Carlos Aznárez lleva muchos años ligado a la historia de las Madres de la Plaza de Mayo, a quienes, con motivo del treinta aniversario de su creación, rinde, en este artículo redactado en primera persona, un sentido homenaje. Para el periodista argentino, las Madres «serán a la historia de Argentina y de la humanidad entera […]
Hay que recordar lo que eran aquellos días de fines de abril del 77. Poco tiempo antes los rotwailers de la ESMA habían asesinado a nuestro gran Rodolfo Walsh, en marzo varios compañeros y compañeras de Montoneros y el ERP eran secuestrados o ultimados mientras cubrían diversas citas en la ciudad de La Plata (que a esa altura era un páramo de muerte y silencio), en Bahía Blanca, Tucumán y en la horrorosa Capital, en la que a cada hora llegaba el funesto mensaje vía «radio Bemba», sobre que tal o cual hermano de lucha, obrero fabril, estudiante rebelde o villero libertario, había sido secuestrado.
Hay que pulsar la memoria para imaginarse cómo se habrán sentido aquellas valientes mujeres, madres nuestras, hermanas nuestras, que hasta pocos días antes, en su gran mayoría, no se imaginaban el papel que les reservaba ese destino de horror que estaban construyendo los milicos desde bastante tiempo antes de ese funesto 24 de marzo de 1976.
Ellas, esas viejitas queridas que un 30 de abril del 77 decidieron recomenzar la historia de una manera distinta, mencionan el miedo que les recorría el cuerpo en ese primer aterrizaje en la Plaza que muy poco después les daría el apellido que necesitaban para demostrarle al mundo que allí, en un rincón muy céntrico de la ciudad de Buenos Aires, la vida empezaba a disputarle el escenario a la muerte.
Es sabido que inicialmente se cubrieron la cabeza con una especie de pañal, en homenaje a esos queridos y queridas muchachas que extrañaban y a los que querrían seguir mimando, como cuando siendo bulliciosos chiquitos, corrían a su lado o se abrazaban a sus polleras buscando refugio o consuelo después de alguna travesura.
Después, el pañal se hizo pañuelo, aparecieron las primeras fotos y también se empezó a despejar la inocencia inicial que un poco como expresión de deseo y otro por no imaginarse la bestialidad del enemigo que estaban enfrentando, las llevó a golpear puertas de regimientos, iglesias, reparticiones oficiales y hasta videntes inescrupulosos, buscando un dato, un consuelo, una lucecita de esperanza. Sí, muy pronto se dieron cuenta de que se tenían que crecer entre ellas mismas, que debían sacar fuerzas de donde fuera, que habría que convocar el coraje revolucionario de sus propios hijos e hijas, para seguir marchando.
Y cuando lo comprendieron, a fuerza de amor violento, amor de madre, amor amor, se encontraron embarazadas de esos pibes y pibas, comulgando con ellos una nueva fe que movería montañas y derrotaría a los verdugos, acorralándolos en sus madrigueras, quitándoles la licencia de poder caminar impunemente por las calles de la Patria, marcándolos a fuego frente a sus vecinos, y hasta a sus propios familiares.
Todo esto se hizo en sólo treinta años. Es nada si tenemos en cuenta lo que significan los ciclos de la historia de los pueblos, pero cuánto tiempo si lo medimos en lo que significaron de lucha, de dolor y también de alegría por los golpes producidos a quienes habían privado a esas hermosas mujeres (y por supuesto, también a nosotros y nosotras, sus compañeros de lucha) del abrazo de sus amados hijos e hijas.
En ese período de tiempo, el mundo se fue enterando de esa cita resistente de todos los jueves a las 15,30. Pero también allí, en la Plaza o en diversos locales donde los familiares iban estrechando lazos de compromiso, un conjunto de cuervos, buitres y chacales seguían rondando y en muchas ocasiones se abalanzaban sobre sus presas intentando quebrar el desafío.
No, no fueron nada sencillos estos treinta años, donde un hijo se convirtió en todos los hijos, donde la sangre derramada nunca fue negociada, donde se reivindicó no la «inocencia» sino la entrega a la lucha para cambiar un mundo demencial, donde se le gritó incluso a esa sociedad que durante años escondió la cabeza bajo tierra (por miedo o por comodidad) que haber sido guerrilleros, combatientes, revolucionarios, era una buena palabra, una medalla que orgullosas ellas llevarían de ahí en más en sus pechos que alguna vez habían servido para amamantar a sus cachorros. No fue fácil cuando estas mismas mujeres rompieron la caparazón local y decidieron adoptar también a otros hijos e hijas, a apoyar sus luchas, a jugarse enteras por su libertad o para que no se criminalice sus actos de amor y coraje. Luchadores, guerrilleros, internacionalistas, de Chile, de Perú, de Bolivia, de Brasil, de Colombia, de Euskal Herria, de Palestina, de Iraq, por nombrar sólo a algunos territorios, pasaron a sumarse al batallón creado por los 30.000 hermanos y hermanas que abrieron el camino en Argentina. No hubo entonces más fronteras que la solidaridad entre pueblos, y las Madres se abrazaron con Fidel, con Marcos, con Chávez, con Evo, con Correa, con los combatientes palestinos, con las madres vascas e iraquíes, con indígenas de todas las latitudes.
Quien esto escribe, orgulloso ex militante de Montoneros, internacionalista que ha intentado reivindicar la causa de todos los revolucionarios y revolucionarias que combaten al imperialismo, periodista enrolado en el bando de quienes peleamos contra el discurso único, y ligado a las Madres desde hace muchísimos años (coincidiendo casi siempre y discrepando en menos oportunidades con algunos de sus dichos o posiciones, practicando algo que ellas me enseñaron: lo único indiscutible es la lucha) quiere expresar hoy -de manera excepcional en primera persona, y ante estos treinta años que hoy celebramos- que las Madres de Plaza de Mayo serán a la historia de Argentina y de la humanidad entera ese bastión de rebeldía que se necesita siempre para no bajar jamás la cabeza ante las adversidades, la prepotencia y la represión.
Cuando pasen los años y ellas sigan marchando en esa Plaza que las vio nacer y en cuyas baldosas y la tierra que rodea a los árboles de la misma sus cenizas se hayan convertido en abono para acicatear las nuevas luchas que librará este pueblo, su ejemplo seguirá siendo imprescindible y necesario para no bajar los brazos, ni siquiera en esos momentos en que cuesta ver la luz al final del túnel. Más aún, si sucediera lo que no imaginamos, y estos tiempos de liberación que hoy festejamos en varios países del continente, se torcieran o fueran duramente amenazados, bastará recordar -a manera de fórmula para seguir batallando- algunas escenas del pasado cercano, como ésa en la que un grupo de mujeres pelearon a brazo partido contra policías a caballo. Sucedió un día caluroso de mediados de diciembre del 2001, cuando las Madres desafiaron el Estado de Sitio de un presidente que sometía a su pueblo, y se fueron para la Plaza a gritarle a los represores que ese espacio era de ellas y no de los cobardes. Una y otra vez fueron embestidas y golpeadas, pero no retrocedieron. De esa manera, le dieron aliento y sentido a la vida de miles de jóvenes que al verlas resistir, se lanzaron a la calle a enfrentar a pedradas a los sicarios del capitalismo. Es sólo un pedacito de historia de estas tres décadas que sirve para retratarlas de cuerpo entero.
Carlos Aznárez Periodista, director de «Resúmen Latinoamericano»