Etimológicamente una derivación del árabe al-hasú (“el relleno”), el alfajor fue en su origen un postre elaborado con una masa de almendras, pan molido y clavo de olor, muy popular en el norte de África, que los árabes llevaron a Al-Ándalus durante la conquista musulmana de la Península Ibérica en la Edad Media.
Adoptado en España como dulce navideño, más tarde viajaría a las colonias americanas, donde incorporó elementos locales, sobre todo la cobertura de chocolate y, en el Río de la Plata, el dulce de leche. Parte de nuestro maltrecho nacionalismo de los símbolos, los argentinos lo reivindicamos como un invento propio, aunque la denominación de origen es dudosa y se produce y consume también en otros países de la región (en Chile hay alfajores excelentes).
En todo caso, el alfajor es la gran golosina argentina. Como cuenta Jorge D’ Agostini en su investigación sobre el tema (1), la Constitución de 1853 se terminó de escribir en las piezas que alquilaba Hermenegildo Zuviría, conocido como “Merengo”, en los altos de su despacho de bebidas y alfajores de la ciudad de Santa Fe, de donde los constituyentes regresaron a sus provincias cargados de alfajores, como embajadores ilustres del dulce de moda. De acuerdo con la Asociación de Distribuidores de Golosinas y Afines (Adgya), el año pasado se vendieron en Argentina unos 10 millones de alfajores por día, es decir 79 unidades por persona/año (2).
Más que en cualquier otro producto de consumo masivo, es posible detectar en los alfajores rastros cruciales de la historia nacional. Por ejemplo la parábola de Havanna, la fábrica fundada en 1948 que acompañó el crecimiento de Mar del Plata como ciudad emblema del turismo de masas del primer peronismo, y que en 1998 fue vendida al Grupo Exxel, a su vez símbolo de la internacionalización menemista, dibujando una alegoría involuntaria de la involución peronista.
Podemos mencionar también los Guaymallén, que adquirieron protagonismo durante la crisis del final de la convertibilidad, cuando los vendedores ambulantes pasaban a buscar las cajas de 100 unidades por la fábrica de Sarandí para ofrecerlos en trenes, paradas de colectivos y ferias populares al imbatible precio de 10 por un 1 peso (como escribió Iván Noble, “la noche se hace demasiado larga/con un Guaymallén de cena”). Ya durante el kirchnerismo, Cachafaz emergería como símbolo del crecimiento a tasas chinas de la pos crisis, al convertirse en el primer alfajor que logró romper el monopolio de Havanna en el segmento superpremium en base a una estrategia de instalación originalísima: como Los Redondos, Cachafaz apeló al marketing del no marketing, al misterio de un producto que sin un solo aviso publicitario logró hacerse un lugar en el competitivo mercado de los alfajores.
Podríamos seguir así hasta el final de esta nota, pero para no aburrir al lector remitimos a dos sitios web que reúnen una verdadera literatura sobre los alfajores, donde se discuten gustos, historias y hasta fronteras (la minitorta Águila, ¿es realmente un alfajor? ¿y el “alfajor” chocoarroz?) (3). Ahora veamos qué nos dicen los alfajores sobre la situación socioeconómica actual y sobre la coyuntura política.
El desafío de la dulzura
Detrás del ruido noticioso y del vértigo de las negociaciones legislativas en torno a los proyectos del gobierno se esconde una cuestión central, que es la posibilidad de que Milei se consolide en el poder y logre establecer un nuevo ciclo de reforma neoliberal, como el que lideró Carlos Menem y nunca terminó de conseguir Mauricio Macri. Eso es lo que está en juego en estas semanas de fuego. Y detrás de esta pregunta se retuerce a su vez otra, más difícil de responder: ¿cuánto ha cambiado socioeconómicamente Argentina? ¿En qué país nos hemos convertido?
La visita al kiosco permite observar algunas cosas: la caída de los ingresos (el salario mínimo alcanza hoy para comprar 115 Cachafaz, mientras que en 2016 alcanzaba para 322) (4); la dispersión de precios generada por la inflación (un Jorgito puede costar 400 y 800 pesos a una cuadra de distancia); la polarización social (la distancia entre un Guaymallén a 180 pesos y un Havanna a 1.630 pesos nunca fue tan grande); la estratificación social cristalizada (un país de lujo para los pocos que pueden pagar un alfajor premium); la gourmetización como parte de los nuevos patrones de consumo (cada vez más marcas disputan el segmento alto con recetas que incluyen desde semillas hasta licores), y el emprendedorismo como penúltimo argumento de legitimación del capitalismo contemporáneo (reflejado en la multiplicación de emprendimientos de alfajores artesanales, desde los más lujosos en zonas turísticas hasta los que prosperan en los barrios populares).
Quizás eso explique la sensación de irrealidad que se respira en estos días, esa especie de abotagamiento típico de los cambios súbitos de contexto, como sucede en los períodos de guerra o de catástrofe, giros bruscos de la historia que no podemos anticipar y que empujan a las sociedades a un vacío de desconcierto.
La sociedad argentina ha cambiado. Históricamente y por diversos motivos (la prosperidad de los suelos, la expansión veloz de la frontera agropecuaria, la inmigración europea, la construcción relativamente temprana de un Estado desplegado en todo el territorio, la industrialización forzada por la crisis del 30, el peronismo), Argentina fue gestando una sociedad que supo disfrutar de niveles de bienestar, movilidad ascendente y equidad distributiva ausentes en el resto de América Latina, salvo Uruguay (por los mismos motivos que Argentina) y Venezuela (por la modernización petrolera). Muy entrado el siglo XX el Nordeste brasilero era un océano seco de pobreza (“Mi pobre y desvalido Nordeste”, como lo definió Celso Furtado), el altiplano boliviano vivía de manera no muy diferente a la etapa colonial (la esperanza de vida en la década del 50 era de 40 años) y Colombia tenía un tercio de su territorio sustraído al control del Estado, bajo el dominio efectivo de las organizaciones insurgentes y los paramilitares. Argentina no era Europa, pero se parecía bastante.
Esta distancia entre Argentina y el resto de América Latina se fue achicando. Desde mediados de los 70, digamos desde el Rodrigazo, la economía argentina creció 1,78 por ciento anual, mucho menos que el promedio regional, un largo estancamiento que sólo logró ser superado durante períodos acotados, en la convertibilidad y en el primer tramo del kirchnerismo. Y si el primer punto de divergencia que da inicio a la onda larga de decadencia se sitúa en los 70, el segundo es más reciente y todavía más marcado: hacia 2011/2012, una vez superada la fase más virtuosa del superciclo de los commodities, todos los países de América Latina comenzaron a ralentizar su crecimiento, pero ninguno como Argentina, que se expandió apenas 0,3% desde 2012 hasta hoy, y ninguno con alta inflación, caos cambiario y aumento persistente de la pobreza (salvo Venezuela).
La consecuencia de este pobre desempeño de largo plazo y de la involución reciente es, además de una honda sensación de fracaso, un país que va convergiendo con sus vecinos. La realidad actual de salarios de subsistencia, desigualdad en aumento, pobreza estructural y amplia informalidad laboral es la que caracterizó siempre a los países latinoamericanos, sólo que en Argentina no se encontraba presente, o sí pero atenuada. Quizás eso explique la sensación de irrealidad que se respira en estos días, esa especie de abotagamiento típico de los cambios súbitos de contexto, como sucede en los períodos de guerra o de catástrofe, giros bruscos de la historia que no podemos anticipar y que empujan a las sociedades a un vacío de desconcierto.
Pero también está la política. Además de una sociedad históricamente cohesionada, Argentina arrastra un pasado de disputa. Quizás se deba al desarrollo de un sindicalismo potente, a la presencia de amplios sectores de clase media o a la influencia de la inmigración europea (las ideas anarquistas y socialistas que llegaban en los barcos), pero lo cierto es que nuestra historia reconoce desde su mismísimo comienzo episodios de fuerte lucha social, como las huelgas de la Patagonia o las protestas contra la Ley de Residencia, y siempre estuvo marcada por una dinámica confrontativa, con nuestros 17 de octubres, nuestros Ezeizas y nuestros dos mil unos. Una marca jacobina que contrasta con sociedades latinoamericanas más oligarquizadas y elitistas, donde el pueblo en la calle no ha sido un factor relevante del juego político. Como en otros países de la región, los presidentes argentinos se ven obligados a negociar con el Congreso, el poder económico y las estructuras territoriales, pero aquí también tienen que lidiar con los sindicatos y los movimientos sociales: la “Argentina contenciosa”, según la buena definición de Fernando Rosso (5), que asomó en el paro y la movilización del miércoles 24.
Por eso la pregunta por el éxito de Milei –la posibilidad cierta de recrear una gobernabilidad neoliberal– es al final la pregunta por la latinoamericanización de Argentina. ¿Nos asemejamos tanto a nuestros vecinos más pobres como para que un experimento político como el que quiere imponer el libertario sea posible? Dicho de otra manera, ¿cuántas vacaciones recortadas soporta la clase media? ¿Cuántas proteínas menos pueden comer los sectores populares? ¿Cuántas cenas pueden reemplazarse con un Guaymallén? Si algo demuestra la historia es que no hay un “objetivismo de la crisis”, un piso de sufrimiento a partir del cual una determinada realidad se hace socialmente intolerable. Por los antecedentes del 89 y del 2001 estamos acostumbrados a pensar la crisis como estallido, como algo que explota, derriba cosas, mata, pero al final crea un nuevo comienzo. Pero no necesariamente es así, no necesariamente tiene que haber un año cero: hay otros formatos de crisis, que puede estirarse como la nueva normalidad de un país más pobre y más desigual, una Argentina que ya es así.
Pan dulce para las fiestas
Tres caminos se abren, y los tres son amargos.
El primero es el éxito del proyecto de Milei. ¿Qué significa “éxito”? Que, después de unos meses de zozobra, la recesión encuentre un piso, la inflación comience a disminuir, ingresen los dólares de la cosecha, el gobierno avance en una dolarización parcial de la economía, privatice algunas empresas, se fortalezca políticamente, renueve las facultades delegadas, alumbre un nuevo pacto social. Milei como Menem.
El segundo es que la debilidad de estos días, la que obligó al Presidente a retirar parte de la ley ómnibus en medio de un evidente desorden político, con renuncias de ministros y una parálisis general de la gestión, se profundice, y que entonces Milei corra a los brazos de Mauricio Macri, que lo espera en Villa La Angostura tomando camparis mientras contempla el atardecer cayendo sobre los arrayanes. Una cohabitación al estilo Alberto-Massa, con referentes del PRO en puestos ministeriales y una coalición legislativa, territorial y empresarial construida alrededor del ex presidente.
El tercer camino, al que me referí en el editorial del mes pasado, es el bonapartista. Acorralado por el bloqueo legislativo y con su imagen cayendo un poco todos los días, Milei podría, como él mismo sugirió más de una vez, llamar a una consulta popular. Como la Constitución establece que los plebiscitos convocados por el Ejecutivo son no vinculantes, se trataría de un recurso simbólico de relegitimación más que de una herramienta concreta de gestión, es decir que el contenido real de lo consultado puede ser arbitrario y manipulado. El ejemplo es Ecuador. Poco después de asumir la Presidencia y para sacarse de encima a su padrino-enemigo Rafael Correa, Lenín Moreno convocó a un plebiscito con preguntas que iban desde la no prescripción de los delitos sexuales hasta la revocación de los mandatos de los funcionarios corruptos y los límites ambientales a la minería. Moreno ganó, pero no siempre es así, como atestiguan decenas de casos, desde Augusto Pinochet en 1988 hasta Juan Manuel Santos en 2016. A los plebiscitos los carga el diablo.
Concluyamos.
La posibilidad de que el futuro avance por alguno de estos carriles depende de factores que van de la habilidad de Milei y la negociación con la oposición a las lluvias que nutran la cosecha, pero en el fondo estará siempre el estado de la sociedad argentina, que no conocemos. Me cuentan el caso de Claudia, una docente de clase media baja de Lomas de Zamora. El fin de año la encontró sin dinero para enfrentar las fiestas, así que miró tutoriales en YouTube, experimentó un par de veces y después fabricó 60 unidades de pan dulce, que vendió entre conocidos del Facebook y vecinos del barrio. Con eso resolvió el asado de Nochebuena, la sidra y los regalos de los chicos. Pero no siguió horneando, ni puso un emprendimiento ni desarrolló nuevas estrategias de marketing digital. Claudia no siguió el camino que dicta la utopía tecnocapitalista. Sólo apeló a herramientas sencillas, al alcance de cualquiera, para resolver una urgencia y seguir con su vida, un poco mejor que antes pero sin un horizonte largo de progreso. Claudia espera a Milei, ¿pero por cuánto tiempo?
Notas:
1 . Alfajor argentino, historia de un ícono, Edición del autor, 2020.
2. www.forbesargentina.com/negocios/asi-mercado-alfajor-argentina-cifras-consumo-lucha-liderazgo-n42664
3. www.google.com/search?q=blog+alfajores&oq=blog+alfajores&aqs=chrome..69i57j69i59l3j69i60l4.2363j0j7&sourceid=chrome&ie=UTF-8 y https://catadordealfajores.com/
4. Hoy el SMVM es de 150.000 pesos y el Cachafaz se vende a 1.300, mientras que en 2016 el SMVM era de 8.060 y el precio del Cachafaz era de 25.
5. www.eldiplo.org/notas-web/la-argentina-contenciosa-contra-las-fuerzas-del-cielo/
Fuente: https://www.eldiplo.org/296-cuanto-ajuste-tolera-la-sociedad/pan-dulce-y-alfajores/