Hace 11 años el pueblo, harto de la agresión de las políticas neoliberales, explotó de ira y salió a las calles desafiando el estado de sitio decretado por el entonces presidente Fernando De La Rúa, un impresentable personaje de la UCR que sólo dos años antes había ganado las elecciones por amplio margen y con […]
Hace 11 años el pueblo, harto de la agresión de las políticas neoliberales, explotó de ira y salió a las calles desafiando el estado de sitio decretado por el entonces presidente Fernando De La Rúa, un impresentable personaje de la UCR que sólo dos años antes había ganado las elecciones por amplio margen y con el 48% de los votos positivos. El engendro político que llevó a ese individuo al sillón de Rivadavia fue la Alianza.
La consigna popular característica de aquella época fue el «Que se vayan todos». Pues bien, no sólo no se fue casi nadie (más allá de don Fernando y su helicóptero), sino que casi todos los responsables de la ira popular se quedaron y hoy muchos cumplen funciones en la institucionalidad del Estado Burgués argentino. Por empezar, la hoy presidenta era senadora en aquella época. El entonces vicepresidente renunciado, Chacho Alvarez, es hoy un «delegado» del gobierno en distintas organizaciones de integración de los países de Latinoamérica: fue presidente del Mercosur encargado por Néstor Kirchner, y hoy lo es del ALADI. El corrupto Amado Boudou andaba correteando por el Anses por esos días. La ministra Nilda Garré, era viceministra del Interior en el 2001, por lo que le cabe más específicamente la responsabilidad de la represión que asesinó 39 seres humanos en las jornadas del 19 y 20 de diciembre. Abal Medina, hoy jefe de gabinete, era en aquel entonces director ejecutivo del Instituto Nacional de la Administración Pública. Julio De Vido fue parte del gobierno santacruceño durante todo el periodo kirchnerista, del 91 al 2003; en Santa Cruz, en el 2001, también se gritaba el «que se vayan todos». Aníbal «baulito» Fernandez, hoy senador, era ministro de trabajo de la pcia de Buenos Aires del gobierno del fascista Ruckauf. Abel Fatala, subsecretario de obras públicas, estaba en el mismo cargo en la CABA. Gustavo López, hoy subsecretario general de la presidencia de la nación, un ex sushi que fue interventor del Comfer en aquella época. La petardista Diana Conti, hoy diputada-felpudo del kirchnerismo, subsecretaria de DDHH de De La Rúa. La lista por supuesto sigue, incluso con gobernadores e intendentes municipales que lucen orgullosos su impunidad: nadie ha pagado el costo del desastre, más que el pueblo argentino. Es decir, SE QUEDARON TODOS.
El gran problema de todo esto es que la estructura desigual de la sociedad no ha cambiado. Muchas de las consignas de aquellas heroicas jornadas clamaban por un cambio en ese sentido. La institucionalidad del Estado Burgués se puso en jaque. La desobediencia civil era el denominador común, y las autoridades tenía tan frágil legitimación que poco podían hacer para contenerla. Y al cuestionar las privatizaciones y sobre todo a los bancos y el sistema financiero en general, lo que en realidad se cuestionaba -de manera inconsciente, lamentablemente- era la esencia misma del sistema capitalista. Sin embargo, al no existir una herramienta revolucionaria que pudiera dirigir toda esa bronca popular hacia un horizonte de cambio social profundo, las expectativas que algunos teníamos se diluyeron rápidamente. Y para recomponer la institucionalidad burguesa, como siempre lo ha hecho, llegó el peronismo, con Duhalde primero, y sobre todo con los Kirchner después y hasta ahora, quienes le hicieron el trabajo sucio a las corporaciones para que sigan teniendo las tasas de ganancia que no sólo les aseguran sus privilegios, si no que perpetúan la desigualdad intrínsenca que caracteriza al capitalismo. Hoy se sigue pagando una Deuda que se ha comprobado como ilegal, ilegítima y fraudulenta, se sigue dependiendo del financiamiento y las inversiones extranjeros, los bancos privados y extranjeros -saqueadores legales de entonces y de ahora- son columna fundamental y beneficiarios del «modelo», se permite y se fomenta el saqueo de nuestras riquezas, la mayoría de los servicios públicos están privatizados, la diferencia entre los que más ganan y los que menos tienen es abismal, los salarios de los trabajadores están lejos de la canasta familiar, el trabajo en negro abarca al 40% de la fuerza laboral del país, el 80% los jubilados cobra una miseria menor a la tercera parte de la canasta familiar, la inflación sigue trasladando recursos de los bolsillos de los asalariados hacia los de los patrones, se sigue pagando un IVA del 21% en el marco de una política impositiva regresiva, se fomenta la concentración de la tierra para lo cual se desalojan de las suyas a campesinos pobres y pueblos originarios y se criminaliza la protesta social.
Sin embargo, algo queda de aquellos días, como una llama encendida: si bien el nivel de conciencia popular no dio para «dar vuelta la tortilla», la impronta de la lucha quedó firme. Y hoy, ante el menor reclamo, cualquier sector de la población sale a la calle y arma un piquete
Es por todo lo antedicho que la tarea de la hora para las organizaciones de izquierda no es, como hacen algunos vergonzantemente, constituirse en furgones de cola de esta burguesía mamporrera de los monopolios, haciéndose cómplices de los que intentan apagar las llamas todavía vivas de la rebelión. Y mucho menos de los que quieren engañarnos haciéndonos ver que hay «corpos» malas y corpos buenas. En realidad, nunca lo es: la obligación de todos los que luchamos por una sociedad sin miseria ni explotación es jamás quedarnos detrás de las aspiraciones populares, bregar para lograr una herramienta revolucionaria que se legitime ante las masas y que permita concretar nuestros sueños de un mundo justo de verdad
Si no lo hacemos, es que no hemos aprendido nada.
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