no estamos hablando solo de un trabajo rutinario y mecánico que no comporta aportación intelectual, sino de un trabajo lento y minucioso que requiere de grandes competencias y capacidades para llegar a producir conocimiento científico relevante. Asimismo, como bien describe la divulgadora Dava Sobel en El universo de cristal, entre ellas se protegían intelectualmente, pues cada una seguía una línea de trabajo sin entrar en competencia, y se apoyaban personalmente, bien cuando debían interrumpir sus actividades y salir de Harvard, bien para compartir vivienda o gastos. Me interesa focalizar sobre esa imagen de trabajo colectivo perteneciente a un proyecto común, pero, sobre todo, sobre la idea de trabajo relacional, tanto porque asumían el trabajo que en esa época era menos vistoso, el trabajo de sostén de la actividad astrofísica, como porque se cuidaban y se apoyaban entre ellas.
En el caso de la biología de la herencia, Carolina Martínez Pulido nos dice que William Bateson, para su proyecto de contrastar empíricamente los principios mendelianos de la herencia, contó con botánicas, zoólogas y fisiólogas asociadas al Newnham College de Cambridge. Con Bateson, trabajó su hermana, Anna, graduada en botánica y autora ya de varios artículos sobre esa disciplina. Cuando abandona su puesto de trabajo junto a Bateson, tomó su lugar su amiga Dora Pertz, que ya tenía cierto recorrido pues había ayudado a Francis Darwin, lector de botánica. Otra potente figura será la cuñada de Bateson, Florence Durham, cuyo trabajo sobre la herencia de los colores del pelaje en ratones y de las plumas de los canarios ayudó a apoyar y extender las leyes de Mendel. Se trata de destacar aquí como el apoyo intelectual y personal era habitual también entre este grupo de mujeres. Y, de nuevo, que asumían el trabajo no reconocido.
Seguramente sin el trabajo de esas personas, que asumieron tareas que no daban visibilidad individual y que trabajaron en un entorno no competitivo, no se hubieran dado los pasos que se dieron hacia la astrofísica y la genética.
En lugar de narrar procesos, la historiografía principal eligió mostrar una realidad centrada en grandes hombres, tutores, gestores y genios de la ciencia. Se podría decir que “da lo mismo”, que qué importa el sexo de la persona que logró hallazgos importantes o descubrimientos relevantes si sus aportaciones son conocidas y han tenido influencia en el devenir del conocimiento científico. Sin embargo, he tratado de destacar que, en la organización del trabajo científico se daban dos características que han sido abandonadas en las narrativas principales. Por un lado, que se trabajaba colectivamente sobre la base de un proyecto común que da coherencia, fuerza y confianza para generar la creatividad necesaria, donde no se destacan nombres singulares, donde no había competencia por los puestos. Y, por otro, que era relacional en tanto que se asumían tareas marginales ya que, contingentemente ―porque todo tiene un momento, no hay nada esencial ni absoluto―, no son las valoradas como importantes; esto es, tareas que los científicos varones no querían realizar tanto porque eran aparentemente tediosas y formalmente repetitivas como porque las nuevas áreas de conocimiento no ofrecían carreras científicas prometedoras. Las características de colectiva y relacional de la producción de conocimiento científico, que tan buenos resultados ha ofrecido a la ciencia como he tratado de mostrar, se oponen a una definición individualista de la ciencia que se ejemplifica en la imagen del genio, de uso masculino, para naturalizar esa individualización creativa para el progreso científico.
Para entender la relación de estas formas de trabajo con el sistema de sexo-género, nos puede ayudar la tesis de la etnoarqueóloga Almudena Hernando que, en su libro “La fantasía de la individualidad”, afirma que los hombres construyen la individualidad al tiempo que toman el poder social, un poder donde juega un papel relevante la especialización en ciertas formas de conocimiento para el control sobre el mundo, esto es, el conocimiento científico. Sin embargo, dicha individualidad es una ficción en tanto que no puede existir sin las mujeres que realizan todo aquello que ellos no quieren hacer. De modo que, al no incorporar a las mujeres en el relato sobre las grandes aportaciones científicas, no se ha materializado una realidad de la producción del conocimiento que depende de un trabajo colectivo y relacional. Y que, como el trabajo de cuidados para la vida, es central para el desarrollo del conocimiento.
Una idea abierta al debate es que mientras un trabajo —como el cálculo en astronomía o el análisis de laboratorio en biología de la herencia— es poco relevante y repetitivo suele ser asumido por mujeres, en cambio cuando abandonado los márgenes y se vuelve relevante —la astrofísica y la genética— pasa a ser de dominancia masculina. La divulgadora Carolina Martínez Pulido nos recuerda que Margaret Rossiter, en Writing Women into Science, “explicaba este fenómeno en términos económicos y sociológicos, subrayando que, debido a su marginal estatus dentro de la ciencia, las mujeres frecuentemente han conquistado los campos nacientes de la investigación antes de que estas áreas atrajeran a los hombres y al dinero”. Así pues, las mujeres buscaban espacios donde ejercitar sus conocimientos y poner a prueba sus capacidades, alejadas de disputas de poder no relacionados con el talento y la curiosidad científica.
En el presente texto no he hablado de rescatar a mujeres científicas del olvido, sino que he planteado que, al incluirlas a ellas, la forma en la que presentamos la producción del conocimiento cambia. Y lo relevante es que esa experiencia organizativa, relatada sobre lo colectivo y lo relacional, la convertimos en algo valioso para una reflexión sobre qué ciencia queremos. Y, siguiendo de nuevo a Almudena Hernando, si el orden patriarcal es el que valora socialmente todo lo que tiene que ver con lo individual y lo racional, romper con el individualismo y propiciar las prácticas relacionales son dos de las estrategias necesarias para quebrar con el orden económico neoliberal.
Teresa Samper, Plataforma de PDI Asociado de la Universidad de Valencia.