Esta frase cantada por Luca Prodan y Sumo, a fines de los 80’ resume buena parte del inmediatismo que se impone en nuestras grandes urbes. Es cierto que -en muchos casos- está legitimado por históricas deudas sociales, aunque en otros solo sirva para mantener y fortalecer privilegios tradicionales.
Hoy allí se expresan dos ideas del momento actual. Por un lado, las urgencias en encontrar respuestas, un tema que preocupa a gran parte de nuestra sociedad. Por el otro lado, la multiplicidad de las demandas que activan y fortalecen los reclamos de diversos colectivos. Éstas peticiones son tantas, tan profundas y muchas veces contradictorias que, en variadas oportunidades, generan en el imaginario colectivo la idea de problemas sin solución y contribuyen a este estado de bronca e insatisfacción que va creciendo en la sociedad.
La urgencia de esas demandas, provenientes de sectores muy diversos y más de una vez opuestos, es una característica de estos tiempos.
El Estado que tenemos a la vista no solo es incapaz de conducir y fijar la respectiva hoja de ruta que establezca las reglas para una superación de los problemas. Ni siquiera está en condiciones de mediar en la sociedad dada su extrema debilidad, incapacidad, conflictividad interna y –básicamente- por estar al servicio de intereses que no son los de las grandes mayorías.
Debilitado el Estado queda, como el mayor poder, la fuerza bruta de los sectores económicos más importantes. La sociedad, al percibir esta situación, obra en consecuencia. Cada sector presiona, del modo que puede, en busca de sus reivindicaciones. Perdida, hace tiempo, la soberanía popular como punto de referencia y un sistema institucional que la haga realidad, las decisiones dependen de la capacidad de presión que cada uno pueda exhibir.
Tenemos a la economía en manos de las decisiones que adopta nuestro tramposo prestamista, el FMI. El rumbo económico podrá expresar diferencias menores, pero oficialismo y oposición dejan las decisiones mayores en manos de ese organismo y sus políticas.
De ese modo se fortalece la idea que desde hace tiempo circula en los medios politizados: En nuestros países, la derecha tiende a controlar las políticas económicas, naturalizadas y justificadas por la influencia del poder mediático de los grandes medios. Mientras tanto a las políticas consideradas culturales, cedidas en gran parte a sectores más progresistas, se les permite un tono más crítico.
En ese reparto los sectores populares más humildes siempre pierden, particularmente en aquellas cuestiones que se vinculan con los asuntos de la vida cotidiana, como el mantenimiento de la familia, la comida, los ingresos y el techo. Es decir, aquellas cuestiones que tienen que ver con las políticas redistributivas, de ingresos y acumulación económica.
Este sistema resulta más o menos tolerable, en tiempos y sociedades donde hay una clase media más extendida y en países con mayores recursos -como el nuestro- o bajo circunstancias favorables, como por ejemplo –para nosotros- los precios internacionales de nuestras principales producciones. Pero las cosas cambian en tiempos que flaquean las vacas gordas, ya sea por cuestiones de nuestro pésimo modelo económico o por factores naturales como la sequía que estamos atravesando.
Para estos momentos tales demandas crecen y al poder estatal se lo observa rebasado, de modo tal que sus respuestas resultan insuficientes, aún para aquellos sectores, que se pueden considerar como tradicionalmente satisfechos.
Constituyen una excepción quienes detentan el poder económico o forman parte de la élite que se beneficia con esa relación. Éstos tienen el control del aparato estatal para proporcionarle las respuestas que demanda.
Una satisfacción menor, aunque semejante, reciben quienes ocupan un rol en las actividades productivas vinculadas a la exportación o funcionarios jerarquizados de algunos servicios estatales o personal especializado en tareas de servicios informáticos, muchas veces prestados a diferentes puntos del mundo. Todos éstos y otros sectores semejantes constituyen ese 10% de la sociedad (unos 4,5 millones de personas) que viajan, llenan los restaurantes, consumen turismo, tienen acceso a una educación y sistema sanitario de excelencia. Ellos conforman el decil o décima parte de la sociedad que tiene mayores ingresos. Ése es el sector, proporcionalmente reducido, pero de mayor visibilidad e impacto en el conjunto. El modelo a imitar que “venden” los medios masivos.
De todas maneras y a pesar de los privilegios que gozan, o justamente por eso, estos sectores se sienten agraviados por los reclamos –aunque sean mínimos e insignificantes- de las grandes mayorías que demandan algo de justicia.
Los múltiples reclamos
Pero no están la allí las carencias, ni la falta de respuestas, éstas se reparten entre el 90% (los más de 40 millones) donde está incluido el resto de la sociedad. Allí se multiplican los reclamos legítimos, provenientes de diferentes sectores mayoritariamente desatendidos. En ese 90% podemos encontrar, entre otros, a la parte inferior de los tradicionales sectores medios, cuya fortaleza e importancia nuestra sociedad exhibió orgullosa por largas décadas.
De ese sector proviene la mayoría de los que buscan una solución en otras tierras y de quienes suman su angustia a una sociedad que les niega lo que fue un modo de vida, cada día más lejano. Con esperanzas que se van desvaneciendo, procuran aferrarse al nivel de vida que tenían. Guiados por la vocinglería del sistema, reproducida por los grandes medios, no logran orientar la bronca de sus insatisfacciones hacia el modelo dominante y las minorías privilegiadas. Por eso lo descargan hacia aquellos que, estando en una situación mucho peor, tratan de no callarlo, expresándolo públicamente. Su alterada reacción ante legítimos cortes de ruta o calles, lo prueba y certifica.
Por último, está la mayoría. Son los sectores más humildes, trabajadores ocupados o desocupados, muchos de ellos claramente excluidos, los “descartables”, para el sistema que viven en la pobreza o indigencia. Si bien muchos de ellos están sindicalizados no es allí donde encuentran respuesta a sus crecientes necesidades. El nivel de ingresos de estos sectores y la evolución de los haberes jubilatorios figuran entre quienes han sido los más afectados, en estos últimos años, por la política de ajuste dictada por el FMI.
Un reciente Informe del Ministerio de Trabajo aporta dos datos que no pueden dejar de preocuparnos. Uno dice que mientras el promedio salarial no llega a los 130 mil pesos la canasta básica de una familia tipo, para no caer en la pobreza, está por encima de los 145 mil. El otro dato es que más de la mitad de los trabajadores no llega al promedio de los130 mil pesos mensuales.
Lo que se puede considerar como el núcleo más dinámico de estos sectores, que ocupan el eslabón más bajo de esta sociedad, están organizados en función de lo que es denominado Potenciar Trabajo, un Programa estatal teóricamente destinado a transformar el subsidio de los planes sociales en actividades productivas.
Si bien los resultados –hasta ahora alcanzados- no son muy significativos, podría ser un camino para recuperar el sentido del trabajo, superando los límites del mero asistencialismo. Se trata de más de un millón trescientos mil beneficiarios. El 80% de ellos es asistido a través de la mediación de organizaciones sociales oficialistas y municipios del mismo color. El 20% restante está organizado por sectores de izquierda. Sus reclamos se hacen sentir en las calles. Con decenas de miles de manifestantes, esta semana hubo más de 100 cortes de rutas y calles.
El gobierno acosa a sus beneficiarios mediante diversas verificaciones. En estos momentos se está debatiendo la suerte de unos 160 mil beneficiarios que, a juicio del Estado, no se han registrado debidamente. Mientras que las organizaciones sociales sostienen que esos beneficiarios carecen de los conocimientos y elementos técnicos necesarios para hacerlo.
Allí están los reclamos legítimos que merecerían una respuesta ¡ya! y que –sin embargo- no son atendidos.
Se reclaman cambios «rápidos y profundos»
Todos los indicadores coinciden en el hecho que la sociedad continua su descomposición. Los índices de pobreza, nuevo estancamiento económico, deserción y bajo nivel escolar, déficit de viviendas, avances del narcotráfico, crisis sanitaria, no dejan lugar a dudas sobre la extensión y profundidad de nuestros problemas.
Ante esta realidad desde la sociedad viene la pretensión de “cambios rápidos y profundos”. La consultora Innovación, Política y Desarrollo (IPD) acaba de publicar una encuesta en la cual, la mayoría de los argentinos, el 67% de la población lo está demandando.
Ante esta realidad caben algunas reflexiones.
La primera de ellas gira en torno a las preocupaciones de la mayoría de la dirigencia política, ensimismada en sus internas y avatares electorales mientras que la situación de la mayoría de las personas tiene otros y más significativos problemas por resolver.
Otra cuestión, no menos importante, tiene que ver con la multiplicidad y diversidad de las demandas. Ello es indicador de varias cuestiones. Por un lado, habla de la falta de liderazgo por parte del gobierno que, lejos de orientar o guiar a las expectativas colectivas de las grandes mayorías populares, agota sus recursos y fortalezas en cumplimentar sus fraudulentos compromisos con el FMI, apoyándose en los sectores más satisfechos, dejando indefensa a la mayor parte del pueblo.
Tampoco escapa a esta crítica buena parte de la dirigencia de los sectores populares que no ha encontrado la forma de superar los límites de sus propias luchas sectoriales. Más allá de los importantes avances desarrollados, no han podido, no han sabido o no han querido elaborar y construir, junto a otros sectores del pueblo, prácticas productivas, de organización y movilización social para demostrar -al conjunto de la sociedad- que hay en el horizonte otro futuro posible.
En lugar de abrir nuevos caminos han preferido insistir en la reiteración de las viejas prácticas y metodologías que el sistema de poder ya sabe cómo tratar y neutralizar, utilizándolas para producir enfrentamientos internos y con otros sectores sociales desviando el objetivo de esas luchas y permitiendo la supervivencia del sistema.
Prisión perpetua para los rugbiers: ¿es justicia?
¡Sin prisión perpetua, no hay Justicia! Clamaban desde los medios hegemónicos, más cerca de una venganza (o del ojo por ojo…) y de intereses corporativos que de la Justicia como institución al servicio de la vida en sociedad. La justicia, desde todo punto de vista, es uno de los valores más manoseados de la sociedad, pero es también un valor inmensamente positivo y su organización, una necesidad invalorable para convivir en sociedad.
La expansión del derecho penal (parece que todo se debe dirimir en la justicia) junto a un mayor punitivismo (donde crecen figuras delictivas y penas), son guías que iluminan al Derecho Penal de estos tiempos. Sin embargo, a pesar de estas medidas, la violencia y los delitos crecen sin límites que los contengan.
El hecho referido, en sí mismo, es de una crueldad que solo puede entenderse en medio de la existencia de fuertes sentimientos de impunidad y de una incontenible violencia social.
De mantenerse y ejecutarse las sentencias impuestas, surgen algunas preguntas: De este modo ¿mejora la convivencia social o se multiplican y acrecientan la violencia, los odios y rencores? No hace falta ser sabio o erudito para saber cómo modelan las cárceles a quienes transitan por ellas.
Juan Guahán. Analista político y dirigente social argentino, asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
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