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Nueva Ley Minera, viejo extractivismo

Fuentes: Rebelión

Si alguien duerme tranquilo con la nueva Ley Minera mexicana, adoptada en abril, son las propias empresas del sector. Ellas quisieran haber conseguido más, pero lo que han conquistado en décadas está a salvo y seguirán disfrutándo muchos privilegios.

Más de tres cuartos de la producción minera mexicana es de oro (28.4 por ciento), cobre (27.7 por ciento) y plata (20.4 por ciento). La sexta parte de la producción se la llevan el zinc, hierro, molibdeno, plomo y fluorita. El resto de los minerales extraídos sólo representan una fracción de la producción total.

La novedad con Andrés Manuel López Obrador es que su gobierno no ha otorgado nuevas concesiones mineras. Pero no ha cancelado ninguna existente ni aumentado la participación del Estado. La excepción es el litio, deslumbrante en términos publicitarios pero irrelevante para las finanzas públicas.

Considerando las concesiones mineras que han caducado o cesado su actividad, durante este sexenio el porcentaje del territorio mexicano en manos de empresas mineras se ha reducido de 10.6 a 8.6 por ciento. El extractivismo, sin perder su carácter, ha pausado su expansión territorial.

Lo anterior no ha disminuido su producción. Al contrario, los últimos años han visto un aumento en el valor de sus exportaciones (22.5 por ciento de 2020 a 2021, por ejemplo).

En este tema, como en otros, la propaganda oficial sostiene que ha ocurrido un cambio histórico. Sin embargo, en este tema, como en otros, el progresismo mexicano está (muy) a la derecha del progresismo sudamericano y (mucho más) a la derecha de su propio árbol genealógico.

¿Qué es el neoextractivismo?

En América Latina el tema minero está atravesado por el concepto de neoextractivismo. Acuñado durante la primera oleada de gobiernos progresistas que llegaron al poder a inicios del siglo en América del Sur, este concepto indicaba que algo había cambiado en las industrias extractivas. Pero ¿Qué tiene de nuevo el “neo” extractivismo?

A diferencia del viejo extractivismo operado por empresas privadas, el nuevo lo lleva a cabo el Estado. Ambos comparten el mismo sustantivo, extractivismo, que se refiere a una actividad económica enfocada en la explotación y la exportación de materias primas al mercado internacional. 

Común a América Latina e incluso al resto del Tercer Mundo, la denuncia del (viejo) extractivismo fue el principal tema en el que descansó la teoría de la dependencia, tal vez la contribución latinoamericana más influyente en las ciencias sociales. Sin embargo, el más clásico fue el texto de 1971 de Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina.

Más poético que analítico, este texto sintetizaba la lectura de una generación:

“Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el mercado externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales de ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones extranjeras en los mercados internos dominados.”

— Eduardo Galeano

En relación con este cuadro, el neoextractivismo contiene una ruptura (lo “neo”) y una continuidad (el extractivismo). Lo nuevo, la ruptura, es la colocación de los intereses privados (casi siempre extranjeros) en un segundo plano de prioridad, subordinado al interés público (y nacional).

El neoextractivismo sería así una estrategia de los gobiernos progresistas para poder captar recursos que financiaran una mayor inversión en política social. El Estado nacional y no la empresa extranjera sería el actor central y principal beneficiario del extractivismo.

Lo viejo, la continuidad, es la dependencia del desarrollo económico en la extracción de materias primas, con sus problemas tanto ecológicos (deterioro ambiental) como sociales (los típicos desplazamientos de poblaciones enteras, muchas veces indígenas).

Esa fue la lógica de Evo Morales en Bolivia para el gas, de Rafael Correa en Ecuador para la minería, de Hugo Chávez en Venezuela para el petróleo, etcétera.

La herencia de la posrevolución mexicana

Lo curioso es que en el siglo XX México vivió políticas más radicales que el neoextractivismo sudamericano del siglo XXI. La Revolución Mexicana de 1910 dio origen a un régimen que necesitaba mostrarse como su heredero y continuador.

El artículo 27 de la Constitución de 1917 no dejaría lugar a dudas: “La propiedad de las tierras y aguas… corresponde originariamente a la Nación”. Y agregaba: “la cual, ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada”. Por si fuera poco, remataba permitiendo la expropiación “por causa de la utilidad pública y mediante indemnización”.

Este enfoque, ideado para el problema del reparto agrario, sería extendido a todos los recursos naturales. La revolución produjo un tipo de constitución que permitiría, sin necesidad de acrobacias legales, decisiones como la de expropiar la industria petrolera en 1936. Bastaba con que esa decisión se justificara “por causa de la utilidad pública”. Lo público por encima de lo privado. 

No es casualidad que una de las primeras grandes reformas neoliberales a la Carta Magna mexicana fue la modificación del Artículo 27 en 1992 para volver a permitir la compraventa de tierras que la revolución repartió. Esa reforma es el origen de la expansión de la minería en México. 

Sin embargo, aún no se ha restaurado en México el derecho absoluto a la propiedad privada. El constitucionalismo mexicano aún está impregnado del Artículo 27 original y, hoy en día, la propiedad privada sobre los recursos naturales sigue siendo relativa; es sólo el derecho a usar una propiedad que “corresponde originalmente a la Nación”. La Nación, si lo decide, puede “transmitir el dominio” de esas propiedades “a los particulares”.

Aquí una empresa minera no es dueña de la mina, pero sí es quien tiene el derecho de explotarla mientras se lo conceda la Nación. De ahí el régimen de la “concesión”. Literalmente, se “concede” a los particulares el derecho a explotar algo que no es suyo y que en cualquier momento “por causa de la utilidad pública” puede ser devuelto al dominio público, su hogar original y verdadero.

Cuando Lázaro Cárdenas expropió el petróleo en 1936, fue más lejos que el progresismo sudamericano a inicios del siglo XXI. El progresismo sudamericano no expropió a las empresas extranjeras, aunque sí redujo su participación. El régimen del Partido Revolucionario Institucional, en cambio, llegó a expulsar al capital extranjero para asumir el monopolio estatal de industrias como la petrolera, eléctrica, etc.

AMLO cede a la minera transnacional

A diferencia del sector petrolero o eléctrico, la minería mexicana nunca fue un monopolio estatal. El neoliberalismo no privatizó este sector que ya estaba privatizado, pero lo que sí hizo fue extender su área de operación e introducir nuevas tecnologías como el uso del cianuro y la minería a cielo abierto.

¿Cómo habría sido un neoextractivismo minero de AMLO? 

Imagino dos alternativas. Una, se habrían expropiado las minas más rentables, que habrían pasado a propiedad estatal. La otra, más a tono con la moderación progresista, habría sido la creación de un impuesto elevado a las ventas del recurso extraído por las empresas mineras, para elevar la recaudación del Estado. En Bolivia, por ejemplo, con Evo Morales las regalías de las empresas del gas pasaron de 18 por ciento a 50 por ciento, un aumento sustancial.

Comparado con esta reforma al gas boliviano o con la expropiación total del petróleo mexicano con Cárdenas, la minería con AMLO sigue por la ruta del viejo extractivismo. El mismo gobierno afirma que las mineras prácticamente no pagan impuestos en México. A este cuadro de impunidad fiscal, la nueva ley minera ha añadido una novedad: un impuesto del 5 por ciento que se entregará a las comunidades que habitan territorios concesionados.

Por supuesto, las empresas mineras quisieran no pagar ese impuesto ni que se le pongan límites a su expansión territorial. Pero si se le compara con el progresismo sudamericano, ese 5 por ciento de AMLO es diminuto. Y si se le compara con el viejo PRI, solo es perceptible con microscopio.

La tesis de comentaristas progres, según la cual la nueva Ley sí es lamentable pero la propuesta original de AMLO sí era radical, está equivocada. La propuesta original también estaba a la derecha del caso sudamericano, solo que un poco menos: el impuesto que se entregaría a comunidades habría sido de 10 por ciento y se habría restringido a la minería en zonas de agua escasa. Sea como sea, el caso es que AMLO estuvo de acuerdo con la Ley aprobada y la defendió en público.

La única pizca de neoextractivismo minero es con el litio, para el que se creó en 2022 una empresa pública, Litio MX. No será monopólica y se asociará con privados para la explotación, la cual aún está a años de distancia (si es que llega a ocurrir). El litio mexicano es de más difícil y costoso procesamiento. Si se hubiera estatizado la extracción de oro o plata, hablaríamos de un evento de gran calado. Con el litio, exiguo en comparación, estamos más frente a una llamarada de petate, algo que aparenta ser más de lo que es. Un ardid publicitario.

¿Cómo ha cambiado el régimen minero con AMLO? Muy poco y sigue operando con normalidad. ¿Hemos pasado del extractivismo al neoextractivismo bajo su gobierno? Tampoco. 

La minería en México no escapa de la definición del viejo extractivismo puro y duro. La nueva ley para el sector no altera ese carácter. No es casualidad que en este sexenio México se convirtiera en el país más mortífero para activistas ambientalistas. Aún vivimos en el neoliberalismo.

Ramón I. Centeno es investigador en la Universidad de Sonora y ha participado en el movimiento socialista desde que era estudiante de bachillerato en la ciudad de México.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.