El pasado 18 de diciembre, Evo Morales protagonizaba un hito histórico en Bolivia: por primera vez un indígena alcanzaba la Presidencia del país. Con ello se corregía el agravio que tradicionalmente ha supuesto la exclusión de los indígenas (70% de la población total) de la estructura política boliviana, así como de sus órganos de decisión […]
El pasado 18 de diciembre, Evo Morales protagonizaba un hito histórico en Bolivia: por primera vez un indígena alcanzaba la Presidencia del país. Con ello se corregía el agravio que tradicionalmente ha supuesto la exclusión de los indígenas (70% de la población total) de la estructura política boliviana, así como de sus órganos de decisión y poder. Sin embargo, y más allá de esta cuestión, hay dos factores que confieren a este hecho una relevancia especial: lo arrollador de la victoria, por un lado; y el discurso con la que ésta se alcanza, por el otro. Efectivamente, y en un contexto de elevada participación (votó más de un 70% de la población), el altísimo apoyo recibido por el candidato del Movimiento al Socialismo (MAS) (más de un 53% de los votos), legitima la puesta en marcha de políticas económicas y sociales de izquierdas, en una región, la latinoamericana, donde el apoyo democrático a este tipo de alternativas parece estar convirtiéndose en una constante.
Por todo ello, y a pesar de las incertidumbres y de las frustraciones que puedan finalmente acompañar este proceso, la aventura que se iniciará el próximo 22 de enero (coincidiendo con la investidura de Evo Morales como Presidente) resulta ilusionante. Y es que una interpretación más exhaustiva de lo ya sucedido, ofrece al menos otras 5 razones más para celebrar este triunfo:
En primer lugar, la transparencia del proceso electoral (avalada por los observadores internacionales -entre ellos la propia OEA-), consolida la democracia recuperada en 1982, cuando Bolivia parece poner fin a uno de sus más tristes récords: el de haber sido el país latinoamericano que ha sufrido más golpes de Estado (unos 200 en menos de 180 años).
Por otro lado, se abre para Bolivia la posibilidad de recuperar el control sobre su riqueza natural (básicamente gas natural y petróleo). En efecto, en el segundo país más pobre de América Latina, la explotación de los recursos naturales ha estado tradicionalmente en manos de grandes multinacionales. Esto, junto a la ausencia de un marco impositivo adecuado, ha impedido que el beneficio generado por esta actividad revirtiera en la mayoría de la población. De hecho, los esfuerzos de algunos gobiernos para cambiar esta situación han topado con la impunidad de la que han gozado estas empresas. Efectivamente, las múltiples ocasiones en que las multinacionales han violado las leyes para obtener un mayor beneficio han restado siempre impunes, entre otras cosas, gracias a la protección brindada por las instituciones que, en teoría, deberían haber penalizado los delitos cometidos. Una muestra de ello fue la actuación de la Stándar Oil que, en la década comprendida entre 1925 y 1935, exportó ilegalmente petróleo boliviano hacia Argentina. Los impuestos y las regalías que la Stándar Oil no pagó al gobierno andino jamás se recuperaron. La empresa fue expulsada del país, lo que la llevó a presentar una reclamación ante la Corte Suprema de Justicia de Bolivia. La Corte no readmitió a la empresa, pero el fallo emitido nunca se refirió a los delitos cometidos, lo que permitió que, años después, la multinacional reclamara al Estado boliviano una indemnización. Por presiones de EE.UU., Bolivia pagó a la empresa que le había robado, unos 2 millones de dólares.
Aún salvando algunas distancias, algunos de estos elementos se reproducen en el contexto actual: la expoliación que las empresas multinacionales (entre ellas REPSOL) realiza de la riqueza natural de Bolivia; la discusión, conforme a la Constitución, sobre la legalidad de los contratos a través de los que se rige la relación con las compañías extranjeras; el pulso sobre el porcentaje de beneficios que debe revertir al Estado y a la población; el derecho a la propiedad de esos recursos. En este sentido, el discurso electoral de Evo Morales ha girado en torno a la nacionalización de los hidrocarburos. El apoyo recibido a su proyecto evidencia el rechazo de la población boliviana al modelo de gestión neoliberal, así como la apuesta por un cambio. El triunfo de esta opción, además, es una victoria sobre las privatizaciones, y un regreso a un discurso en el que la propiedad (y el control) estatal sobre los recursos puede volver a asumirse como positiva.
Sin embargo, es cierto que las trabas para una plena nacionalización de los hidrocarburos existen. La impunidad puede volver a imponerse y una legítima expropiación de la propiedad de la que ahora gozan las multinacionales acabaría, con casi total seguridad, en un Tribunal Internacional de Arbitraje y en una indemnización de unos 5.000 millones de dólares, cifra impagable para un país que tiene una deuda externa de igual magnitud, una interna de unos 2.500, y un PIB de menos de 8.000 millones. No da la cuenta.
Así pues, el pragmatismo acabará, seguramente, imponiendo una solución «más moderada» (como parece que ya se apunta en las últimas declaraciones del recién electo Presidente), con un contrato de propiedad compartida pero con mayoría para el Estado (51%) y con una nueva Ley de Hidrocarburos que garantice el pago de mayores impuestos y regalías. Sea como sea, la nueva situación (aún lejos del óptimo) será mejor que la anterior y ofrecerá, a todas luces, la posibilidad de una mejora en las condiciones de vida de la población boliviana.
Un tercer motivo para celebrar la victoria de Evo Morales es el contexto de movilización social y de participación popular en que se ha dado. Efectivamente, en los últimos años la población de Bolivia se ha convertido en un actor político fundamental. Las denominadas «guerras del agua y del gas» que han protagonizado los bolivianos, se han convertido en todo un referente para la lucha social latinoamericana y mundial, así como en una muestra de lo efectiva que puede llegar a ser la organización popular en un contexto de reclamo de los derechos básicos negados desde las más altas instancias políticas. A esto se añade las protestas que han acabado con los mandatos de Mesa y de Sánchez de Lozada, y que han dado lugar a un avance de las elecciones, lo que reafirma la apuesta de la población por soluciones de tipo democrático.
En cuarto lugar, cabría destacar lo importante de esta victoria para la consolidación de una alianza geo-estratégica en América Latina que permita crear un frente común ante la tradicional injerencia norteamericana. A través de ésta se puede, por ejemplo y tal y como ya se ha demostrado, impedir la puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio para Las Américas (ALCA) diseñado por EE.UU. para asumir el control económico de la región. En este sentido, el «frente» Castro, Chávez, Lula, Kichner, Tabaré Vázquez y ahora Evo, sirve, principalmente, para mantener posiciones comunes frente a la política estadounidense, así como para frenar el avance de sus políticas más nocivas.
Finalmente, no puede olvidarse lo que esta victoria supone en términos del rechazo que América Latina está demostrando respecto de unas políticas económicas, las neoliberales, que sienten absolutamente fracasadas. Y es que, más allá de la controversia (e incluso «demonización«) a la que han sido sometidos algunos de los nuevos líderes de la región, hay algo innegable: todos ellos han llegado a la Presidencia de sus respectivos países a través de procesos electorales acordes a la entendida «democracia occidental», de un modo transparente y con ventajas más que holgadas respecto del resto de candidatos opositores. En este sentido, y teniendo en cuenta que todos (con sus matices) han ganado a partir de programas que responden a parámetros políticos de izquierda, lo que se pone de manifiesto, más allá de la particularidad de cada personaje o de cada proyecto, es la expresión de un rechazo generalizado de la población latinoamericana a los efectos de las políticas del Consenso de Washington, así como el reclamo de la substitución de los modelos económicos actuales por otros que den prioridad a la justicia social.
En síntesis, se pueden esgrimir muchas razones para celebrar la victoria de Evo Morales y el MAS en Bolivia. Ello, aún y cuando se mantenga una posición crítica y de exigencia hacia el proceso que empieza el próximo día 22. La oportunidad histórica de hacer las cosas «de un modo diferente», alternativo y de izquierdas, está ahí. Ahora le toca a Evo y a los suyos demostrar que se puede gobernar de otra manera, desde la honradez y el compromiso para con el pueblo, de un modo coherente con los principios por los que se rigen los aymaras. De momento, para apoyarles, nos sobran los motivos….